Crónica de un matrimonio: las bodas de oro de Óscar y Gloria
El cronista antioqueño Óscar Domínguez relata en este texto cómo ha sido la vida junto a Gloria Luz Duque, su esposa. Habla de los amigos, las adversidades y los hijos que surgieron en el camino.
Óscar Domínguez Giraldo - Especial para El Espectador
Como en la balada de Leo Dan, nos conocimos un domingo, pero no hablamos de pasión. Lo mío con Gloria fue amor a segunda vista. Los dos imberbes ilusos que la abordamos a ella y a su amiga Vicky esa tarde de domingo en la avenida Junín, en pleno centro de Medellín, quedamos flechados por la misma catorceañera que se decidió por mi amigo Víctor; años después fue uno de nuestros padrinos de matrimonio. Yo me encarreté con Vicky.
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A la sardina, bella, elegante, independiente, imposible, leal, camelladora, rebelde, que soñaba con ser pintora y bailarina de ballet, escasa de carnes pero fuerte de caderas, no le tramó ni poquito el cuasijipi que era yo.
En su casa, la rigidez corrió por cuenta de su taita, José de la Cruz Eleázar Duque Salazar, marinillo, íntegro, trabajador, godito, católico de amarrar en el dedo gordo que solo deseaba que su hija estudiara. Consideraba una pendejada pensar en amoríos o en minucias artísticas. La ternura corrió por cuenta de mi suegra, Fabiola Ochoa, de Aguadas, Caldas, a quien no conocí. Madrugó a convertirse en eternidad. También hicieron aportes en la formación de Gloria Luz las señoritas Inés y Lola, directoras de los colegios Santa Inés y Gimnasio Caycedo, de Medellín. Ambas, feministas avanzadas para la época, les brindaban a sus pupilas herramientas educativas suficientes para defenderse de la dictadura del macho alfa. Prefirieron la docencia a las emboscadas del amor.
En las afueras del Club de Unión, el Vaticano de la oligarquía paisa, donde las abordamos, les coronamos sus teléfonos. Todas elegantes, iban al cine doble dominical al teatro María Victoria. Ese ritual semanal incluía helado en el Salón Astor, en Versalles o en Sayonara del Parque de Bolívar, al lado del afrancesado Lido. Nosotros íbamos a una empanada bailable en algún empinado barrio de Medellín. Las empanadas eran las fiestas sanas de los jóvenes de los años sesenta. Se realizaban generalmente sábados o domingos por la tarde en clubes, o en casas donde eran vigiladas por las suegras, eternas madres sin poesía. Era el truco patentado por ellas para evitar que las parejas impetuosas se arrimaran demasiado cuando en la radiola sonaban boleros de Los Panchos, Los Tres Reyes, Los Romanceros. Los paseos se hacían con presencia de adultas responsables. O no había paseo. Si los novios coronaban permiso para ir al cine, en muchos casos lo hacían con chaperón o candelero, generalmente el hermanito menor de la agraciada. A la avenida Junín se iba a ver y a dejarse ver. Era una pasarela permanente. La célebre avenida juntó y casó más parejas que todos los curas y notarios de Medellín juntos.
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Cambio de tercio
Años después, Gloria y yo volvimos a coincidir en Bogotá por caprichos del casamentero azar. A la temprana muerte de doña Fabiola, a las suegras las llamábamos así, con el “doña” adelante, fue enviada a terminar bachillerato a la gélida y lluviosa metrópoli de los cachacos. Se alojó en casa de sus medio hermanos.
Eterno desertor, esta vez de la Universidad de Antioquia, decidí viajar a Bogotá porque en Medellín no le encontraba la comba al palo. A ese despiste se le tenía el alias de “angustia existencial”. No sabía qué hacer con mi vida, y la vida tampoco sabía qué hacer conmigo. Nunca me sentí más vivo. Abandoné mis estudios de periodismo con un insólito diploma: un tres raspado en literatura que me puso mi profesor, el poeta Elkin Restrepo. Me instalé en casa de mi amigo Álvaro Vasco, mi alma gemela y mecenas, quien me invitó a probar suerte en Bogotá.
Comía en su restaurante Frutalia de la calle 22 con carrera 8ª, punto de encuentro de la diáspora paisa en Bogotá. Además, me consiguió puesto de patinador en la radio Todelar con un salario de 900 pesos mensuales. Me convertí en tegua del periodismo. La paga alcanzaba para rumbas en lugares no santos del centro como el Titanic, Puerto Rico, Aventino, Inglés, Paladium. Álvaro y su esposa Martica Fonseca, bogotana, fueron los otros dos padrinos de matrimonio en cuarteto, junto con Víctor Escobar y su señora Rocío (q.e.p.d.), hija del ‘Loco’ Mejía, de Pereira.
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Álvaro murió durante una operación de trasplante de corazón el 27 diciembre de 1999. “Salvo su corazón todo estaba bien”. Lo enterramos el día de los Santos Inocentes en la Iglesia Santa María de Los Ángeles, en El Poblado, cerca de su apartamento. Se llenó hasta debajo del altar mayor. Asistieron sus viudas Marthica y Carla. Mi camarada dejó huella en el mundo de la gastronomía de Bogotá y Medellín. De jóvenes, frecuentábamos las mismas amigas y los mismos bares. Nuestra amistad estaba tallada en piedra desde el principio. “Cuando un amigo se va”, tarareamos unos. Camino del cementerio cantábamos este mantra de despedida: “¿Te acordás, hermano, qué tiempos aquellos…?”.
Cupido hace lo suyo
A Gloria la contacté en Bogotá con el pretexto de que me presentara amigas y me sugiriera emisoras para combatir la soledad y escuchar baladas de Leonardo Favio, Sandro, Leo Dan, Camilo Sesto, Serrat, Aznavour, Cortez y similares. The Beatles y The Rolling Stones se disputaban el mercado juvenil del rock. No me gustaron las amigas que me presentó. Cupido se portó a la altura. Nos encarretamos.
El noviazgo duró 5 años. Como no se oía rumor cercano de la marcha nupcial, la novia me echó. Regresó a su casa en el barrio Miraflores, en Medellín , donde retomó su vida laboral que ha sido intensa a pesar de su precaria salud de siempre que incluye un cáncer del que fue operada y que mantiene a raya a punta de quimioterapia y verraquera. Gracias a su capacidad de trabajo como directora de relaciones industriales y creadora de empresas, nunca han faltado el pan y el vino en nuestra mesa. (También fui operado de cáncer. Me fue mejor: dos idas al quirófano en la Reina Sofía y en la Marly, de Bogotá, y adiós enemigo íntimo).
El novio retrechero se puso las pilas. Voló a Medellín. Todo se dispuso en su casa para que le pidiera la mano al octogenario don Eleázar, siempre avaro para la sonrisa. Me dejaron a solas con el suegro. Cuando las hijas asumieron que había redondeado la petición de mano, llamaron a manteles. “Ese señor se va a burlar de nosotros”, les dijo don Eléazar a sus hijas cuando les explicó que el tipo - o sea yo - no había pedido un carajo.
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Nada de burlarse. El novio regresó a Bogotá desde donde le mandó los pasajes a su prometida. Se fijó la fecha del enlace para el martes 24 de julio de 1973 en la capilla privada de la Iglesia de Suba de los agustinos recoletos, con quienes había estudiado para cura cerca de Manizales en los años cincuenta. Nos casaría fray Carvajal, mi profesor de literatura. ¡Siempre la literatura!
Incendio en la torre
Pero se atravesó el incendio del edificio Avianca el lunes 23 y el novio, reportero de Todelar, con la complicidad de su entera naranja, decidió que mientras no se apagara el incendio, se aplazaba la lectura de la epístola de Pablo de Tarso. Desde el principio ella entendió la forma en como su novio vivía el periodismo. En mis frecuentes ausencias posteriores saldrían ganando los críos que tenían en Gloria: mamá y papá.
Mientras el edificio Avianca ardía, hablé con Carvajal y el casorio se aplazó para el jueves 26. En la sacristía invitó a vinillo de consagrar. El almuerzo fue en Las Acacias de Chapinero. Invitaron los padrinos. De Todelar, el director Alberto ‘el Loco’ Giraldo, mi primer empleador, me dio “cuatro días de indemnización” por el matrimonio al que llegamos en un prosaico taxi. Eso sí, estrenando de pies a cabeza. Por esos días me escapé de cubrir las actividades del presidente Misael Pastrana quien mangoneaba en la parroquia colombiana. No hubo fiesta de matrimonio ni luna de miel. El enamorado dictador impuso su arbitraria ley. El doble festejo lo hicimos cincuenta años después, en las bodas de oro. Por supuesto, le enviamos copia de la partida de matrimonio al escéptico don Eleázar quien finalmente descansó. Luego nos visitaría en nuestro mínimo apartamento para despejar dudas.
El azar madruga
El azar madrugó a trabajar a favor nuestro. Sin saber que éramos vecinos, en la juventud pasábamos vacaciones en fincas separadas por la quebrada La Cimarrona: ella estaba del lado del Carmen de Viboral, nosotros por los lados de Tres Esquinas, en Rionegro, al oriente de Medellín ciudad a la que regresamos hace 14 años. Aquí nos gozamos nuestro atardecer, después de vivir más de cuatro décadas en Bogotá.
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También estudiamos el bachillerato con una calle de por medio: ella en el Colegio Santa Inés, y este pecho en el Colombiano de Educación de don Nicolás Gaviria, en el barrio Buenos Aires. Descubrimos la doble coincidencia cuando empezamos a mirarnos a los ojos y a bailar boleros; que no falte la música de Lucho Bermúdez, Pacho Galán, La Sonora Matancera, el Anacobero Daniel Santos, Los Corraleros, la caraqueña Billos… Eran la banda musical de nuestra generación. Argentina aportó una extensa cuota de tangos.
Las llamadas telefónicas derivadas del encuentro en la avenida Junín se convirtieron en dos hijos: Andrea, periodista de La Sabana, y Juan Fernando, neuroantropólogo de los Andes, y en cuatro nietos: los mellizos Mateo y Patrick, de 13 años, nacidos en Melbourne, Australia; Sofía, carioca, de 11, e Ilona, bogotana, de 9, residentes en Miami. Josephine Wright, antropóloga, madre canguro, y Joshua Goodman, made in USA, también periodista, hicieron una bella faena al ponernos a conjugar el verbo ennietecer. De nuestra parte, nos lucimos amasando las parejas que enriquecen sus días y sus noches.
Un mundo mejor
Los buenos hijos hacen sentir a sus padres que siguen siendo jóvenes. Nosotros somos dos veces jóvenes y felices por cuenta de nuestros críos, que nos cuelan el aire y mejoran el entorno en el que viven. Felicitaciones, mundo: eres dos veces mejor gracias a la ‘Cotela’ y al ‘Samurái’.
En la balada de Leo Dan, la primera canción del CD que grabamos como recuerdo de nuestras bodas de oro, el enamorado le pide a Dios que no lo separe nunca de Celia, su amor. También Dios estuvo de nuestro lado y seguimos juntos.
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La mujer de todas mis vidas, además de sus encantos físicos que me alborotaron la libido, ha hecho de su vida una obra de arte, como lo sugiere Séneca en una de sus cartas. En Gloria, la ética y la estética han ido de la mano. Con el sol a la espalda, ha podido retomar la pintura y el dibujo en la facultad de arte de la Universidad de Medellín. Yo sigo escribiendo semanalmente columnas para El Colombiano y El Tiempo. Nunca me ha costado tanto escribirlas y nunca las he disfrutado tanto. Ennietecemos tomados de la mano. Y monitoreándonos arrugas y pategallinas que consideramos condecoraciones ganadas en combate. El seguro excequial siempre está al día. En la próxima encarnación espero toparme de nuevo con sus carnes, sus huesos, su amor, su sensibilidad, su capacidad de entrega, de servicio y sacrificio. Seguiremos persiguiendo el sol en Medellín hasta que san Juan agache el dedo.
Como en la balada de Leo Dan, nos conocimos un domingo, pero no hablamos de pasión. Lo mío con Gloria fue amor a segunda vista. Los dos imberbes ilusos que la abordamos a ella y a su amiga Vicky esa tarde de domingo en la avenida Junín, en pleno centro de Medellín, quedamos flechados por la misma catorceañera que se decidió por mi amigo Víctor; años después fue uno de nuestros padrinos de matrimonio. Yo me encarreté con Vicky.
Le recomendamos: “Poor things”: el bien o el mal en los límites sociales
A la sardina, bella, elegante, independiente, imposible, leal, camelladora, rebelde, que soñaba con ser pintora y bailarina de ballet, escasa de carnes pero fuerte de caderas, no le tramó ni poquito el cuasijipi que era yo.
En su casa, la rigidez corrió por cuenta de su taita, José de la Cruz Eleázar Duque Salazar, marinillo, íntegro, trabajador, godito, católico de amarrar en el dedo gordo que solo deseaba que su hija estudiara. Consideraba una pendejada pensar en amoríos o en minucias artísticas. La ternura corrió por cuenta de mi suegra, Fabiola Ochoa, de Aguadas, Caldas, a quien no conocí. Madrugó a convertirse en eternidad. También hicieron aportes en la formación de Gloria Luz las señoritas Inés y Lola, directoras de los colegios Santa Inés y Gimnasio Caycedo, de Medellín. Ambas, feministas avanzadas para la época, les brindaban a sus pupilas herramientas educativas suficientes para defenderse de la dictadura del macho alfa. Prefirieron la docencia a las emboscadas del amor.
En las afueras del Club de Unión, el Vaticano de la oligarquía paisa, donde las abordamos, les coronamos sus teléfonos. Todas elegantes, iban al cine doble dominical al teatro María Victoria. Ese ritual semanal incluía helado en el Salón Astor, en Versalles o en Sayonara del Parque de Bolívar, al lado del afrancesado Lido. Nosotros íbamos a una empanada bailable en algún empinado barrio de Medellín. Las empanadas eran las fiestas sanas de los jóvenes de los años sesenta. Se realizaban generalmente sábados o domingos por la tarde en clubes, o en casas donde eran vigiladas por las suegras, eternas madres sin poesía. Era el truco patentado por ellas para evitar que las parejas impetuosas se arrimaran demasiado cuando en la radiola sonaban boleros de Los Panchos, Los Tres Reyes, Los Romanceros. Los paseos se hacían con presencia de adultas responsables. O no había paseo. Si los novios coronaban permiso para ir al cine, en muchos casos lo hacían con chaperón o candelero, generalmente el hermanito menor de la agraciada. A la avenida Junín se iba a ver y a dejarse ver. Era una pasarela permanente. La célebre avenida juntó y casó más parejas que todos los curas y notarios de Medellín juntos.
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Cambio de tercio
Años después, Gloria y yo volvimos a coincidir en Bogotá por caprichos del casamentero azar. A la temprana muerte de doña Fabiola, a las suegras las llamábamos así, con el “doña” adelante, fue enviada a terminar bachillerato a la gélida y lluviosa metrópoli de los cachacos. Se alojó en casa de sus medio hermanos.
Eterno desertor, esta vez de la Universidad de Antioquia, decidí viajar a Bogotá porque en Medellín no le encontraba la comba al palo. A ese despiste se le tenía el alias de “angustia existencial”. No sabía qué hacer con mi vida, y la vida tampoco sabía qué hacer conmigo. Nunca me sentí más vivo. Abandoné mis estudios de periodismo con un insólito diploma: un tres raspado en literatura que me puso mi profesor, el poeta Elkin Restrepo. Me instalé en casa de mi amigo Álvaro Vasco, mi alma gemela y mecenas, quien me invitó a probar suerte en Bogotá.
Comía en su restaurante Frutalia de la calle 22 con carrera 8ª, punto de encuentro de la diáspora paisa en Bogotá. Además, me consiguió puesto de patinador en la radio Todelar con un salario de 900 pesos mensuales. Me convertí en tegua del periodismo. La paga alcanzaba para rumbas en lugares no santos del centro como el Titanic, Puerto Rico, Aventino, Inglés, Paladium. Álvaro y su esposa Martica Fonseca, bogotana, fueron los otros dos padrinos de matrimonio en cuarteto, junto con Víctor Escobar y su señora Rocío (q.e.p.d.), hija del ‘Loco’ Mejía, de Pereira.
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Álvaro murió durante una operación de trasplante de corazón el 27 diciembre de 1999. “Salvo su corazón todo estaba bien”. Lo enterramos el día de los Santos Inocentes en la Iglesia Santa María de Los Ángeles, en El Poblado, cerca de su apartamento. Se llenó hasta debajo del altar mayor. Asistieron sus viudas Marthica y Carla. Mi camarada dejó huella en el mundo de la gastronomía de Bogotá y Medellín. De jóvenes, frecuentábamos las mismas amigas y los mismos bares. Nuestra amistad estaba tallada en piedra desde el principio. “Cuando un amigo se va”, tarareamos unos. Camino del cementerio cantábamos este mantra de despedida: “¿Te acordás, hermano, qué tiempos aquellos…?”.
Cupido hace lo suyo
A Gloria la contacté en Bogotá con el pretexto de que me presentara amigas y me sugiriera emisoras para combatir la soledad y escuchar baladas de Leonardo Favio, Sandro, Leo Dan, Camilo Sesto, Serrat, Aznavour, Cortez y similares. The Beatles y The Rolling Stones se disputaban el mercado juvenil del rock. No me gustaron las amigas que me presentó. Cupido se portó a la altura. Nos encarretamos.
El noviazgo duró 5 años. Como no se oía rumor cercano de la marcha nupcial, la novia me echó. Regresó a su casa en el barrio Miraflores, en Medellín , donde retomó su vida laboral que ha sido intensa a pesar de su precaria salud de siempre que incluye un cáncer del que fue operada y que mantiene a raya a punta de quimioterapia y verraquera. Gracias a su capacidad de trabajo como directora de relaciones industriales y creadora de empresas, nunca han faltado el pan y el vino en nuestra mesa. (También fui operado de cáncer. Me fue mejor: dos idas al quirófano en la Reina Sofía y en la Marly, de Bogotá, y adiós enemigo íntimo).
El novio retrechero se puso las pilas. Voló a Medellín. Todo se dispuso en su casa para que le pidiera la mano al octogenario don Eleázar, siempre avaro para la sonrisa. Me dejaron a solas con el suegro. Cuando las hijas asumieron que había redondeado la petición de mano, llamaron a manteles. “Ese señor se va a burlar de nosotros”, les dijo don Eléazar a sus hijas cuando les explicó que el tipo - o sea yo - no había pedido un carajo.
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Nada de burlarse. El novio regresó a Bogotá desde donde le mandó los pasajes a su prometida. Se fijó la fecha del enlace para el martes 24 de julio de 1973 en la capilla privada de la Iglesia de Suba de los agustinos recoletos, con quienes había estudiado para cura cerca de Manizales en los años cincuenta. Nos casaría fray Carvajal, mi profesor de literatura. ¡Siempre la literatura!
Incendio en la torre
Pero se atravesó el incendio del edificio Avianca el lunes 23 y el novio, reportero de Todelar, con la complicidad de su entera naranja, decidió que mientras no se apagara el incendio, se aplazaba la lectura de la epístola de Pablo de Tarso. Desde el principio ella entendió la forma en como su novio vivía el periodismo. En mis frecuentes ausencias posteriores saldrían ganando los críos que tenían en Gloria: mamá y papá.
Mientras el edificio Avianca ardía, hablé con Carvajal y el casorio se aplazó para el jueves 26. En la sacristía invitó a vinillo de consagrar. El almuerzo fue en Las Acacias de Chapinero. Invitaron los padrinos. De Todelar, el director Alberto ‘el Loco’ Giraldo, mi primer empleador, me dio “cuatro días de indemnización” por el matrimonio al que llegamos en un prosaico taxi. Eso sí, estrenando de pies a cabeza. Por esos días me escapé de cubrir las actividades del presidente Misael Pastrana quien mangoneaba en la parroquia colombiana. No hubo fiesta de matrimonio ni luna de miel. El enamorado dictador impuso su arbitraria ley. El doble festejo lo hicimos cincuenta años después, en las bodas de oro. Por supuesto, le enviamos copia de la partida de matrimonio al escéptico don Eleázar quien finalmente descansó. Luego nos visitaría en nuestro mínimo apartamento para despejar dudas.
El azar madruga
El azar madrugó a trabajar a favor nuestro. Sin saber que éramos vecinos, en la juventud pasábamos vacaciones en fincas separadas por la quebrada La Cimarrona: ella estaba del lado del Carmen de Viboral, nosotros por los lados de Tres Esquinas, en Rionegro, al oriente de Medellín ciudad a la que regresamos hace 14 años. Aquí nos gozamos nuestro atardecer, después de vivir más de cuatro décadas en Bogotá.
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También estudiamos el bachillerato con una calle de por medio: ella en el Colegio Santa Inés, y este pecho en el Colombiano de Educación de don Nicolás Gaviria, en el barrio Buenos Aires. Descubrimos la doble coincidencia cuando empezamos a mirarnos a los ojos y a bailar boleros; que no falte la música de Lucho Bermúdez, Pacho Galán, La Sonora Matancera, el Anacobero Daniel Santos, Los Corraleros, la caraqueña Billos… Eran la banda musical de nuestra generación. Argentina aportó una extensa cuota de tangos.
Las llamadas telefónicas derivadas del encuentro en la avenida Junín se convirtieron en dos hijos: Andrea, periodista de La Sabana, y Juan Fernando, neuroantropólogo de los Andes, y en cuatro nietos: los mellizos Mateo y Patrick, de 13 años, nacidos en Melbourne, Australia; Sofía, carioca, de 11, e Ilona, bogotana, de 9, residentes en Miami. Josephine Wright, antropóloga, madre canguro, y Joshua Goodman, made in USA, también periodista, hicieron una bella faena al ponernos a conjugar el verbo ennietecer. De nuestra parte, nos lucimos amasando las parejas que enriquecen sus días y sus noches.
Un mundo mejor
Los buenos hijos hacen sentir a sus padres que siguen siendo jóvenes. Nosotros somos dos veces jóvenes y felices por cuenta de nuestros críos, que nos cuelan el aire y mejoran el entorno en el que viven. Felicitaciones, mundo: eres dos veces mejor gracias a la ‘Cotela’ y al ‘Samurái’.
En la balada de Leo Dan, la primera canción del CD que grabamos como recuerdo de nuestras bodas de oro, el enamorado le pide a Dios que no lo separe nunca de Celia, su amor. También Dios estuvo de nuestro lado y seguimos juntos.
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La mujer de todas mis vidas, además de sus encantos físicos que me alborotaron la libido, ha hecho de su vida una obra de arte, como lo sugiere Séneca en una de sus cartas. En Gloria, la ética y la estética han ido de la mano. Con el sol a la espalda, ha podido retomar la pintura y el dibujo en la facultad de arte de la Universidad de Medellín. Yo sigo escribiendo semanalmente columnas para El Colombiano y El Tiempo. Nunca me ha costado tanto escribirlas y nunca las he disfrutado tanto. Ennietecemos tomados de la mano. Y monitoreándonos arrugas y pategallinas que consideramos condecoraciones ganadas en combate. El seguro excequial siempre está al día. En la próxima encarnación espero toparme de nuevo con sus carnes, sus huesos, su amor, su sensibilidad, su capacidad de entrega, de servicio y sacrificio. Seguiremos persiguiendo el sol en Medellín hasta que san Juan agache el dedo.