“Creer en una idea exige vivirla”: De Tolstói a Raphael Lemkin
El 12 de enero se conmemoran setenta y un años de la entrada en vigor de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. Raphael Lemkin fue el encargado de crear el término de genocidio en 1944.
Danelys Vega Cardozo
Hay lugares llenos de vida a los que pocos tienen acceso, esos que te reconfortan y te devuelven la tranquilidad perdida. Aquellos sitios en donde respirar no supone una pesadilla. Aquellos en donde te despiertas acompañado de un “Kikiriki Cocoroco”. Esos en donde la prisa no existe y las manecillas del reloj pareciera que giraran con mayor lentitud. Esos en donde las estrellas hacen sus mayores esfuerzos para iluminar tus noches. Esos en donde la inmensidad no puede ser explicada en tan solo una palabra. Aquellos que son los primeros en ser desbastados, pero también los primeros en recuperar las esperanzas. Aquellos que dan sustento a una familia. Uno de ellos fue precisamente el sitio que le brindó “el pan” a Raphael Lemkin y su familia; una granja.
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Hay lugares llenos de vida a los que pocos tienen acceso, esos que te reconfortan y te devuelven la tranquilidad perdida. Aquellos sitios en donde respirar no supone una pesadilla. Aquellos en donde te despiertas acompañado de un “Kikiriki Cocoroco”. Esos en donde la prisa no existe y las manecillas del reloj pareciera que giraran con mayor lentitud. Esos en donde las estrellas hacen sus mayores esfuerzos para iluminar tus noches. Esos en donde la inmensidad no puede ser explicada en tan solo una palabra. Aquellos que son los primeros en ser desbastados, pero también los primeros en recuperar las esperanzas. Aquellos que dan sustento a una familia. Uno de ellos fue precisamente el sitio que le brindó “el pan” a Raphael Lemkin y su familia; una granja.
Hasta los diez años Lemkin vivió en este lugar, en donde también nació, llamado Ozerisko, situado en la actualidad en Bielorrusia, pero que en un pasado estuvo dentro de los territorios anexados al Imperio Ruso. Lemkin disfrutó de una infancia rodeada de animales y campos de trébol y centeno. Sin embargo, para su padre, Josef, quien era agricultor en esta granja, aquella era una época llena de incertidumbre, o como le llamaría él, de lucha. Por aquellos tiempos la población judía quedó atrapada en medio de un conflicto de poder territorial. Tanto los rusos como los polacos se disputaban los territorios donde crecía Lemkin. Ser dueño de una granja para un judío era toda una travesía. La ley impuesta por el gobierno zarista impedía que los judíos fueras propietarios de una granja. El papá de Lemkin le tocó ingeniárselas a través de sobornos que ofrecía cuando era “molestado” en su casa por un Zar.
La muerte no llegó inmediatamente a la puerta de Lemkin, pero sí estuvo presente en sus alrededores. En 1906, cuando tenía apenas seis años, se perpetró en Białystok una matanza contra los judíos; centenares de ellos perdieron la vida. Más tarde, en 1911, tendría lugar otra similar, pero esta vez en Kiev. Hasta que llegó el día en que vio la muerte de manera más cercana. En 1918, su hermano menor, Samuel, perdió la vida a causa de una enfermedad contagiosa, esa que se expandió a toda velocidad por todo el mundo, y que acabó con la existencia de entre veinte a cuarenta millones de personas en tan solo un año, pero que al final arrasó con la vida de más de cincuenta millones. La famosa gripe española.
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Luego, los años pasarían, pero la muerte otra vez lo visitaría. Él lograría escabullirse de ella porque emprendió la huida de aquel sitio que se convertiría en un campo de exterminio, pero sus seres queridos no contaron con la misma suerte. Mientras Lemkin, en 1939, escapó de Polonia, sus padres permanecieron allí, en donde tiempo después fueron llevados a los campos de concentración de Auschwitz, para luego ser exterminados por un único pecado: ser judíos. Sin embargo, no fue a partir de este suceso personal que comenzó a interesarse por la destrucción de grupos, ya desde sus dieciocho años estos actos le preocupaban. Porque el holocausto ocurrido durante la Segunda Guerra Mundial no había sido el primero en la modernidad. Quién sabe si la inspiración le habrá nacido a Hitler de uno que se había perpetrado durante la Primera Guerra Mundial, ese que aconteció en 1915, aquel que buscó exterminar a todo un pueblo por ser cristianos: el genocidio armenio.
“Se asesinó a una nación y se dejó en libertad a los culpables”, opinaba Lemkin. Y es que los responsables de aquella barbarie huyeron en 1918 del Imperio Otomano cuando los países de La Triple Entente, compuesta por Francia, Reino Unido y el Imperio Ruso, triunfadores de la Primera Guerra Mundial, ordenaron que estos debían ser juzgados, aunque la historia fue otra. Las potencias se centraron en otros problemas y los “exterminadores” siguieron sin recibir ninguna consecuencia por sus actos, o al menos por un tiempo. En 1919, Shahan Natalie, un exiliado Otomano, promovió en un congreso de la Federación Revolucionaria Armenia una operación de castigo denominada como Némesis cuyo único fin era hacer justicia por sus propias manos. Fue así como las balas cargadas de venganza fueron acabando de a poco con la vida de los principales responsables políticos de aquel genocidio, entre ellos, el Gran Visir Said Halim, el ministro de Interior Talat Pachá, y el gobernador de Siria; Cemal Pachá en Tbilisi.
Después, Raphael Lemkin volvería a rememorar aquellos acontecimientos sangrientos gracias a Adolf Hitler. El 22 de agosto de 1939 el Führer ordenó la invasión de Polonia, acompañado de unas palabras: “¿Quién se acuerda del aniquilamiento (Vernichtung) de los armenios?”. Justo en ese momento Lemkin reafirmó que al mundo le hacía falta algo que el derecho internacional, casi inexistente, no había tenido en cuenta hasta ese momento. “Me di cuenta de que una ley contra este tipo de asesinatos raciales o religiosos debía ser adoptada por el mundo”.
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Lemkin contaba con estudios en filología y aunque tenía un doctorado en derecho, no fue sino después del horror que le causó lo de armenio que decidió ejercer su profesión como jurista, impulsado por un propósito claro: hacerle entender al mundo que los actos tendientes a aniquilar a un grupo nacional, racial, religioso o étnico, no era un asunto que le concernía solo a los países en donde tuvieran lugar estos acontecimientos, sino que era cuestión que nos incumbía a toda la humanidad. “Cuando una nación es destruida, no es la carga de un barco lo que es destruido, sino una parte sustancial de la humanidad, con una herencia espiritual que toda la humanidad comparte”.
La primera materialización de estas ideas se llevó a cabo en un informe que envió a la Conferencia de Unificación del Derecho Penal, celebrada en 1933, pero que nunca salió a la luz debido a que el ministerio polaco de asuntos exteriores le impidió a Lemkin el visado para viajar a Madrid, donde se desarrollaría el evento, por temor a poner en riesgo la relación de “amistad” que Varsovia trataba de construir con Hitler. Pero en 1944 todo cambió. Para ese año, el jurista publicó su libro “El poder del Eje en la Europa ocupada”, en donde denunció los crímenes cometidos por los nazis contra la población judía, pero en donde también creó y desarrolló el término de genocidio, definiéndolo como “La puesta en práctica de acciones coordinadas que tienden a la destrucción de los elementos decisivos de la vida de los grupos nacionales, con la finalidad de su aniquilamiento”.
Cuatro años después Lemkin logró que sus esfuerzos se hicieran realidad. El 9 de diciembre de 1948 la Asamblea General de la ONU adoptó la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, la cual entró en vigor el 12 de enero de 1951. En el texto se dejó claro que sin importar la época que estuviera atravesando la humanidad, de “paz” o de “guerra”, el genocidio debía ser considerado como un delito de derecho internacional que requería ser prevenido y sancionado.
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Toda lucha tiene un precio, pero a Lemkin no le importó pagarlo. Terminó en la ruina por defender aquello en lo que creía. Pero como diría él, siguiendo a Tolstói, a quien tanto admiraba, “creer en una idea exige vivirla”.