Cormac McCarthy fue vagabundo y así lo convirtió en novela
Fragmento de “Suttree”, considerada la obra más autobiográfica del fallecido escritor estadounidense y elegida la mejor novela extranjera en Europa en 2004. En Colombia, bajo el sello editorial Literatura Random House.
Cormac MacCarthy * / Especial para El Espectador
Debajo del puente se incorporó, agarró los remos y empezó a bogar hacia la orilla sur. Una vez allí hizo virar el bote, reculando hacia una pequeña salceda, y yendo a popa tiró de una soga gruesa que se metía en el agua desde un tubo metálico clavado en el barro de la ribera. Hizo pasar aquella por un tolete fijado al espejo de popa. Zarpó de nuevo, remando despacio, la soga entrando mojada y lisa por el tolete para hundirse de nuevo en el río. Como a diez metros de la orilla apareció la primera pernada, el hombre alargó la mano y la desechó. Siguió adelante, el bote en diagonal respecto a la corriente, los anzuelos entrando uno detrás de otro por el tolete con sus blanqueados trocitos de carne desmenuzada. Cuando notó el peso del primer pez izó los remos que chorreaban y agarró el sedal y lo cobró a mano. Una carpa grande surgió del agua, flanco duro y basto color de bronce y lustroso. Se afianzó con una rodilla y la izó a la barca y cortó el sedal y puso un anzuelo nuevo con un pedazo de carnada y lo arrojó por la borda y siguió adelante mientras la carpa se debatía sobre las tablas del piso. (La noticia: Murió el escritor Cormac MacCarthy a los 89 años de edad).
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Debajo del puente se incorporó, agarró los remos y empezó a bogar hacia la orilla sur. Una vez allí hizo virar el bote, reculando hacia una pequeña salceda, y yendo a popa tiró de una soga gruesa que se metía en el agua desde un tubo metálico clavado en el barro de la ribera. Hizo pasar aquella por un tolete fijado al espejo de popa. Zarpó de nuevo, remando despacio, la soga entrando mojada y lisa por el tolete para hundirse de nuevo en el río. Como a diez metros de la orilla apareció la primera pernada, el hombre alargó la mano y la desechó. Siguió adelante, el bote en diagonal respecto a la corriente, los anzuelos entrando uno detrás de otro por el tolete con sus blanqueados trocitos de carne desmenuzada. Cuando notó el peso del primer pez izó los remos que chorreaban y agarró el sedal y lo cobró a mano. Una carpa grande surgió del agua, flanco duro y basto color de bronce y lustroso. Se afianzó con una rodilla y la izó a la barca y cortó el sedal y puso un anzuelo nuevo con un pedazo de carnada y lo arrojó por la borda y siguió adelante mientras la carpa se debatía sobre las tablas del piso. (La noticia: Murió el escritor Cormac MacCarthy a los 89 años de edad).
Se encontraba en la otra orilla cuando hubo terminado de revisar el palangre. Cambió el cebo al último de los ramales y dejó ir la soga, viéndola hundirse en el agua fangosa entre un nimbo de motas de sol, una corona irregular a través de la cual llameó brevemente el último pedazo pálido de carne rancia. Después de acorullar los remos se acomodó de nuevo sobre los bancos para tomar el sol. El bote oscilaba suavemente a la deriva. Se desabrochó la camisa hasta la cintura y se cubrió los ojos con el antebrazo. El río hablaba quedo debajo de él, río viejo de cara arrugada. Bajo la superficie en movimiento morteros y cureñas, muñones petrificados que se oxidaban en el fango, gabarras podridas de una consistencia mucilaginosa. Esturiones fabulosos con sus córneos cuerpos pentagonales, carpas y siluros de reflejos cobrizos y vientre pálido y libre de psilosis, un cieno espeso lleno de cristales rotos, de huesos y latas oxidadas y fragmentos de loza trenados de rajas negras de fango. Al otro lado del río los riscos de caliza se levantaban grises y vagamente afacetados, adornados de hierba que formaba delgadas fallas verdes transversales. Allá donde se cernían sobre el río daban una sombra fresca y la superficie lisa y oscura reflejó cual pequeña estrella blanca la forma de un chorlito que flotaba en las corrientes ascendentes a escasa distancia del risco. Bajo el banco de la barca un siluro nadaba en seco e intransigente, su cara chata pegada al mamparo.
Al pasar por la desembocadura del arroyo levantó una mano y la agitó lentamente. Las viejas negras floreadas y encasquetadas se volvieron como un jardín batido por el viento con sus bastones subiendo y bajando y sus brazos alzándose oscuros y al azar y su chillona y bárbara indumentaria ondeando al viento. Detrás, la forma de la ciudad tenía un aspecto mellado, tenso, martilleada de oscuridad y humeante contra un cielo de porcelana. La orilla pringosa se extendía irregular y reluciente bajo el calor y ningún sonido enturbiaba el solitario mediodía de verano.
Bajo el puente de caballete del ferrocarril se dispuso a tender el otro sedal. El agua estaba tibia al tacto y tenía la lubricidad granular del granito. Era mediodía cuando terminó y se puso un momento de pie en el bote examinando sus capturas. Regresó aguas arriba remando despacio mientras los peces forcejeaban en medio de aguas grises en el lecho de la barca, sus suaves barbos rozando con mudo asombro las tablas resbaladizas y sus lomos, arqueados al sol, desprovistos ya de sangre y pálidos. Los toletes de latón crujían en sus bloques y el agua del río se apelotonaba viscosa bajo la tablazón de proa dejando una estela como de fango arado.
Salió a remo de la sombra de los riscos y pasó frente a la empresa de arena y grava, dejó atrás solares áridos y polvorientos donde unos rieles corrían sobre una capa de escorias y varios furgones se oxidaban en sus vías muertas, costeando almacenes de uralita asentados en explanadas de una tierra color de adobe donde romboides y volutas de piedra caliza sobresalían manchados de barro como enormes huesos erosionados. Estaba cruzando hacia la otra orilla cuando vio las barcas de salvamento pegadas a la ribera. Estaban peinando el canal mientras una pequeña multitud observaba desde tierra firme. Dos barcos blancos ligeramente velados por la calina y el indolente humo azul de sus tubos de escape, ronroneo de motores que transmitía la calma del río. Cruzó y remó aguas arriba hasta el borde del canal. Las barcas estaban a la misma altura y una de ellas había apagado el motor. Los del equipo de rescate llevaban gorras de marino y se veían serios en su quehacer. Cuando el pescador pasó a su altura estaban subiendo a bordo un hombre muerto. Estaba muy tieso y parecía un maniquí, de no ser por la cara. Blanda e hinchada, la cara lucía un gancho cogido a un costado y una sonrisa de loco. De esta guisa lo izaron, aperchado de un pómulo. Una herida incruenta. El muerto pareció protestar en su rigidez, la cabeza al sesgo. Lo subieron a cubierta donde quedó tendido en su empapado traje a rayas y sus calcetines color limón mirando estrábico a los rescatadores, el gancho en la cara, como un burdo homúnculo acuático atrapado en una pesca a flor de agua y a quien la luz del día del Señor hubiera matado instantáneamente.
El pescador pasó de largo y arrimó el bote a la orilla más arriba de la multitud. Puso una piedra sobre la cuerda y bajó para mirar. La barca de rescate estaba atracando y uno de los del equipo se había arrodillado sobre al cadáver tratando de arrancar el arpeo. La gente le estaba observando y él sudaba con el esfuerzo. Finalmente apoyó el zapato en el cráneo del muerto y tiró del gancho con ambas manos hasta que se soltó arrastrando consigo un fibroso pedazo de carne blanquecina.
Lo llevaron a tierra en una litera de lona y lo depositaron sobre la hierba, donde quedó mirando al sol con aquellos ojos secos y aquella sonrisa. Un enjambre de moscas se había congregado ya en el aire insípido. Los operarios cubrieron al muerto con una burda manta gris. Le asomaban los pies.
El pescador se disponía a partir cuando alguien de entre la multitud le agarró del codo.
Hola, Suttree.
Se volvió.
Qué tal, Joe, dijo. ¿Tú lo has visto?
No. Dicen que se tiró ayer noche. Encontraron sus zapatos en el puente.
Miraron al muerto. El equipo de rescate estaba arrollando las cuerdas y ocupándose de sus cosas. La gente había formado corro como en un entierro y el pescador y su amigo se encontraron pasando frente al muerto como para rendirle sus respetos. Allí estaba en calcetines amarillos, las moscas cubriendo la manta, y una mano estirada en la hierba. Llevaba el reloj en la parte interior de la muñeca como hacen o hacían algunas personas y Suttree se fijó con un sentimiento que no pudo definir en que el reloj del muerto todavía funcionaba.
Qué mala manera de palmarla, dijo Joe.
Vámonos.
Caminaron por el cisco que bordeaba la vía del tren. Suttree se frotó pensativo un músculo que palpitaba ligeramente en su quijada.
¿Hacia dónde vas?, dijo Joe.
Me quedo aquí. Tengo la barca ahí abajo.
¿Todavía pescas?
Sí.
¿Cómo es que te aficionaste a eso?
No lo sé, dijo Suttree. En su momento me pareció una buena idea.
¿Vas alguna vez a la ciudad?
De vez en cuando.
¿Por qué no te pasas una noche por el Corner y tomamos una cerveza?
Me pasaré un día de estos.
¿Has pescado hoy?
Sí. Un poco.
Joe le estaba observando.
Oye, dijo. Podrías mirar si te contratan en Miller’s. Brother dijo que necesitaban a alguien en la sección de zapatos para hombre.
Suttree miró al suelo sonriendo y se secó la boca con el dorso de la muñeca y alzó de nuevo la vista.
Me parece, dijo, que de momento seguiré una temporada en el río.
Bien, pero pásate un día de estos.
Descuida.
Levantaron cada cual una mano a modo de despedida y él vio alejarse al muchacho por la vía y luego cruzar los campos hasta la carretera. Suttree bajó hasta la barca y recogió el cabo y lo lanzó adentro y zarpó de nuevo. El muerto seguía tendido en la ribera bajo la manta, pero la gente había empezado a desperdigarse. Remó hacia el centro del río.
Dirigió el bote hasta el puente y una vez debajo desarmó los remos y se sentó a mirar los peces capturados. Eligió un siluro azul y lo levantó por las agallas, apoyando el dedo pulgar en la blanda garganta amarilla. El pez se agitó una vez y quedó inmóvil. Los remos goteaban en el río. Se apeó de la barca y la amarró a un poste y ascendió por la ribera pelada y resbaladiza hacia los arcos donde el puente se hincaba en la tierra. Una gruta oscura bajo la bóveda de hormigón con piedras apiladas junto a la entrada y un rótulo de prohibido el paso pintado de cualquier manera en letras amarillas sobre una roca grande. Una lumbre ardía en un montón de piedras sobre la arcilla fétida y sin sol y frente a ella había un viejo en cuclillas. El viejo levantó la vista y volvió a mirar a la lumbre.
He traído un siluro, dijo Suttree.
Murmuró algo y agitó ligeramente la mano. Suttree dejó el pescado en el suelo y el viejo lo miró de soslayo y luego hurgó las brasas del fuego.
Siéntate, dijo.
Suttree se acuclilló.
El viejo contempló las llamas finas. Sobre sus cabezas pasaba el tráfico en lento y amortiguado rumor. Unas patatas se socarraban en la lumbre y abrían sus chamuscadas pieles entre silbidos graves como pequeños organismos que expiraran en los rescoldos. El viejo las rescató del fuego alanceándolas, uno, dos, tres pedruscos negros y humeantes. Las agrupó en un tapacubos oxidado. Cógete una, dijo.
Suttree levantó una mano. No dijo nada porque sabía que el viejo lo repetiría tres veces y que tenía que racionar sus negativas. El viejo había inclinado una lata que despedía vapor y estaba mirando dentro. Un puñado de alubias hervía en agua de río. Alzó sus malogrados ojos y miró desde la viga de hueso empenachado que los protegía. Ahora te recuerdo, dijo. De cuando eras muy pequeño. Suttree no lo creía posible pero asintió. El viejo solía ir de puerta en puerta y sabía hacer hablar a las muñecas y los osos de peluche.
Vamos, coge una patata, dijo.
Gracias, dijo Suttree. Ya he comido.
Un vapor crudo surgió del harinoso meollo de la patata que partió con las manos. Suttree dirigió la vista al río.
Me gusta la comida caliente, ¿a ti no?, dijo el viejo.
Suttree asintió con la cabeza. Frondas arqueadas de zumaque temblaban en el calor del mediodía y unas palomas reñían y arrullaban en los tímpanos nervados del puente. La tierra umbría donde estaba agachado despedía el olor rancio de una cripta.
¿Le ha visto saltar, a ese hombre?, dijo Suttree.
El otro negó con la cabeza. Trapero viejo de mofletes chupados y temblorosos.
He visto que rastreaban, dijo. ¿Lo han encontrado?
Sí.
¿Cómo es que saltó?
No creo que haya dado explicaciones.
Yo no lo haría. ¿Y tú?
Supongo que no. ¿Ha ido a la ciudad esta mañana?
No, qué va. Me encontraba demasiado mal.
¿Qué le pasa?
Y yo qué sé. Dicen que la muerte viene por la noche como los ladrones. Que no la pille yo, porque le parto el pescuezo.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.