Juan, el último evangelista
En el interior de una cueva, en una isla rocosa y barrida por el viento, un hombre nonagenario se dispone a escribir. Despliega un rollo de papiro y entinta un cálamo. Lo ilumina la poca luz que alcanza a penetrar en la cueva. Nunca antes, en sus noventa años, había escrito, pues solo conocía el uso oral de la palabra.
Jerónimo Uribe Correa
Este hombre es Juan, un pescador nacido casi un siglo atrás, en un pueblo a orillas del lago Tiberíades, en la región de Galilea. El texto que escribe es el Apocalipsis, una palabra griega que significa “revelación”. Lo hace desde Patmos, una isla del Mediterráneo oriental donde transcurre el exilio que le ha sido impuesto desde Roma por predicar la palabra de un mesías que a ojos del poder imperial era un hombre estrafalario y peligroso.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Este hombre es Juan, un pescador nacido casi un siglo atrás, en un pueblo a orillas del lago Tiberíades, en la región de Galilea. El texto que escribe es el Apocalipsis, una palabra griega que significa “revelación”. Lo hace desde Patmos, una isla del Mediterráneo oriental donde transcurre el exilio que le ha sido impuesto desde Roma por predicar la palabra de un mesías que a ojos del poder imperial era un hombre estrafalario y peligroso.
Son los últimos años del siglo I, posiblemente el año 93. Juan ha llegado a Patmos por decreto del emperador Domiciano, un gran persecutor de cristianos y judíos. El emperador había hecho traer a Juan hasta Roma, arrancándolo de Éfeso, la ciudad de Asia Menor —actual Turquía— donde vivía y predicaba. Una escolta de guardias imperiales lo apresó una mañana y lo conminó a montarse en la embarcación que lo conduciría hasta Ostia, el puerto por el que se accedía a las puertas de Roma. Juan no se resistió. Siguió a sus custodios y, durante los días de navegación, los sorprendió con el gesto de renunciar a toda comida, por poca que fuera. Le bastaba el ayuno y la oración.
Domiciano vio llegar ante sí a un anciano, a una de esas personas que no parecen tener una expresión distinta que su sola presencia. El emperador sabía que estaba frente al último de los discípulos de Jesús y frente al único de ellos que había escapado a la suerte de morir martirizado. Si todos los demás apóstoles estaban muertos, luego de sufrir crucifixiones, desolladuras, lapidaciones, degüellos y toda clase de sangramientos, Juan permanecía vivo, sobrepasando los límites de una edad a la que pocos hombres solían llegar. Esta condición lo había convertido en la última persona que quedaba sobre la Tierra en haber conocido a Jesús.
Como tenía fama de obrar milagros en las tierras de Éfeso, Domiciano quiso ponerlo a prueba. Lo hizo tomar a él y a un esclavo romano una bebida envenenada servida en un cáliz. Al poco rato, el esclavo cayó muerto y Juan permaneció de pie. Después, mandó traer una olla de aceite hirviendo y le pidió a Juan que sumergiera una de sus manos. La sacó ilesa y sin quemaduras. No se sabe si por asombro o benevolencia el emperador decidió no someterlo a más pruebas, pero tomó la determinación de que un hombre así, en cualquier caso, era un peligro para la estabilidad imperial y ameritaba el destierro. Fue entonces que decidió enviarlo a Patmos.
El Apocalipsis era una alegoría contra el poder corruptor que había visto en Roma y un ataque cifrado a la figura del emperador, cuya osadía había llegado al punto de glorificarse en vida, obligando a su pueblo a llamarlo “Señor y Dios” (Dominus et Deus). Esto era intolerable a ojos de un cristiano, y hacía que el anuncio del fin de los tiempos tuviera menos el aspecto de una amenaza inminente que el de una realidad que ya ensombrecía el mundo. La revelación de Juan era una voz de alerta, una voz que pedía no olvidar que las cumbres del poder son transitorias, que no había dominio imperial, por dilatado que fuera, que pudiera competirle al reino de Dios, cuya soberanía estaba llamada a imponerse por los siglos de los siglos.
En el año 96, producto de una conjura, muere asesinado Domiciano. Unos emisarios llegan a Patmos con la noticia, para avisarle a Juan que su orden de destierro ha quedado anulada con la muerte del emperador. Juan procura sus pertenencias, un sayal de pelo de camello, unas sandalias roídas por una larga vida de predicador y un cobertor de papiros donde reposa el Apocalipsis. En la tarde, se embarca para Éfeso, la ciudad donde ha transcurrido gran parte de su apostolado.
Juan es un hombre próximo a cumplir cien años cuando desembarca en Éfeso. Las comunidades cristianas de la ciudad se regocijan con la llegada de quien les ha enseñado, desde cuando arribó por primera vez a las costas de Asia Menor en el año 43, el mensaje de la nueva fe. El siglo que pesa sobre los hombros del apóstol no le impide darse cuenta de que aún le falta algo por hacer. Un mensaje que deje para los tiempos venideros lo que fue la vida de Jesús Cristo. Asistido por un círculo de colaboradores que le ayudan a sobrellevar las dificultades de poner por escrito lo que su vista le nubla y sus manos le impiden, Juan escribe su evangelio, el último de los cuatro en integrarse al canon del Nuevo Testamento.
Para el momento en que Juan empieza a escribir el suyo, ya circulaban y se conocían los evangelios de Marcos, Mateo y Lucas. Pero a diferencia de estos tres evangelistas, que no habían tratado nunca a Jesús, Juan podía dar un testimonio de primera mano porque había estado presente desde el momento mismo en que el Mesías inició su ministerio por tierras de Galilea. Admirados de que un hombre albergara consigo tanta historia, sus colaboradores se entregaron a oírlo con pasmo y veneración, y fueron dejando por escrito lo que Juan les dictaba. De alguna manera, alcanzaron a entender algo del sentido de las palabras que abren el evangelio: “En el principio, estaba el Verbo”.
El relato comienza cuando Juan, siendo un muchacho de no más de veinte años, se hace discípulo de Juan el Bautista. A pesar de que eran tiempos de zozobra por la intransigencia con que el gobernante de la región, Herodes Antipa, castigaba a quienes tenía por simples milagreros, taumaturgos y disgregadores del orden, Juan no se dejó intimidar por esta atmósfera opresiva y siguió el camino del Bautista. Era extraño que alguien tan joven, sin haber presenciado ningún milagro, abrazara con tanta ardentía una vocación espiritual que apenas reunía en su seno a un puñado de seguidores.
Junto a Andrés, otro discípulo del Bautista, Juan se encuentra con Jesús. Le hacen una pregunta extraña. Quieren saber dónde vive. Él, simplemente, les responde que lo sigan. Desde ese momento, hasta los tres años que transcurren hasta su crucifixión, Juan estará al lado de Jesús. Lo verá transformar el agua en vino en las bodas de Caná, salvar de la muerte al hijo de un oficial en Cafarnaúm, desentumecer a un paralítico en Jerusalén, caminar por las aguas en el Mar de Galilea, multiplicar los panes y los peces en una montaña de Betsaida, devolverle la vista a un ciego en las cercanías de la fuente de Siloé y traer a Lázaro de regreso de la muerte en el arrabal de Betania. Luego de esto, asistirá al juicio donde lo condenan y a su última cena. Además, será el único de sus discípulos que estará junto a él en la cruz.
De las últimas palabras que emanaron de la boca de Jesús, estuvieron las proferidas a Juan para encargarle el cuidado de su madre. Le dijo, en un tono sentencioso e incontestable, que ahora él sería un hijo para María y María una madre para él. Fue con esta misión que Jesús, antes de expirar en la prominencia del Gólgota, despidió a quien era su “discípulo amado”. María, que estaba también ahí, miró a Juan con una mirada nueva y conmovida, y los dos entendieron que los unía un destino más grande que la orfandad: cuidar del amor de quien los había amado.
Así empieza la segunda etapa de la vida de Juan. En compañía de María, llevará una vida de relativa tranquilidad en Jerusalén hasta el año 43. Ese año se ven obligados a huir de la ciudad a causa del recrudecimiento de las medidas persecutorias de Herodes Antipa, toleradas y aupadas por la élite judía de los saduceos, celosos custodios de la ley de Moisés, para quienes los seguidores de Jesús eran una tropa de temerarios e irreflexivos transgresores de las más antiguas prescripciones fijadas por el Dios de Israel. Una de las primeras víctimas de esta inquina conjunta de romanos y judíos fue el apóstol Santiago, hermano de Juan, quien, debido a la popularidad de su prédica, a la facilidad con que conquistaba adhesiones, atrajo para sí la malquerencia de unas autoridades que no encontraron otro medio para deshacerse de él que condenarlo a decapitación.
Es después de este episodio que Juan y María salen en huida de Jerusalén. Lo hacen de madrugada, habiendo tomado la previsión de disimular sus identidades tras unas vestiduras combinadas a este propósito, y provistos de un pellejo de becerro que les sirve de talego para llevar raciones entre un discreto caudal de monedas. Atraviesan el desierto en procura del mar. Antes de llegar al puerto de Cesarea, donde tomarán un barco rumbo a Éfeso, sufren todo tipo de penalidades: los arrestan unos milicianos del Imperio, que les roban el dinero y amenazan con saciar su apetito de hombres en el cuerpo de María; se ven obligados a hacer noche en corrales y estercoleros, únicos sitios de albergue ofrecidos por los pastores del camino, y conocen los rigores de una sed resquebrajante cuando durante dos días continuos no hallan ninguna fuente de agua.
Después de atravesar el Mediterráneo, llegan finalmente a Éfeso. Es un ciudad grande y populosa, donde convergen muchos cultos paganos. Juan se dedica a convertir a los gentiles, predicándoles la palabra de Cristo, mientras María funda una comunidad de oradoras que se reúnen en las grutas de las afueras de la ciudad para rezar por la salvación del mundo. Transcurren así unos años, dedicados a expandir la fe naciente del cristianismo en estas tierras donde aún ejercen su influjo divinidades griegas y romanas. La labor misionera de Juan y María rinde frutos, y en Éfeso y en las ciudades vecinas surgen comunidades de creyentes que irán creciendo hasta constituirse en Iglesia. En el año 48, Juan es requerido de nuevo en Jerusalén para participar en la asamblea de los apóstoles, el primer concilio del cristianismo, donde se consuma la ruptura definitiva con la tradición judaica. Los cristianos dirán que para recibirse en su fe no hace falta estar circuncidado, una decisión que contraviene la milenaria costumbre con que los judíos habían refrendado su alianza con Dios y fijado su identidad como pueblo.
De regreso a Éfeso, Juan se encuentra con María. Ya presintiendo la cercanía de la muerte, la madre de Jesús le indica su deseo de regresar a Jerusalén para morir junto al sitio donde su hijo fue crucificado. Juan se ofrece a acompañarla, pero María se rehúsa. Le dice que es mejor que él se quede en Éfeso para que no vayan a perder el terreno ganado, que ella podrá afrontar sola el viaje. Juan la acompaña hasta el muelle de donde zarpan los barcos de Éfeso y, en una actitud reverente y piadosa, tiende su frente para que sea besada por los labios de la mujer que alumbró a Jesús. Juan solo volverá a saber de ella unos años después, cuando unos viajeros procedentes de Jerusalén, con la voz ahogada por el desconsuelo, traigan la noticia de su muerte.
A Juan, por su parte, todavía le quedaban muchos años de vida, pues lo esperaba aún el arresto que lo condujo a Roma, el exilio que siguió en Patmos y el regreso a Éfeso para dejar escrito su evangelio. Y solo fue a comienzos del siglo II, cuando hubo acabado esta labor, que pudo rendir su último aliento. La escena fue sencilla. Les pidió a dos discípulos suyos que lo siguieran a los extramuros de Éfeso con palas de excavar. Les indicó el sitio donde debían hacer la tumba y, cuando estuvo listo el hueco, se metió allí. “Llevamos una sábana de lino, lo extendimos sobre ella y regresamos a la ciudad”, diría después Versus, uno de los dos discípulos que estuvo presente en ese momento en que se apagaron los últimos ojos que habían visto a Jesús.