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Los cinco latidos de Palenque

San Basilio de Palenque, un pueblo repleto de sonidos, sabores, mitos, tradiciones y cadencia, enclavado en Bolívar y cuna, entre otros personajes, de Antonio Cervantes “Kid Pambelé” y Evaristo Márquez.

Linda Esperanza Aragón
26 de octubre de 2022 - 02:00 a. m.
Postales de la moda y la alegría de los pobladores de Palenque.
Postales de la moda y la alegría de los pobladores de Palenque.
Foto: Linda E. Aragón
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Las voces y los sonidos de la cotidianidad de San Basilio de Palenque parecen diálogos entre tambores. En cada calle, esquina, bordillo, tienda, estadero, patio y terraza África está presente y se entreteje con el sentir de esta población bolivarense ubicada en la región Caribe colombiana.

Bernardino Pérez Miranda, historiador palenquero, tuvo razón cuando me expresó: “A Palenque hay que llegar con los ojos cerrados para poder sentir en todo su esplendor sus sabores, olores, sonidos y texturas”.

Si se trata de los sabores y olores, aún no encuentro las palabras para describir los platillos que me brindó la señora Neis Pérez Márquez, una extraordinaria cocinera de Palenque que cuando uno pone los pies en su casa abre las puertas de su corazón y las ventanas del cielo de la sabrosura. No dejó de decirme: “Siéntete como en tu casa. Es más, si quieres quédate con las llaves y con las escrituras”. La confianza brotó con naturalidad y logré, de verdad, sentir su espacio como mi hogar.

La mojarra frita, la carne guisada y el chicharrón de cerdo más deliciosos que he comido han sido los que preparó la señora Neis. Cada mordisco era como ir al paraíso del deleite. Las porciones eran enormes: la mojarra, por ejemplo, no cabía en la bandeja de loza. “Palenquero que se respete come bastante, el que come poco no tiene fuerza, la fuerza está en la comida: recuerdo que en el funeral de mi padre prepararon un bulto de arroz y mataron una ternera”, y me dijo al tiempo que cocinaba en el patio de la casa.

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No tiene que añadirles Don Sabor ni Ricostilla ni Maggi a sus preparaciones porque la buena sazón corre por sus venas y supera a esos condimentos artificiales. Cuando le pregunté que si había utilizado alguno de los condimentos mencionados ella me contestó: “Le pongo amor a la comida. No me gusta comprar sazonadores de esos, prefiero preparar guisos sabrosos con ajo, tomate, ají dulce y cebolla. La sazón va en la sangre, tuve la oportunidad de conocer las recetas de mi mamá. Tampoco me gusta comprar el jugo artificial que llaman Naranyá, la gente quiere todo rápido, y la comida toma su tiempo para poder deleitarla caliente con la familia y los amigos, porque la comida se disfruta es caliente”.

Así como doña Neis les pone amor a sus platillos y conversa con quienes la rodean para sentirse en comunidad mientras el fogón está en todo su esplendor, Elida Cañate, peinadora de Palenque, a la que llaman La Reina del Kongo, también les pone amor a los peinados. Con el paso del tiempo ha aprendido a identificar la textura y el brillo de las melenas de cada persona que la visita: “Nos peinamos en comunidad, no en soledad, pues los peinados son una forma de comunicación. No es hacer un peinado por hacerlo, hay una motivación y una inspiración”, comentó.

Desde el más viejo hasta el más joven se hacen trenzas en Palenque. Cada día se alimenta más la identidad comunitaria: conversan y se van haciendo los peinados, pero no solo en el local de La Reina del Kongo, sino también en las calles, terrazas y esquinas del pueblo. Aquí los cinco sentidos se mantienen despiertos a diario: la música no cesa, los paisajes son inigualables, las manos no se cansan de contar historias con el cabello y la comida conquista al paladar y se saborea con goce, así como se saborean las palabras en las charlas.

Se ha implementado en la vida cotidiana el término despectivo “pelo malo” para referirse al cabello afro, pero el cabello es identidad y territorio, tiene un significado ancestral. Elida, quien comenzó haciendo trenzas desde muy niña, lo tiene claro en su memoria: “El cabello no es malo, no ha matado a nadie. Es un aliado de la libertad, en él hacían rutas de escape las personas esclavizadas y guardaban semillas. Y pienso que alisarse el pelo es otra forma de esclavitud, porque hagan lo que hagan, el cabello volverá a crecer afro”.

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Si los peinados son la celebración en vida de la conexión con las raíces africanas, el lumbalú es la celebración del retorno del alma a la madre África. En este ritual funerario conviven la religiosidad, la comunidad, la libertad, la unión y la memoria colectiva.

“La primera etapa del lumbalú se da desde la concepción del niño y sigue con los diferentes oficios, porque para disipar los malestares del cuerpo hay que cantar en cada oficio de la vida cotidiana. Continúa en la época en que la persona entra en agonía, allí empieza el enfermo a tener un contacto directo o comunicación con el más allá, bien sea para quedarse o para acelerar el proceso de partida”, me contó el historiador palenquero Bernardino Pérez Miranda.

Los años pasan y el lumbalú no se marchita, sigue siendo alimento para el alma. Bernardino describió con las palabras precisas lo que significa morir para la comunidad palenquera: “Morir es un placer, porque nos vamos a un reencuentro con nuestros ancestros”.

En Palenque el asombro de estar vivo también es placentero, cada mañana los habitantes se saludan y se dan los buenos días. Se olvidan de la prisa cuando surgen los abrazos, que son un encuentro con la vida. Y eso lo comprobé cuando presencié uno entre la señora Rosalía Valdez y José Valdez, cantador y pregonero: se abrazaron en plena calle como buenos amigos, cerraron los ojos y el abrazo duró. Antes de ese abrazo José, a quien todos llaman Panamá, estaba en la terraza de su casa cantando Cortaron a Elena, y para proyectar mejor la voz se colocaba la mano cerca de su boca, quería que todo el pueblo lo escuchara, estaba contento de hallarse despierto esa mañana.

La comida, el cabello, la música y los abrazos tienen sus texturas y brillos, son una forma de existir, de latir y de conectarse con el otro. Las tradiciones son las entrañas de la herencia cultural africana que no ha muerto aquí, porque si esta muere no sería una celebración de un viaje hacia la madre África, sino la fiesta del olvido rotundo.

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Por Linda Esperanza Aragón

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