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“Crónica de una muerte anunciada” o la fatalidad en la obra de García Márquez

Ensayo sobre la emblemática novela de amor del Nobel de Literatura colombiano, que ayer cumplió ocho años de fallecido.

Juan Sebastián Fajardo Devia * / Especial para El Espectador
18 de abril de 2022 - 12:56 p. m.
El novelista y cuentista Gabriel García Márquez murió el 17 de abril de 2014 en ciudad de México. Esta es una de las últimas fotos que le tomaron frente a la puerta de su casa.
El novelista y cuentista Gabriel García Márquez murió el 17 de abril de 2014 en ciudad de México. Esta es una de las últimas fotos que le tomaron frente a la puerta de su casa.
Foto: (EPA) EFE - Mario Guzman
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La fatalidad nos hace invisibles.

La novela, Crónica de una muerte anunciada, escrita por el premio Nóbel de literatura colombiano Gabriel García Márquez demuestra una capacidad narrativa y sintética bastante notable. Al contrario de otras obras como El otoño del patriarca y Cien años de soledad, este texto se presenta exacto en la escogencia de las palabras, con la economía del lenguaje propia de una crónica: en efecto, la historia despliega un cruce entre el periodismo y la ficción literaria. Como el autor se preocupó en aclarar, por medio de entrevistas y escritos, los hechos fundamentales de un crimen real permanecen inalterados en la historia, si bien se añaden elementos propios del realismo mágico como detalles exóticos, incursiones sobrenaturales, premoniciones, superstición y espiritismo, que examinaremos a su tiempo. Sin embargo, muchos de estos elementos, en particular, la premonición y el presagio se entroncan en una tradición escritural más amplia que abreva en las creaciones de la antigua Grecia, en particular en la obra del poeta trágico Sófocles. La obra fue publicada en el año de 1981 y despertó el interés de periodistas que se aventuraron a buscar, a través de entrevistas, en el lugar del crimen, semejanzas, pero antes, diferencias entre el libro de García Márquez y la realidad de los hechos ocurridos en la región costera de Colombia. (Recomendamos: Un viaje al mito de las bananeras, crónica de Nelson Fredy Padilla).

La cercanía entre el texto y los sucesos fue tal, que el hombre de a pie que inspiró la fabulación de Bayardo San Román, la única víctima de la tragedia, personaje insigne de la narración garciamarquiana, interpuso una demanda por plagio contra el demiurgo del universo macondiano. El señor Miguel Reyes Palencia, vendedor de seguros retirado, llevó adelante una acción legal en contra de García Márquez y su hermano, aduciendo un daño a su honra y buen nombre que “llevó a que su clientela en la venta de seguros le llamaran por su nombre de ficción y no por el real, lo que constituía una “falta de respeto” (El país, 2011). Así, Palencia buscó, sin éxito, adueñarse de la mitad de los derechos de autor de la novela. El escritor colombiano aclaró: “salvo el simple mecanismo del drama, todo el contexto es totalmente falso, inventado por mí. La identidad de los personajes es falsa” (El país, 2011). (Más: Otro ensayo de Juan Sebastián Fajardo, este sobre Ricardo Piglia).

Sin embargo, es cierto que el hecho que inspiró la aparición de la novela ocurrió 27 años antes de la publicación del texto. De hecho, la revista Magazín al día encargó la investigación de la muerte del joven estudiante de medicina de la universidad Javeriana, Cayentano Gentile Chimento, destazado a machetazos en un confuso “lance de honor y sin saber a ciencia cierta por qué moría” (Rama, 1983) en un pueblecito de la costa colombiana. La crónica de los periodistas Julio Roca y Camilo Calderón es el espejo de realidad de la Crónica de una muerte anunciada: exacta, rigurosa, llevó el título de García Márquez lo vió morir y resalta con su existencia la capacidad imaginativa del más reconocido de los escritores colombianos. El ambiente fantástico que encadena los mundos oníricos con los de la videncia, el espiritismo, la fatalidad y el lenguaje de la síntesis americana en el intercambio de los pueblos que la componen colorea una historia que, sin estos ajustes, ¿acaso de procedimiento? no pasaría de ser un exotismo.

Así pues, la Crónica de una muerte anunciada detalla la muerte del joven Santiago Nasar, de ascendencia árabe: el más anunciado de los asesinatos. “El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo” (García Márquez, p.49), son las líneas que abren el relato y que enorgullecen a su autor por demostrar un magnetismo inquietante. Aquí encontramos el pesado vaho de la fatalidad, de las moiras griegas que ahogan el libre albedrío en las letras, talladas en piedra, del destino. No hay culpables: todo es como debe ser. La evocación de las diosas de la mitología, de quien cuenta Hesíodo que «Zeus respetó con los mayores honores» porque ni los olímpicos escapaban de sus designios no es casual: la fatalidad en la crónica del destripamiento de Nasar se basa en el modelo sofocleano de la tragedia. Nasar bien puede compararse con Edipo porque todo el pueblo supo del plan en su contra salvo él mismo.

Edipo, gran héroe investigador de su destino a la vez que paradigma del neurótico, incapaz de escapar de su burbuja de distorsiones, es uno de los personajes más amados por García Márquez. Recuerdo haber leído en alguna de sus crónicas que su libro de cabecera era, efectivamente, Edipo Rey. No solo hay un Edipo Nasar en la crónica de Gabo, sino que aparecen personajes oraculares del talante del viejo Tiresias. La mujer que pide leche por caridad, advirtiendo desde muy temprano a la madre del amenazado, sobre el plan que se fraguaba en su contra es un claro ejemplo. También puede serlo doña Plácida Linero, que a pesar de sus años de encierro se enteraba, antes que nadie, de todo lo que ocurría en el pueblo. Si bien, aquella mujer enigmática “parecía tener hilos de comunicación secreta con otra gente del pueblo, sobre todo con los de su edad” no pudo hacer nada en contra del homicidio, predestinado, conducido por fuerzas insondables que tomaba forma desde las tres de la madrugada para cobrar la vida de su hijo como un sacrificio al honor perdido de Ángela Vicario. Victoria Guzmán, empleada de la casa del Edipo caribeño, cuya “panocha” era apetecida por los dedos de aquel, desentrañó conejos el mismo día de la muerte de Santiago, sin imaginar, hasta un par de décadas después que aquello era un oscuro presagio de la forma en que el cuerpo de Nasar iba a sufrir el destino ¿merecido? Que sobre él descargaban las moiras: la fatalidad que nos hace invisibles.

La muerte del joven Nasar, destazado como un cerdo, con cuchillos de carnicero, parece un sacrificio. Un sacrificio al honor mancillado de la familia Vicario cuyos gemelos, Pedro y Pablo, con la secreta complicidad del destino y todas las circunstancias perpetuaron el crimen sin dudar un instante. Pagaron 3 años de cárcel por el acto y luego se convirtieron en artesano y militar, respectivamente. El primero, destacó por su habilidad y el segundo desapareció en tierra de guerrillas. ¿De qué honor maltratado hablamos, entonces? La historia comienza con la llegada de un señor de nombre Bayardo San Román, a quien nuestro vendedor de seguros, Reyes Palencia, quiso disputarle la historia. San Román es un personaje misterioso. Doña Magdalena Olivier comenta que “parecía marica” y se lamenta porque “estaba como para embadurnarlo en mantequilla y comérselo vivo” (García M., p. 70). Así lo describe al narrador que escudriña el mundo de sucesos para reconstruir la memoria colectiva.

San Román es joven, de unos treinta años bien escondidos y parece que “andaba de pueblo en pueblo buscando con quien casarse” (García M, p. 71). Con los ojos dorados, demostró ser un excelente nadador y parecía también bañado en oro, aunque a doña Luisa Santiaga, madrina de Nasar, se le pareció al diablo. Caprichoso y seductor, Bayardo, ingeniero de profesión e hijo de Petronio San Román, héroe de las guerras civiles y portento de orgullo del régimen conservador por haber puesto en fuga al coronel Aureliano Buendía en el desastre de Tucurinca (p.78) se interesa de golpe en la joven Ángela Vicario y moviliza toda su energía para conquistarla comprando todas las boletas de una rifa que aquella organizó y entregándole el premio como regalo. Pronto hizo buena impresión en los gemelos carniceros y fue bienvenido en la casa de los Vicario. A pesar de la astucia de San Román en las artes de las relaciones públicas, aún quedaba una parcela de confianza que conquistar para ganar a Ángela en matrimonio, de tal suerte que, en una de esas irrupciones potentes y pintorescas del ingenio garciamarquiano, San Román invita a su familia a conocer a la de la que aspira sea su prometida y, en un parpadeo, organiza una boda de mayor alcurnia con sus hermanas, vestidas de terciopelo con grandes alas de mariposa y su padre, hundido entre medallas de guerra.

“Bayardo San Román reventó cohetes, tomó aguardiente de las botellas que le tendía la muchedumbre, y se bajó del coche con Ángela Vicario para meterse en la rueda de la cumbiamba. Por último, ordenó que siguiéramos bailando por cuenta suya hasta donde nos alcanzara la vida” (García M, p.90)

Así, el narrador recaba información para “rescatar a pedazos los hechos de la memoria ajena” (García M, p. 83) porque sus recuerdos pueden ser borrosos y confiesa haber pedido matrimonio a Mercedes Barcha en el candor de la fiesta: en efecto, se casa con ella catorce años después. Entre los testimonios de los personajes del pueblo, que cada vez aparecen con más fuerza, y han sido comparados con un “coro” a la manera de la tragedia griega por el maestro Ángel Rama se recuerda que San Román volvió cinco horas después de su casa con Ángela Vicaria cubierta en un vestido raído y cubierta en una toalla a entregarla a su madre porque acababa de constatar que no era virgen. Ya no sería posible exhibir la sábana con la mancha sangrienta del honor en el tendedero al día siguiente, de tal forma que el vínculo quedaba deshonrado.

Se nos presenta inevitablemente el asunto del sujeto femenino y del cuerpo como propiedad en el matrimonio. La cuestión del honor es la hybris de los hermanos Vicario que, luego de la golpiza que propina su madre a su hermana, se enteran de que el culpable del agravio ha sido, por confesión de Ángela, Santiago Nasar. “Homicidio en legítima defensa del honor” fue la tesis del abogado que defendió a los criminales y que fue aceptada por el jurado de conciencia. Aquellos declararon que lo harían de nuevo mil veces. Con ese ímpetu, luego de compartir en la casa de misericordia de María Alejandrina Cervantes -amante del narrador- con Santiago hasta las dos de la mañana, sin dormir, apenas anegando el cuerpo con aguardiente de caña, caminan por todo el pueblo declarando su intención de asesinar a Nasar. Se lo cuentan al vendedor que les facilita los cuchillos para destripar cerdos, se entera María Alejandrina Cervantes, el coronel Lázaro Aponte es advertido, pero nadie los toma en serio o todos olvidan advertir al joven. Una serie de coincidencias hace notar la fuerza de la predestinación y las corrientes del tiempo trabajan juntas para llevar a Santiago Nasar a la muerte. Como leopardos acechando su presa, los gemelos Vicario lo esperan afuera de su casa para trepanarlo con sus cuchillos recién afilados.

Su madre cierra sin saber la puerta cuando ve correr a los asesinos, cuchillo en mano, pensando que su hijo dormitaba en el segundo piso y los gemelos, con cierta dificultad, le dejan colgar las entrañas a cuchillazos. Santiago camina cuidándose de no ensuciar sus vísceras azules, apesta a mierda, según recuerdan los testigos, entra en su casa y se desploma de bruces en la cocina. Su madre lo cuida de perros voraces que quieren devorar su carne muerta y una autopsia improvisada, en ausencia del médico del pueblo, por un sacerdote gallego demuestra que los caribeños tienen el hígado más grande que los habitantes de Galicia y que Nasar tenía más cerebro que los hombres ingleses. Su cara, que conservó la expresión que hacía cuando cantaba quedó definitivamente desfigurada en el procedimiento. Destazado como un cerdo y sacrificado como uno de ellos, su asesinato fue la ofrenda que se hizo al honor familiar y estaba predestinada. Todos los personajes no fueron más que un vehículo para la realización del sino de Santiago.

* Escritor y sociólogo.

Por Juan Sebastián Fajardo Devia * / Especial para El Espectador

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