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Crítica de cine: seres de triste figura, animales en dos filmes

El editor de la revista Educación Estética, de la Universidad Nacional de Colombia, y profesor, hace una revisión del papel de los animales en el séptimo arte.

Pablo Castellanos / Especial para El Espectador
05 de diciembre de 2022 - 03:26 p. m.
Jumbo nació en 1861. Tras haber sido arrebatado a su madre en África, llegó a Londres en 1865, para integrar la muestra del zoológico de la ciudad. En él se inspiraría la película Dumbo, de Disney.
Jumbo nació en 1861. Tras haber sido arrebatado a su madre en África, llegó a Londres en 1865, para integrar la muestra del zoológico de la ciudad. En él se inspiraría la película Dumbo, de Disney.
Foto: Wiki Commons
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En el año 2015, el escritor Fernando Vallejo habló del origen del mal ejemplo, en la Cumbre Mundial de Arte y Cultura para la Paz de Colombia. En esa oportunidad, dijo: “El Hijo de Dios insultaba con nombres de animales [...]: ‘Id y decidle a ese zorro que yo predico y hago milagros’, le mandaba decir a Herodes; ‘serpientes, raza de víboras’, les decía a los fariseos, y dizque ‘no les deis las perlas a los cerdos’”, símiles estos que constituyeron una sentencia de muerte para muchas especies, perseguidas desde siempre y algunas llevadas casi a la extinción por creyentes y supersticiosos.

La concepción cristiana que desprecia la naturaleza y lo salvaje tiene su origen en el libro Génesis, cuando Dios maldice al campo después del pecado original, tramado por la serpiente del árbol del conocimiento. Ahora, esta cruel visión sobre la naturaleza encuentra una contraposición en los bellos versos de una canción amorosa indígena citados por el pensador renacentista Montaigne: “Párate, serpiente, párate, que quiero que mi hermana obtenga de tus colores la manera y trama de un rico cordón que quiero ofrecer a mi amada. ¡Así siempre sea tu belleza y disposición preferida a las de todas las otras serpientes!”. (Recomendamos: Lea otro ensayo de Pablo Castellanos sobre el papel de la mujer en el cine).

Respecto a la relación del ser humano con los animales, el arte nos ofrece muchas reflexiones. En esta oportunidad, evocamos la película Al azar de Baltasar de Robert Bresson (1966) y el documental Attenborough y el elefante gigante (2017), dirigido por Stephen Dunleavy.

Un burro protagoniza Al azar de Baltasar. En una entrevista concedida en 1975, Bresson dice que le gustó la rima del título, pues sugiere la vida itinerante de una humilde y sacra criatura, en alusión al rey mago y a un animal bíblico. El director explica además que en el burro Baltasar confluyen dos líneas argumentativas: en la primera, vemos las etapas de la vida, como es la infancia de tiernas caricias, la adultez gastada en el trabajo y la mística vejez que se acerca a la muerte; en la segunda, Baltasar queda a merced de sus distintos propietarios, cuyos vicios (crueldad, orgullo, avaricia, etc.) le provocan sufrimiento al animal. A lo largo de esta película –cuya tendencia a lo silente privilegia el lenguaje mudo del burro–, la cámara sigue a Baltasar y nos permite apreciar primeros planos de la manera como es explotado, así como su instinto para vislumbrar el peligro y huir de este, en un pueblo donde rufianes y prestamistas abrazan las oportunidades que deja a su paso la quiebra de pequeños granjeros por la tecnificación del campo.

A propósito del maltrato que padece Baltasar, en una ocasión se enferma, y el dueño de turno decide sacrificarlo. Sin embargo, un granjero pobre se ofrece a salvarle la vida, con la condición de que le cedan al animal. Ya en poder del burro, una noche, el granjero le jura a María, Jesucristo y todos los santos que no volverá a beber, pues la bebida ha sido la causante de su ruina. Pero al día siguiente rompe el juramento en la cantina. Luego, borracho y amargado, toma una silla del lugar y corre a descargarla en Baltasar, acusándolo de ser una criatura de mal agüero enviada por Satanás para tentarlo.

Uno de los rasgos más preciosos de la película es la amistad entre Baltasar y la joven Marie, quien de niña cuidó al burro. Hay una escena que permite entender la dimensión de dicha amistad. Marie está desesperada porque se ha enamorado de un rufián que la engaña con otra mujer y, además, porque sabe que Baltasar está en manos de un viejo prestamista que tiene que ver con la ruina de su propio padre. Entonces, ella decide visitar al viejo, para ver si puede conseguir algo de él. Después de unos minutos de charla, ambos acuerdan que ella se le va a entregar a cambio de dinero.

No obstante, cuando Marie tiene los billetes en la mano, le dice: “No es dinero lo que necesito, sino un amigo, uno que me diga cómo huir”. Huir de la miseria y el peligro. Continúa la muchacha: “Siempre quise un amigo para compartir mis placeres y mis dolores”. Acá, Marie no se refiere al prestamista, sino a Baltasar, que le es devuelto al día siguiente luego de pasar la noche con ese hombre. Ahora bien, esta escena parece haber sido calcada del Quijote (t. II, cap. 53), cuando Sancho se reencuentra con el rucio, luego de mucho tiempo. Esto le dice Sancho al animal: “Venid vos acá, compañero mío y amigo mío, y conllevador de mis trabajos y miserias: cuando yo me avenía con vos y no tenía otros pensamientos que los que me daban los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero después que os dejé y me subí sobre las torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos”. Podemos deducir que el amigo burro es quien puede salvar a Sancho y a Marie de su deformación como individuos.

El azar lleva a Baltasar a vivir por poco tiempo en un circo, donde hay algunos animales salvajes, entre ellos un elefante. Precisamente a un individuo de esta especie está dedicado el documental de Dunleavy, con la participación del naturalista David Attenborough, cuyo propósito es rastrear la vida del elefante Jumbo. Los archivos del Zoológico de Londres y del Museo Americano de Historia Natural de Nueva York, donde está el esqueleto del animal, son el sustento de la investigación.

Jumbo nació en 1861. Tras haber sido arrebatado a su madre en África, llegó a Londres en 1865, para integrar la muestra del zoológico de la ciudad. Una vez allí, le asignaron a Matthew Scott la tarea de cuidarlo. “Nunca había visto a una criatura tan desamparada –escribe Scott en su autobiografía‒. El pobre estaba lleno de parásitos que se habían introducido en su piel y que casi le habían comido los ojos”. Continúa: “Acabé siendo su médico, su enfermero [...]. Lo cuidé y lo cuidé día y noche, con todo el celo y el afecto de una madre, si es que es posible que un hombre pueda hacer tal cosa”. A la edad de 6 años, Jumbo comenzó a cargar a los niños y adultos que visitaban el zoológico.

Sin embargo, con el tiempo empezó a tener en las noches ataques violentos de ira, una furia que parecía aplacarse al día siguiente. Tras analizar su cráneo, Attenborough y un equipo científico encontraron que los ataques obedecían a fuertes dolores de muela, causados por una alimentación carente de los elementos que permiten el crecimiento sano de la dentadura de un elefante. Sin saber nada de esto, Scott descubrió que Jumbo se calmaba con los tragos de whisky que compartía con el animal.

En marzo de 1882, Jumbo fue vendido por £2.000 (unos $900.000.000 actuales) a P. T. Barnum, un famoso empresario circense de EE. UU., quien decidió contratar a Scott para seguir cuidando a su nueva adquisición. Barnum hizo todo un despliegue publicitario para el recibimiento de Jumbo, que arribó a Nueva York por el río Hudson, luego de dos duras semanas a través del Atlántico. Durante los próximos tres años, se vio al animal en las giras del circo, acompañado de veinte elefantes asiáticos. Desde 1884, según crónicas de la época, Jumbo empezó a verse decaído e incluso con una dificultad para tumbarse, posiblemente por los dolores que generaba la malformación de su pelvis, según hallazgos del equipo científico. Desinteresado en la situación del animal, Barnum organizó un desfile de sus elefantes por el entonces recién fundado puente de Brooklyn, un evento cuyo propósito era demostrar la seguridad de la estructura. Al año siguiente, el circo llegó a Canadá.

Luego de una función en Ontario, los elefantes estaban siendo recogidos, cuando un tren atropelló a Jumbo, que se había quedado rezagado. Este golpe le produjo la muerte. Attenborough concluye lo siguiente sobre Jumbo: “proporcionó un enorme placer a un gran número de personas, además de una impresión vívida e inolvidable de la magnificencia del mundo natural, que se hallaba lejos de las ciudades”; no obstante, el naturalista deja claro que la vida que llevó este animal no fue la adecuada, pues mantener a los elefantes encerrados y lejos de su hogar va contra todo su proceso evolutivo.

Las tristes figuras de Baltasar y Jumbo permiten trazar una línea histórica del maltrato a los animales, pues el primero nos remite a la tradición judeocristiana y sus signos de crueldad, mientras el segundo nos sitúa en el tren del progreso, capaz de llevarse por delante la naturaleza. El trabajo de Bresson y Attenborough coincide con el de otros artistas, biólogos, ambientalistas, intelectuales, líderes sociales y periodistas, quienes han expuesto la necesidad de corregir nuestras formas de dominio a los animales, corregirlas a la luz del reconocimiento de sus derechos. Estos deberían adquirir validez universal si aceptamos que la vida de los animales tiene características que también son propias de los seres humanos, como la voluntad de vivir, la libertad, el cuidado, la amistad; además, es innegable que los animales sufren (los zorros, los cerdos, los perros, las vacas), por ende, también son nuestro prójimo, como bien lo dijo Vallejo en su conferencia de la Cumbre Mundial.

Por Pablo Castellanos / Especial para El Espectador

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