Crónicas del encierro en el país del olvido (Diarios de pandemia)
“Diarios de pandemia” es una iniciativa de la Universidad Nacional de Colombia, en alianza con El Espectador, un proyecto de acogida de toda suerte de relatos acerca de las experiencias del encierro en Colombia. Empezamos a publicar obras que dan cuenta de las diversas experiencias del confinamiento, con el fin de darle visibilidad a la vida privada y social que late en la pandemia.
Jimena Montaña Cuéllar
Bogotá, 2 de marzo de 2020.
“Después de realizar el Comité de Evaluación de Riesgo del COVID-19 y teniendo en cuenta la evolución que ha tenido la enfermedad en el mundo y en la región, el ministro de Salud y Protección Social, (…) informó que se tomó la decisión de aumentar de moderado a alto el riesgo de ingreso del coronavirus al país” …
Bogotá, 22 de marzo de 2020.
El Gobierno Nacional expidió el Decreto 457, mediante el cual se imparten instrucciones para el cumplimiento del Aislamiento Preventivo Obligatorio de 19 días en todo el territorio colombiano, que regirá a partir de las cero horas del 25 de marzo, hasta las cero horas del 13 de abril.
Bogotá, 20 de abril de 2020
El mundo parece detenerse ante el avance vertiginoso de la pandemia. El Covid-19 es “solo una gripa fuerte”, “es importante el lavado de manos” , afirman el alocución televisada el Presidente de la República y su ministro de Salud. Bromean con el nuevo saludo que reemplazará el estrecharse las manos. Estiran el puño y juegan juntando los codos.
La ciudad está silenciosa, pareciera domingo pero no suenan las campanas de la iglesia, tampoco oigo el pito del tren.
Prefiero escribir y sumergirme en otros asuntos a estar revisando las cifras de contagio y hacer reuniones por zoom para hablar de lo mismo. Retomo la nota sobre la gripa española recordando las medidas tomadas en la Bogotá de 1918. Me da la impresión de que la historia se repite en este, el país del olvido…
Se cuentan más de 500 muertos diarios solo en la capital de la República y la recomendación es que nos lavemos las manos y salgamos a trabajar. No se puede detener la economía, manda decir el Presidente…
“El abrazo de Suárez”, Bogotá, 1918
La canalización del río San Francisco sigue siendo una prioridad a pesar de la lentitud de las obras y el asunto se agrava a partir de octubre de 1918, cuando se registra un brote de “gripa”, catalogada inicialmente como una molesta enfermedad. Cuatro días más tarde se calculan más de cuarenta mil infectados. La gente se muere en las calles, los poquísimos hospitales no dan abasto y los cementerios reciben cientos de muertos, muchos de los cuales permanecen insepultos por varios días. Los sepultureros no alcanzan a enterrarlos y se lleva a los presos del Panóptico para que ayuden con la penosa tarea. La capital de la República está paralizada, el comercio y los bancos tienen que cerrar sus puertas, los telegrafistas y empleados de correo guardan cama, se suspende el servicio de coches y tranvías. El comercio en la calle Real está cerrado. Las plazas de las Nieves y la Concepción están completamente vacías…
La Capital está incomunicada. El presidente de la República Marco Fidel Suarez, conservador, quien lleva dos meses en su cargo, se encierra en su casa para evitar el contagio, olvidándose de dar una voz de aliento y se niega a dictar medidas de apoyo. Ante los cuestionamientos, se encoge de hombros y recomienda tomar infusiones de tilo y bañarse los dientes una vez al día. No piensa salir de su casa y tampoco recibir a nadie. La Junta Central de Higiene, encargada de la salud pública, ha sido reducida, pues el mandatario considera innecesario el gasto público. Como respuesta a la angustia de los ciudadanos y desde casa, redacta de prisa una nota que envía al Nuevo Tiempo donde afirma:
La higiene no dispone como en otras epidemias de medios eficaces para detener su propagación, y por consiguiente no se puede confiar en medidas administrativas para dominar la epidemia; y solamente pueden aconsejarse prescripciones individuales, no para detener la epidemia, sino para disminuir su gravedad y prevenir las complicaciones.
La comunidad científica y la Junta de Socorro, a cargo de privados, serán quienes toman las medidas para enfrentar la situación, -reparten víveres, adecuan claustros para la atención de pacientes, atienden niños y ancianos- contemplando, además, la necesidad de medidas de higiene y de erogación de la ciudad a futuro para prevenir posteriores catástrofes. En pocos días fallecen miles de personas. La gente se muere en la calle, cientos buscan refugio al pie de las iglesias. “La epidemia es molesta, pero sobre todo desagradable”, dice un colaborador en un diario capitalino. En el altozano de la Catedral se apilan los muertos que recogen, si alcanzan, los altozaneros que no se han enfermado aún. El capitán de la policía escribe por entonces un informe al ministro de Gobierno, el cual, por supuesto, no recibe ninguna respuesta. El gabinete, al igual que el Presidente, permanece mudo:
26 de octubre. Ayer fueron sepultadas en el cementerio por los presos 40 cadáveres, quedaron allí insepultos 17, en el anfiteatro del hospital de San Juan de Dios 18....
28 de octubre. Ayer fueron conducidos al cementerio de todos los barrios de la ciudad, incluidos los hospitales, 98 cadáveres
La epidemia saca a relucir la desigualdad en la ciudad. La Junta de Socorro monta comedores y varios salones de costura donde un grupo de voluntarias se afana en confeccionar ropa para los más necesitados y los médicos hacen visitas domiciliarias y después de la consulta les dejan mercado y medicamentos. El asunto es sobre todo la desnutrición y las condiciones de higiene por hacinamiento en los arrabales. Los informes del capitán de la Policía se suceden día tras día y la Sociedad de Medicina clama al gobierno por ayuda. No hay respuesta y el alcalde prefiere no manifestarse cuando el señor presidente de la República asegura que los pobres se tendrían que morir de algo, más temprano que tarde...
A la epidemia la llamarán “El abrazo de Suarez” y desde Barranquilla le dedicarán un par de versos:
A esta epidemia, mal fiero
Que causó tantos pesares
Y tanto dolor sincero
Un diario barranquillero
Llama “el abrazo de Suarez”
Y a Bogotá el mal trató
Con dureza, por razones
Que muy bien me explico yo: Porque el pueblo le negó
su voto en las elecciones (Bogotá, El Cómico, 1918)
20 de mayo 2020.
La “cuarentena” ya no es cuarentena, pasaron los 40 días y se prolongarán las “medidas preventivas”. La alcaldesa y el presidente disienten. El tema minuto a minuto es el avance del Covid-19 en la ciudad, el país… el mundo. Desinfectamos el mercado. Se permite salir a pasear el perro o hacer la compra, nos cubrimos de pies a cabeza. No quiero saber ni de cifras, ni de muertos, ni de contagios. Tampoco quiero ver en la televisión la escasez del papel toilette en Australia, ni los canales de Venecia vacíos, ni los venados que se toman las calles. No quiero oír las recomendaciones del señor presidente y su séquito, ni las voces de la alcaldesa ¿qué tal si cambiamos de tema?
21 de mayo 2020
No hay nadie en las calles, apenas está abierto el comercio esencial. Por supuesto, los museos cerraron sus puertas. Las salas vacías y más silenciosas no esperan a nadie, pero, tal vez, las obras también han estado guardadas en las bodegas a la espera de un tema, de una mención, o sólo las hemos visto al pasar por la sala sin fijarnos ni recordarlas ¿Cuántas obras de arte han estado en las bodegas de un museo a la espera de una mención? ¿Cuántas permanecen ocultas y olvidadas porque el curador cree que están pasadas de moda? ¿Cuántos cuadros geniales habrán ido a parar al basurero después de vaciar la casa familiar por considerarlos poca cosa? ¿Cuántos artistas han sido condenados al olvido?
Más allá de cualquier trazo siempre hay mil historias y ahora, en estos tiempos, se me antoja sacarlas a la luz…
La Costurera. Un retrato en el Museo
En 1910 se celebraría en el país entero los cien años de la independencia. En Bogotá, en los terrenos del Bosque Izquierdo, se construirían una serie de pabellones para hacer una exposición que mostrara a propios y extraños el país en el que nos habíamos transformado. Se le llamará Parque de la Independencia.
“Sin hipérbole -dice una nota en la prensa- puede decirse que el parque presenta un aspecto europeo […], los concursos han demostrado a propios y extraños de lo que somos capaces […]”. En los pabellones se expondría entonces una muestra de la industria nacional y también algo de nuestra cultura, se destacan por sus dimensiones el pabellón Central, el de las Bellas Artes y el de la Industria.
El progreso, afirman los más liberales, vendría de la mano de la cultura, de ahí la importancia del pabellón de las Bellas Artes pues, “si es noble y digno de encomio el esfuerzo del ingenio humano cuando se aplican a las industrias que proporcionan al hombre el bienestar corporal, es más noble aun cuando busca en las artes el bienestar del alma y la satisfacción de sus más elevadas aspiraciones”.
La selección la haría Andrés de Santa María, pintor y director entonces de la Escuela Nacional de Bellas Artes, fundada el 20 de julio de 1886 en Bogotá, por Alberto Urdaneta y Ricardo Moros Urbina, entre otros. El edificio tenía una fachada art noveau, medía más de cuarenta metros de largo y seis de alto y una cúpula central permitía la iluminación del recinto. Pasadas las celebraciones por la independencia serviría como sede para exponer los distintos trabajos de la Escuela y como salón de dibujo a mano alzada.
El día de la inauguración, el 20 de julio de 1910, en el lindísimo pabellón recién terminado tres días antes, se exponen óleos, acuarelas, retratos, alegorías, paisajes, pinturas religiosas, naturalezas muertas, bodegones, bustos y estatuas. “El Grito” de Pantaleón Mendoza, apenas se distingue. Lo escogen y cuelgan allí tratando de llamar la atención sobre la angustiosa situación en la que se encuentra el talentoso pintor a quien han tenido que llevar a un asilo para locos y mendigos. La familia apenas si tiene con que llevarle un pan a la semana.
Ahora bien, en 1910, Andrés de Santa María había elegido para la gran muestra 99 “talentos”; 412 obras de alumnos y exalumnos de la Escuela o artistas reconocidos por entonces. Dentro de estas, seleccionó algunas de aquellos que consideró podrían ser una promesa si continuaban su formación, como la obra de la joven Margarita Holguín y Caro, quien había estudiado con el mismo Santa María y en la escuela Julliard de París. Don Andrés llevaba desde 1904 rogando para que se permitiera la entrada de las mujeres a la Escuela, logrado a medias y con una cantidad de condiciones con el anexo de Artes Decorativas, –no serían profesionales y tampoco ahondaban en la formación– a cargo de su antigua alumna Rosa Ponce de Portocarrero, dedicada a la cátedra desde 1907 hasta 1911. La lucha y tanta criticadera terminaron hartándolo y después de la exposición del Centenario, agobiado ya por la permanente oposición cada que trataba de avanzar, se fue a Francia, buscando otros rumbos y dejando a los artistas batallando en sus propios mundos.
El jurado ratificaría de cierta forma la decisión de formar profesionales femeninas dándole una mención a la señorita Holguín y Caro, escogiendo y premiando cinco de sus cuadros. Años más tarde La Costurera –adquirida por el Museo para hacer parte de su colección de maestros colombianos– sería mostrada al público en la exposición “Voces íntimas”, cuyo tema sería las transformaciones en el ámbito femenino de la mano de las reformas liberales. Quién diría que la obra de la hija de Carlos Holguín, quien ocupó la presidencia de la República desde 1888 hasta 1892 en ausencia de Núñez, que además conformó la Policía Nacional, estaría expuesto en El Panóptico –sede del Museo Nacional de Colombia desde 1948– a donde habían estado presos durante la Guerra de los Mil días varios liberales por el simple hecho de ser liberales, detenidos por esa policía nacional y encerrados en la cárcel diseñada por Thomas Reed por pedido de Mosquera. Quién diría que, por fin, las colecciones del Museo Nacional tendrían un lugar donde reposar después de tanto trasegar, en un edificio construido para “vigilar y castigar”, lleno de historias y fantasmas.
El trabajo de Margarita Holguín y Caro ya había sido seleccionado junto al de diez mujeres más en la exposición de 1899, en septiembre, días antes de que se iniciara la guerra de los Mil Días y se tuviera que cerrar la Escuela y quedara en ascuas el proyecto del Museo de las Bellas Artes y el país se desmoronara. Ya había muerto su padre, y ella insistía en dedicarse a pintar como oficio, y se negaba a casarse y seguir al dedillo las instrucciones que le daban. “Se dedicó a un celibato voluntario” diría un crítico de arte a mediados de los años sesenta, como si escoger una profesión y un oficio, estuviera desligada de lo demás. No sospechaba Margarita –quien se había dedicado a decorar la capilla de Santa María de los Ángeles–, y menos su familia, cuando la antigua cárcel del Buen Pastor, donde además de asesinas, locas y pobres “vergonzantes”, se encerraba a quienes decidían dejar a sus maridos, –regida por las monjas que había traído su padre en los tiempos de la Regeneración–, sería la sede destinada para albergar a los estudiantes de arte de la Universidad de los Andes. En ese antiguo molino, convertido en cárcel y ahora en aulas, se formarían como profesionales mujeres trasgresoras que definirían su futuro unido al arte, a pintar para vivir y vivir para pintar, revolucionando la historia del arte y la cultura en Colombia.
La Escuela de Bellas Artes tendría su sede definitiva en el campus de la Universidad Nacional a partir de los años 30, cuando López Pumarejo ratificó la autonomía universitaria después de la hegemonía conservadora y construyó la Ciudad Blanca para albergar las facultades dispersas por la ciudad.
“La Costurera”, dicen los expertos, muestra la vida íntima y retrata el espacio femenino. La joven mujer sostiene la aguja y está concentrada bordando un “techado de virtudes”, atrás apenas deja entrar la luz una ventana. Anatómicamente es perfecta, no sólo por el talento de la pintora sino porque Santa María había permitido a las mujeres el estudio de la anatomía artística. El Ministerio de Educación aceptó, después de mil cartas y a regañadientes, no sin antes recordar que la clase de anatomía artística tenía como único fin perfeccionar la clase de dibujo y correspondía a estudiantes que tuvieran suficientes conocimientos y dignidad. Podían entonces hacer retratos de desnudos para estudiarlos, pero luego, irían bien vestidos.
El Pabellón de las Bellas Artes se derrumbó, la colección del Museo de las Bellas Artes fue a parar al fondo del Museo Nacional y otra parte, a la Universidad Nacional. La Costurera sigue bordando su techado en alguno de los antiguos calabozos del Panóptico, y mientras, una y mil historias están esperando ser descubiertas, develando a los ausentes…
Bogotá, 20 de junio 2020.
Las clases han sido virtuales, la realidad ahora es a través de la pantalla y los encuentros con amigos y conocidos también. Estoy ahíta de las reuniones de Zoom para confrontar cifras por el mundo. No ahíta del encierro, aunque mis hijos adolescentes reiteran que su vida está perdida. Se empieza a hablar de salud mental. Los casos de Covid-19 entre conocidos aumenta, ya no son sólo cifras, sino realidades que producen ahogo. El asunto de la soledad, el encierro y la salud mental dan pie a otra nota… Aprovecho para seguir esculcando en los museos vacíos…
Pantaleón Mendoza o el claustro de la locura
Pantaleón Mendoza sale presuroso en las mañanas siempre tan frías. Su casa es la numero 140 de la calle 13, vecina al almacén de rancho, licores y objetos finos de Agustín Nieto Barragán, apenas fundado hace poco y ya augurando un futuro exitoso. Se detiene unas cuadras arriba después de pasar por el puente de San Miguel y el Puente de Quevedo –en la intersección de la carrera 2 con la misma calle 13–, en el cruce de las calles del Volcán y el Palomar del Príncipe. No hace mucho, apenas en 1880, que el señor Higinio Cualla, primo del presidente Rafael Núñez, dictó las reformas y medidas sobre mercados, mataderos, desagües, alcantarillado y tratamiento de acueductos. Aunque por días el río San Francisco se convierte en una cloaca apestosa, no se pretende canalizarlo y menos aún, el más imaginativo de los habitantes se figura que sobre su cauce se construirá una avenida y crecerían grandes edificios que rascarían el cielo.
En la botica de los hermanos Buendía y Herrera, en la calle de Florián, además de vermífugos y elixires para estar en forma, se consiguen pinturas al óleo, pinceles, brochas y trementina. Mendoza está a cargo de la sección de pintura de la Escuela de Bellas Artes y los 24 alumnos son realmente talentosos, pero siempre faltan materiales y las remesas con la situación política se tardan en llegar. Tiene que pasar por la casa de Doña Soledad Acosta de Samper en la calle 10, frente al Teatro Nacional en construcción, por un ejemplar del periódico La Mujer para su hermana, y a la pasada aprovecha para convidar a los maestros italianos que deben estar en la obra para tomarse un cacaito caliente con un par de panderos antes de iniciar sus lecciones en la Escuela. César Sighinolfi es el maestro de escultura y Luigi Ramelli, el de ornamentación. Le ha dado trabajo a Ramelli la lámpara para el futuro teatro, es inmensa y muy elaborada y además es incierto lo del contrato ahora que ni siquiera le quieren pagar a Cantini, su compañero en la Escuela de Bellas Artes de Florencia, y el culpable de encontrarse tan lejos de casa y un poco a la deriva. No sospechaba que, a su amigo, el arquitecto y gestor Pietro, no sólo no le pagarían por su trabajo ni lo dejarían terminar la obra, sino que tampoco lo invitarían el día de la inauguración del gran Teatro Colón, al que vendría a reconocer muchos años después, convidado por alguien en un gesto de desagravio.
En el claustro de San Bartolomé la escuela comparte el espacio con los militares. Al principio les fue difícil acomodar a los alumnos y organizar las secciones de arquitectura, escultura, pintura, dibujo, aguada, grabado en madera, ornamentación, anatomía artística y música. Son 400 alumnos en total. El antiguo claustro –ahora también cuartel y bastante afectado–, se ha ido llenando de caballetes, pinturas, mármoles, hierros, instrumentos. Los ejercicios de los soldados y el ruido del batallón, además de los toques de diana, se han convertido en algo cotidiano y ya no afecta a los alumnos, incluso algunos de los soldados –muchachos campesinos de provincia, ateridos de frío– se pasean por los salones en los descansos y han oído decir que el Presidente insiste en que las bellas artes son necesarias y es importante aprender los nuevos oficios.
La Escuela está preparando una exposición para dar cuenta al Ministerio de Instrucción pública de los avances, las obras se venderán para recaudar dinero para la Beneficencia, que está encargada de los hospicios y asilos desde la expulsión de las órdenes religiosas buscando cómo albergar a los locos, miserables y prisioneros en nuevos lugares. Un gran busto del maestro Gregorio de Arce y Ceballos (Santafé, 9 de mayo de 1638–1711), sería descubierto ese día. El gran pintor educado en ese mismo claustro de San Bartolomé, maestro de maestros, que había sido enredado por una pasión ajena y condenado por el rapto de Doña María Teresa, encerrada en el claustro de las Clarisas. Fue injusta la condena e injusta la tarea tan lejana de su talento, tras una apuesta de poca monta con el entonces oidor de la real audiencia Bernardino Ángel, que de ángel tendría poco y de traicionero y ladino bastante. Arce y Ceballos fue recluido en una mazmorra en la cárcel del Divorcio donde locura lo cegó y le arrebató el talento. Lo ahogaron a los días de salir sus propios fantasmas, bajando por la calle 11, esos mismos que se había encontrado aislado y sin poder pintar en el rincón oscuro donde cumplió su condena.
Moros y Urdaneta, también Garay, habían advertido en Pantaleón Mendoza una sensibilidad extrema. Gutiérrez, su maestro, el grande de las artes mexicanas que en Colombia aboga por los nuevos talentos y viene con las enseñanzas del barroco, apoya su viaje a Europa y augura un muy buen futuro. Es excelente retratista, le va mejor con el óleo que con el grabado, son preciosos los retratos de don Ezequiel Rojas y el de don Joaquín Mosquera, el trazo recuerda a Ingres, el claroscuro a Velásquez. Pantaleón alcanza a coger el buque antes de la Guerra de los Mil días, y se encuentra con el arte del que le habían hablado sus maestros en los museos de Madrid y luego en Italia.
Al regreso esa ciudad parece otra, más pobre, más fría y Urdaneta ha encontrado la muerte de sopetón y sin aviso. Es bienvenido en la Escuela, pero prefiere pintar a solas. Se recluye, se aísla. Empieza a hacerle un retrato a su sobrina Catalina Mendoza Sandino. El retrato resume su formación y su pasión. La composición, el trazo, la luz, la elegancia, el juego con la ilustración es más que mera composición. Es una invitación a detenerse en el umbral de ese mundo íntimo. Antes de la tan preparada exposición para celebrar los cien años de Independencia en el Pabellón de las Bellas Artes –apenas en construcción en el bosque de Reyes–, le cuesta trabajo concentrarse. Los colores vivos le generan angustia. No valen los rezos, las compresas, las consultas y las sangrías. Delira. Pinta con trazos dolorosos, fuertes y oscuros una figura cuyo rostro delicado muestra una mueca de dolor.
Lo llevan atado al asilo Santa Ana de Miraflores o de Ninguna Parte –intentando que los vecinos no lo vean, no oigan sus gritos y lamentos– en la carrera 13 entre las calles 4 y 5, donde están los enajenados, los dementes, los miserables, los diferentes, los pobres que se han vuelto locos de sufrir hambre… Los patios siempre están inundados, las alcantarillas se desbordan, comparte el catre con varios enfermos más. ¿Cómo pintar si está amarrado? En el patio no puede moverse, ya tampoco tiene ganas de contemplar el cielo plomizo.
El grito, se alcanza a exhibir en el pabellón del Parque de la Independencia el 20 de julio de 1910. Para 1911, cuando se desmonta la exposición, Pantaleón Mendoza, el excelente retratista, pintor y profesor de varias generaciones, se encuentra por fin con la muerte en la “colonia”, al lado de varios mendigos, lejos de los pinceles y el caballete.
El retrato de su sobrina Catalina Mendoza Sandino reposa en el Museo Nacional, junto con otro de sus retratos. Lo llevó su sobrino nieto en los años cincuenta, a ver si le daban algo por el cuadrito que había acompañado a la familia y estuvo siempre colgado en un rincón del comedor auxiliar, al lado de la mesita donde tomaban las niñas su chocolate. En la casa de Arce y Ceballos –ahora una miscelánea, papelería y venta de minutos de celular– una placa da cuenta de su vida y obra y de su muerte en la locura. Pantaleón Mendoza murió en la miseria, aunque muchas de sus obras habían sido donadas a la beneficencia para ayudar a los pobres, a los niños huérfanos, a las viudas y “pobres vergonzantes”. Fue olvidado por los críticos del arte, por los historiadores, por los pintores. Tal vez, en el más allá, pudo reencontrarse con los colores y la lucidez perdida en Ninguna Parte.
Bogotá, 20 de Julio 2020.
No sólo el encierro se ha prolongado. La situación ya precaria de la ciudad desfila por las calles vacías. Qué comer y cómo. Los hospitales atienden en carpas, están saturados y sobrepasan su capacidad en un 160%. Miles y miles de muertos. Una cámara en una iglesia vacía y un cura ausente celebra misas silenciosas. Los deudos invitan a través de plataformas en un link al WhatsApp. Nadie puede llorar en el hombro de nadie. No hay abrazos…
Una foto y el ejercicio de escribir me salva del ahogo. Cuelgo la nota en redes sociales y se abre un diálogo, todos, al igual que yo, somos “población en alto riesgo”, superamos cierta edad y compartimos recuerdos. Conocidos y desconocidos aportan y voy entretejiendo y aumentando la nota…Cuando recordamos, no hablamos ni del encierro, ni de los enfermos, ni del hambre, ni del futuro. Es una bocanada de aire fresco…
Centro comercial “El lago”
Una foto alcanza a remover los recuerdos. Ahora que el tiempo es el mismo, pero parece otro, entretejo recuerdos propios y ajenos –es mi oficio, ese que no sirve para nada distinto a avivar nostalgias– para traer a colación el Centro Comercial El Lago.
Para los años setenta se habían consolidado los distintos barrios al norte de la ciudad, enmarcados por la autopista norte y la venta y parcelación de distintas haciendas a lo largo del siglo XX: el Antiguo Country, el Chicó, El Polo –en los antiguos terrenos del club del mismo nombre y construido por el Banco Central Hipotecario para la clase media– y habían ido apareciendo construcciones en altura sobre los lotes de las antiguas quintas de Chapinero.
El barrio El Lago se construyó sobre los terrenos anegadizos, aguas de escurrentía, de esa sabana inundable. Para los años cuarenta aún se anunciaban las atracciones en el lago de los hermanos Gaitán, en el barrio de Chapinero, gratis la entrada pagando el costo de las atracciones que habían ido haciéndose más entretenidas desde 1922 cuando se incluía únicamente el paseo en barca. Rueda gigante, carrusel, paseo en barca, pasada por el túnel y un paseo a caballo por los alrededores. En 1941 y ante la afluencia de público se ofrecía el “whip”, aeroplanos, y el gran salón de la isla especial para familias y por supuesto y más grande aún, la rueda de Chicago.
En 1975 cuando Bohemian Rhapsody se transmitía en las emisoras del Reino Unido, empezaba a sonar “With a Little Help from My Friends” de Joe Cocker en la Vinería, el local preferido por los hippies de la época, en el primer bar del inaugurado apenas unos años antes Centro Comercial El Lago, entre las calles 77 y 79 sobre la carrera 15.
Diseñado por Enrique García-Reyes, formado inicialmente en facultad de arquitectura de la Universidad Nacional, compañero de Fernando Martínez, su coterráneo, Guillermo Bermúdez, Luz Amorocho –la primera arquitecta del país–, entre otros. Aragonés de nacimiento, era hijo del ingeniero de caminos Enrique García- Reyes Seoane, exilado en los años 30 y fundador de la empresa Ingecon S.A. García Reyes haría su maestría en Harvard cuyo decano era por entonces Josep Lluis Sert, quien además ya había trabado amistad con algunos colombianos a su paso por Colombia en los años 50.
Profesor en la Universidad Nacional y luego en la Universidad de los Andes, García Reyes fundó GREF Arquitectos, en asocio con Fernando Esguerra-Fajardo, firma con la cual diseñó edificios institucionales, comerciales y de vivienda, “caracterizados por un uso honesto y expresivo de los materiales disponibles, geometrías claras y contundentes, y espacios generosos e iluminados […]”, según una nota en la prensa capitalina.
El conjunto se componía de locales comerciales y oficinas. El centro comercial ofrecía sus vitrinas a la calle y un conjunto de locales alrededor de un patio, amplio y generoso, donde daban sombra sauces llorones y uno que otro cerezo, sombra aprovechada por los restaurantes para poner un par de mesas. Era apacible, luminoso, mesurado y, sobre todo, amable y muy acogedor.
El Ranch Burger sería uno de los primeros comercios, situado en uno de los locales sobre la calle 77 cuando aún no habían crecido los árboles sobre el andén. Una pareja de norteamericanos, alto él, de ojos azul transparentes, ella bajita y gordita, el pelo salpicado de blanco y recogido en una moña atrás. Sonrientes los dos. Vivian y Fred atendían a los clientes con un Malboro en la mano izquierda y un vaso de wiskey en la derecha, siempre medio lleno, aunque fueran apenas las once del medio día. Sánduche de atún, hamburguesas, malteadas, chile con carne, sánduche de pollo con mayonesa, ponqué de chocolate, pie de limón…no se veía mucho en Bogotá ese tipo de menú, menos de la mano de unos gringos de pura verdad. Estilo ranchero, las mesas plegables y pesadas en madera estaba alineadas a lo largo de la ventana que daba hacia el corredor interior del centro comercial, la cocina abierta dejaba ver a los clientes la pericia de él al voltear las hamburguesas. Al fondo, un paragüero con un sombrero, un cinto y un carriel – el toque autóctono regalo de algún comensal que siempre juré que era el mío que me había traído papá de alguna expedición y de pronto lo había dejado olvidado allí y ya ni modo de reclamarlo- y a la entrada una cartelera con anuncios, fotos y notas garrapateadas en las servilletas de papel.
Mis abuelos me llevaban a almorzar al Ranch Burger y mientras mi abuelo conversaba con el gringo y la esposa asentía dándole sorbos a su vaso siempre a mitad y con hielos a medio derretir, mi abuela me dejaba disfrutar de la salsa de tomate y los chorros de mostaza que empapaban mi sánduche hecho entre dos tajadas de comapán tostado en la plancha. Era la delicia, pues en la casa ese gusto norteamericano producto del imperio –el ketchup–, lo mismo que la televisión, estaba prohibido. Al salir, acompañábamos a mi abuelo a Enrico, la peluquería de un italiano del mismo nombre, donde un buda brillante y dorado ataviado con peluca recibía a los clientes, y los adolescentes se detenían a rascarle la barriga para pedir estuviera buena la película, premio ofrecido por sus madres para atenuar la rapada de la nuca y la engominada posterior. Ahora sé que la gracia de la peluquería no estaba en la pericia de Enrico como peluquero, sino en el tipo de revistas que ofrecía a sus clientes...
Un estudio de fotografía, la galería y centro de arte Alicia Tafur, donde darían al unísono clases de arte y canto con Sylvia Moscovici, un almacén de decoración, el almacén de Julia de Rodríguez que hacía muebles en cuero y apenas ensayaba con el diseño de ropa y La Fragata, primera sede del famoso restaurante pionero en comida de mar en la ciudad, propiedad de “El Chivo Calderón”, que se anunciaba con un letrero de madera y la decoración marítima con cuerdas y redes apenas dejaba entrever las mesas y el mostrador de recibo con una registradora inmensa y dorada.
En la Vinería, según recuerda un vecino del Antiguo Country, al fondo de la plazoleta y al lado izquierdo, se oía la mejor música y permanecía abarrotado de “hippies”. Pantalón botacampana, el pelo largo, ellas con blusas hindúes, tomaban cerveza, pedían “picadas” y seguían el ritmo del rock mientras bailaban en el local espacioso haciendo sonar los tacones de las plataformas en el piso de madera. Después, con otra clientela y ya sin baile, la cerveza había sido desplazada y se ofrecía, como era moda, vino caliente. Años más tarde aparecería, en uno de los locales exteriores la Taberna Alemana, ¡litros de cerveza en vasos inmensos!
Además del Ranch Burger pondrían en la esquina luego el Coffe Shop, recuerdan las universitarias haber tomado allí el primer capuccino de la vida recitando el abecedario mientras dejaban caer los cubos de azúcar sobre la espuma. Cuando se derretía el primer cubo esa letra seria la inicial de su próximo novio. El pastel de chocolate con más chocolate sobre la cubierta y corazón de cacao era un deleite y sería la parada obligada a la salida del cine, ese pequeño teatro al fondo del centro comercial, al que iríamos de niños –con las manos ocupadas por la Kiss de uva, una pedajosa Bonfriet y el paquete de Besitos– y seguiríamos yendo luego a cine clubs cuando empezaban a naufragar los teatros y ya la gente prefería ver la televisión en su casa y la película de betamax se acompañaba con maíz pira y una cobija en el sofá de la casa. Vi todas las películas de Tríniti, mi amor absoluto, volví al teatro luego y recuerdo haber visto Blow Up de Antonioni y haber tomado sopa de alcachofa en un restaurante sobre la plazoleta –Sauzalito– ya era universitaria y el cerezo estaba aún más frondoso y el teatro me parecía más estrecho, pero en su techo seguían los bodoques con alfiler que habían tirado por décadas los adolescentes en la sesión de vespertina. Eran los años 80 y no tardaría en demolerse El Lago para poner un melange de locales, aún no se había hundido el paramento y la carrera 15 era la carrera de “los niños bien”.
En El Lago había almacenes diversos. “Mi papá nos compraba zapatos en Croydon, un par para cada uno al comienzo del año”, cuenta un vecino del barrio Quinta Camacho, quien también asistía los sábados a las funciones de vespertina con su familia y nunca tiró bodoques, pero sí recuerda Jugar, con vitrina sobre la carrera 15, el primer almacén en Bogotá que hizo morrales con varilla, de lona y llenos de herrajes. Las excursiones del colegio eran una especie de entrenamiento militar con estos, pues fuera de las ampollas por las correas, la lona empapada pesaba una tonelada, las cantimploras eran de lata y el agua siempre sabía a metal y el forro, también de lona, era lo primero que se perdía. Eso sí, vendían unas navajas multiusos que todos anhelábamos porque hasta cuchara tenían. ¡Todo era de veras, una estupenda novedad!
Una librería en la esquina exterior de la 77 vendía también long plays y trenes eléctricos, en los años 80 el librero conducía a la clientela por los caminos infinitos de la literatura, los libros en la vitrina encaramados unos sobre otros anunciaban lo ya obvio del gran letrero exterior en letras rojas y fondo blanco. La librería El Lago, del papá de Luis Carlos Valenzuela, atendida por su propietario, era pequeña pero muy bien nutrida y excelente librero su dueño. Diagonal y sobre la carrera 15, afuera del centro comercial, los Villar tenían la librería Contemporánea, lectores, músicos y adorados, me dejaban sentarme a leer mientras hacían visita con mis papás, en la escalera de madera de seis peldaños que utilizaban para bajar los libros de los anaqueles de piso a techo. También y a propósito de rojo y blanco, en la esquina de abajo llegando a la avenida Caracas uno de los grandes locales pertenecía al Ley. Uno de los asiduos visitantes del centro comercial confiesa haber intentado su primer y último hurto en este establecimiento. Sometido al escarnio público, devolvió los chicles y pidió perdón. Recuerdo que la señora que ayudaba a mi abuela paterna –quien vivía a una cuadra del centro comercial en un edificio de tres pisos– me llevó allí a hacer alguna compra. Criada en los extramuros, ir al Ley era para mí como pasear por Disneylandia. No sé qué teníamos que comprar, pero sí sé que me quedé un rato largo mirando los anaqueles llenos de bolsitas brillantes, juguetes, pelotitas de rayas, canicas tricolores y cuando me tuvieron que sacar un poco a las malas seguí llorando porque quería a toda costa un paquetito de mini-chicles Adam´s, diminutos y de colores, envueltos en una bolsita amarilla con un centro transparente. Las muñecas los necesitaban insistía yo, porque mamá a veces me compraba para ponerlos en frasquitos como si fueran remedito para bajarles la fiebre.
Mientras que a unos les compraban un par de zapatos Croydon –industria nacional– una vez al año, al fondo, una vitrina mesurada anunciaba se hacían camisas finas sobre medida. También vendían camisetas Lacoste, esas mismas que usaban los que empezaban a acelerar en la esquina rumbo al Chicó. Para hacerlo más completo y variado, un ciudadano español tenía una “delicatessen”, vinos importados, mostaza y quesos franceses, chocolates suizos… Carlos Mayolo, apenas llegado de Cali, buscando sus modos de vida, haría su primer comercial en ese patio generoso. Los modelos de los jeans Baboo, tan de moda, serían los jóvenes Sierra Restrepo, caleños también – a cual más lindo-, con la novedad de que el comercial estaba hecho para el cine y veríamos a los Sierra en pantalla grande, matiné, vespertina y noche.
Las tardes de sol bajo el sauce llorón mirando los pocos clientes pasar sin afán antes de seguir por la acera poco transitada se volvieron costumbre los fines de semana y para algunos estudiar en el Coffe Shop era más productivo. No nos dimos mucha cuenta cuándo se cerró, cuándo esa arquitectura amable se derrumbó… ya mirábamos para otro lado y con otros afanes, en esta ciudad del olvido…
Bogotá, 2 de marzo de 2020.
“Después de realizar el Comité de Evaluación de Riesgo del COVID-19 y teniendo en cuenta la evolución que ha tenido la enfermedad en el mundo y en la región, el ministro de Salud y Protección Social, (…) informó que se tomó la decisión de aumentar de moderado a alto el riesgo de ingreso del coronavirus al país” …
Bogotá, 22 de marzo de 2020.
El Gobierno Nacional expidió el Decreto 457, mediante el cual se imparten instrucciones para el cumplimiento del Aislamiento Preventivo Obligatorio de 19 días en todo el territorio colombiano, que regirá a partir de las cero horas del 25 de marzo, hasta las cero horas del 13 de abril.
Bogotá, 20 de abril de 2020
El mundo parece detenerse ante el avance vertiginoso de la pandemia. El Covid-19 es “solo una gripa fuerte”, “es importante el lavado de manos” , afirman el alocución televisada el Presidente de la República y su ministro de Salud. Bromean con el nuevo saludo que reemplazará el estrecharse las manos. Estiran el puño y juegan juntando los codos.
La ciudad está silenciosa, pareciera domingo pero no suenan las campanas de la iglesia, tampoco oigo el pito del tren.
Prefiero escribir y sumergirme en otros asuntos a estar revisando las cifras de contagio y hacer reuniones por zoom para hablar de lo mismo. Retomo la nota sobre la gripa española recordando las medidas tomadas en la Bogotá de 1918. Me da la impresión de que la historia se repite en este, el país del olvido…
Se cuentan más de 500 muertos diarios solo en la capital de la República y la recomendación es que nos lavemos las manos y salgamos a trabajar. No se puede detener la economía, manda decir el Presidente…
“El abrazo de Suárez”, Bogotá, 1918
La canalización del río San Francisco sigue siendo una prioridad a pesar de la lentitud de las obras y el asunto se agrava a partir de octubre de 1918, cuando se registra un brote de “gripa”, catalogada inicialmente como una molesta enfermedad. Cuatro días más tarde se calculan más de cuarenta mil infectados. La gente se muere en las calles, los poquísimos hospitales no dan abasto y los cementerios reciben cientos de muertos, muchos de los cuales permanecen insepultos por varios días. Los sepultureros no alcanzan a enterrarlos y se lleva a los presos del Panóptico para que ayuden con la penosa tarea. La capital de la República está paralizada, el comercio y los bancos tienen que cerrar sus puertas, los telegrafistas y empleados de correo guardan cama, se suspende el servicio de coches y tranvías. El comercio en la calle Real está cerrado. Las plazas de las Nieves y la Concepción están completamente vacías…
La Capital está incomunicada. El presidente de la República Marco Fidel Suarez, conservador, quien lleva dos meses en su cargo, se encierra en su casa para evitar el contagio, olvidándose de dar una voz de aliento y se niega a dictar medidas de apoyo. Ante los cuestionamientos, se encoge de hombros y recomienda tomar infusiones de tilo y bañarse los dientes una vez al día. No piensa salir de su casa y tampoco recibir a nadie. La Junta Central de Higiene, encargada de la salud pública, ha sido reducida, pues el mandatario considera innecesario el gasto público. Como respuesta a la angustia de los ciudadanos y desde casa, redacta de prisa una nota que envía al Nuevo Tiempo donde afirma:
La higiene no dispone como en otras epidemias de medios eficaces para detener su propagación, y por consiguiente no se puede confiar en medidas administrativas para dominar la epidemia; y solamente pueden aconsejarse prescripciones individuales, no para detener la epidemia, sino para disminuir su gravedad y prevenir las complicaciones.
La comunidad científica y la Junta de Socorro, a cargo de privados, serán quienes toman las medidas para enfrentar la situación, -reparten víveres, adecuan claustros para la atención de pacientes, atienden niños y ancianos- contemplando, además, la necesidad de medidas de higiene y de erogación de la ciudad a futuro para prevenir posteriores catástrofes. En pocos días fallecen miles de personas. La gente se muere en la calle, cientos buscan refugio al pie de las iglesias. “La epidemia es molesta, pero sobre todo desagradable”, dice un colaborador en un diario capitalino. En el altozano de la Catedral se apilan los muertos que recogen, si alcanzan, los altozaneros que no se han enfermado aún. El capitán de la policía escribe por entonces un informe al ministro de Gobierno, el cual, por supuesto, no recibe ninguna respuesta. El gabinete, al igual que el Presidente, permanece mudo:
26 de octubre. Ayer fueron sepultadas en el cementerio por los presos 40 cadáveres, quedaron allí insepultos 17, en el anfiteatro del hospital de San Juan de Dios 18....
28 de octubre. Ayer fueron conducidos al cementerio de todos los barrios de la ciudad, incluidos los hospitales, 98 cadáveres
La epidemia saca a relucir la desigualdad en la ciudad. La Junta de Socorro monta comedores y varios salones de costura donde un grupo de voluntarias se afana en confeccionar ropa para los más necesitados y los médicos hacen visitas domiciliarias y después de la consulta les dejan mercado y medicamentos. El asunto es sobre todo la desnutrición y las condiciones de higiene por hacinamiento en los arrabales. Los informes del capitán de la Policía se suceden día tras día y la Sociedad de Medicina clama al gobierno por ayuda. No hay respuesta y el alcalde prefiere no manifestarse cuando el señor presidente de la República asegura que los pobres se tendrían que morir de algo, más temprano que tarde...
A la epidemia la llamarán “El abrazo de Suarez” y desde Barranquilla le dedicarán un par de versos:
A esta epidemia, mal fiero
Que causó tantos pesares
Y tanto dolor sincero
Un diario barranquillero
Llama “el abrazo de Suarez”
Y a Bogotá el mal trató
Con dureza, por razones
Que muy bien me explico yo: Porque el pueblo le negó
su voto en las elecciones (Bogotá, El Cómico, 1918)
20 de mayo 2020.
La “cuarentena” ya no es cuarentena, pasaron los 40 días y se prolongarán las “medidas preventivas”. La alcaldesa y el presidente disienten. El tema minuto a minuto es el avance del Covid-19 en la ciudad, el país… el mundo. Desinfectamos el mercado. Se permite salir a pasear el perro o hacer la compra, nos cubrimos de pies a cabeza. No quiero saber ni de cifras, ni de muertos, ni de contagios. Tampoco quiero ver en la televisión la escasez del papel toilette en Australia, ni los canales de Venecia vacíos, ni los venados que se toman las calles. No quiero oír las recomendaciones del señor presidente y su séquito, ni las voces de la alcaldesa ¿qué tal si cambiamos de tema?
21 de mayo 2020
No hay nadie en las calles, apenas está abierto el comercio esencial. Por supuesto, los museos cerraron sus puertas. Las salas vacías y más silenciosas no esperan a nadie, pero, tal vez, las obras también han estado guardadas en las bodegas a la espera de un tema, de una mención, o sólo las hemos visto al pasar por la sala sin fijarnos ni recordarlas ¿Cuántas obras de arte han estado en las bodegas de un museo a la espera de una mención? ¿Cuántas permanecen ocultas y olvidadas porque el curador cree que están pasadas de moda? ¿Cuántos cuadros geniales habrán ido a parar al basurero después de vaciar la casa familiar por considerarlos poca cosa? ¿Cuántos artistas han sido condenados al olvido?
Más allá de cualquier trazo siempre hay mil historias y ahora, en estos tiempos, se me antoja sacarlas a la luz…
La Costurera. Un retrato en el Museo
En 1910 se celebraría en el país entero los cien años de la independencia. En Bogotá, en los terrenos del Bosque Izquierdo, se construirían una serie de pabellones para hacer una exposición que mostrara a propios y extraños el país en el que nos habíamos transformado. Se le llamará Parque de la Independencia.
“Sin hipérbole -dice una nota en la prensa- puede decirse que el parque presenta un aspecto europeo […], los concursos han demostrado a propios y extraños de lo que somos capaces […]”. En los pabellones se expondría entonces una muestra de la industria nacional y también algo de nuestra cultura, se destacan por sus dimensiones el pabellón Central, el de las Bellas Artes y el de la Industria.
El progreso, afirman los más liberales, vendría de la mano de la cultura, de ahí la importancia del pabellón de las Bellas Artes pues, “si es noble y digno de encomio el esfuerzo del ingenio humano cuando se aplican a las industrias que proporcionan al hombre el bienestar corporal, es más noble aun cuando busca en las artes el bienestar del alma y la satisfacción de sus más elevadas aspiraciones”.
La selección la haría Andrés de Santa María, pintor y director entonces de la Escuela Nacional de Bellas Artes, fundada el 20 de julio de 1886 en Bogotá, por Alberto Urdaneta y Ricardo Moros Urbina, entre otros. El edificio tenía una fachada art noveau, medía más de cuarenta metros de largo y seis de alto y una cúpula central permitía la iluminación del recinto. Pasadas las celebraciones por la independencia serviría como sede para exponer los distintos trabajos de la Escuela y como salón de dibujo a mano alzada.
El día de la inauguración, el 20 de julio de 1910, en el lindísimo pabellón recién terminado tres días antes, se exponen óleos, acuarelas, retratos, alegorías, paisajes, pinturas religiosas, naturalezas muertas, bodegones, bustos y estatuas. “El Grito” de Pantaleón Mendoza, apenas se distingue. Lo escogen y cuelgan allí tratando de llamar la atención sobre la angustiosa situación en la que se encuentra el talentoso pintor a quien han tenido que llevar a un asilo para locos y mendigos. La familia apenas si tiene con que llevarle un pan a la semana.
Ahora bien, en 1910, Andrés de Santa María había elegido para la gran muestra 99 “talentos”; 412 obras de alumnos y exalumnos de la Escuela o artistas reconocidos por entonces. Dentro de estas, seleccionó algunas de aquellos que consideró podrían ser una promesa si continuaban su formación, como la obra de la joven Margarita Holguín y Caro, quien había estudiado con el mismo Santa María y en la escuela Julliard de París. Don Andrés llevaba desde 1904 rogando para que se permitiera la entrada de las mujeres a la Escuela, logrado a medias y con una cantidad de condiciones con el anexo de Artes Decorativas, –no serían profesionales y tampoco ahondaban en la formación– a cargo de su antigua alumna Rosa Ponce de Portocarrero, dedicada a la cátedra desde 1907 hasta 1911. La lucha y tanta criticadera terminaron hartándolo y después de la exposición del Centenario, agobiado ya por la permanente oposición cada que trataba de avanzar, se fue a Francia, buscando otros rumbos y dejando a los artistas batallando en sus propios mundos.
El jurado ratificaría de cierta forma la decisión de formar profesionales femeninas dándole una mención a la señorita Holguín y Caro, escogiendo y premiando cinco de sus cuadros. Años más tarde La Costurera –adquirida por el Museo para hacer parte de su colección de maestros colombianos– sería mostrada al público en la exposición “Voces íntimas”, cuyo tema sería las transformaciones en el ámbito femenino de la mano de las reformas liberales. Quién diría que la obra de la hija de Carlos Holguín, quien ocupó la presidencia de la República desde 1888 hasta 1892 en ausencia de Núñez, que además conformó la Policía Nacional, estaría expuesto en El Panóptico –sede del Museo Nacional de Colombia desde 1948– a donde habían estado presos durante la Guerra de los Mil días varios liberales por el simple hecho de ser liberales, detenidos por esa policía nacional y encerrados en la cárcel diseñada por Thomas Reed por pedido de Mosquera. Quién diría que, por fin, las colecciones del Museo Nacional tendrían un lugar donde reposar después de tanto trasegar, en un edificio construido para “vigilar y castigar”, lleno de historias y fantasmas.
El trabajo de Margarita Holguín y Caro ya había sido seleccionado junto al de diez mujeres más en la exposición de 1899, en septiembre, días antes de que se iniciara la guerra de los Mil Días y se tuviera que cerrar la Escuela y quedara en ascuas el proyecto del Museo de las Bellas Artes y el país se desmoronara. Ya había muerto su padre, y ella insistía en dedicarse a pintar como oficio, y se negaba a casarse y seguir al dedillo las instrucciones que le daban. “Se dedicó a un celibato voluntario” diría un crítico de arte a mediados de los años sesenta, como si escoger una profesión y un oficio, estuviera desligada de lo demás. No sospechaba Margarita –quien se había dedicado a decorar la capilla de Santa María de los Ángeles–, y menos su familia, cuando la antigua cárcel del Buen Pastor, donde además de asesinas, locas y pobres “vergonzantes”, se encerraba a quienes decidían dejar a sus maridos, –regida por las monjas que había traído su padre en los tiempos de la Regeneración–, sería la sede destinada para albergar a los estudiantes de arte de la Universidad de los Andes. En ese antiguo molino, convertido en cárcel y ahora en aulas, se formarían como profesionales mujeres trasgresoras que definirían su futuro unido al arte, a pintar para vivir y vivir para pintar, revolucionando la historia del arte y la cultura en Colombia.
La Escuela de Bellas Artes tendría su sede definitiva en el campus de la Universidad Nacional a partir de los años 30, cuando López Pumarejo ratificó la autonomía universitaria después de la hegemonía conservadora y construyó la Ciudad Blanca para albergar las facultades dispersas por la ciudad.
“La Costurera”, dicen los expertos, muestra la vida íntima y retrata el espacio femenino. La joven mujer sostiene la aguja y está concentrada bordando un “techado de virtudes”, atrás apenas deja entrar la luz una ventana. Anatómicamente es perfecta, no sólo por el talento de la pintora sino porque Santa María había permitido a las mujeres el estudio de la anatomía artística. El Ministerio de Educación aceptó, después de mil cartas y a regañadientes, no sin antes recordar que la clase de anatomía artística tenía como único fin perfeccionar la clase de dibujo y correspondía a estudiantes que tuvieran suficientes conocimientos y dignidad. Podían entonces hacer retratos de desnudos para estudiarlos, pero luego, irían bien vestidos.
El Pabellón de las Bellas Artes se derrumbó, la colección del Museo de las Bellas Artes fue a parar al fondo del Museo Nacional y otra parte, a la Universidad Nacional. La Costurera sigue bordando su techado en alguno de los antiguos calabozos del Panóptico, y mientras, una y mil historias están esperando ser descubiertas, develando a los ausentes…
Bogotá, 20 de junio 2020.
Las clases han sido virtuales, la realidad ahora es a través de la pantalla y los encuentros con amigos y conocidos también. Estoy ahíta de las reuniones de Zoom para confrontar cifras por el mundo. No ahíta del encierro, aunque mis hijos adolescentes reiteran que su vida está perdida. Se empieza a hablar de salud mental. Los casos de Covid-19 entre conocidos aumenta, ya no son sólo cifras, sino realidades que producen ahogo. El asunto de la soledad, el encierro y la salud mental dan pie a otra nota… Aprovecho para seguir esculcando en los museos vacíos…
Pantaleón Mendoza o el claustro de la locura
Pantaleón Mendoza sale presuroso en las mañanas siempre tan frías. Su casa es la numero 140 de la calle 13, vecina al almacén de rancho, licores y objetos finos de Agustín Nieto Barragán, apenas fundado hace poco y ya augurando un futuro exitoso. Se detiene unas cuadras arriba después de pasar por el puente de San Miguel y el Puente de Quevedo –en la intersección de la carrera 2 con la misma calle 13–, en el cruce de las calles del Volcán y el Palomar del Príncipe. No hace mucho, apenas en 1880, que el señor Higinio Cualla, primo del presidente Rafael Núñez, dictó las reformas y medidas sobre mercados, mataderos, desagües, alcantarillado y tratamiento de acueductos. Aunque por días el río San Francisco se convierte en una cloaca apestosa, no se pretende canalizarlo y menos aún, el más imaginativo de los habitantes se figura que sobre su cauce se construirá una avenida y crecerían grandes edificios que rascarían el cielo.
En la botica de los hermanos Buendía y Herrera, en la calle de Florián, además de vermífugos y elixires para estar en forma, se consiguen pinturas al óleo, pinceles, brochas y trementina. Mendoza está a cargo de la sección de pintura de la Escuela de Bellas Artes y los 24 alumnos son realmente talentosos, pero siempre faltan materiales y las remesas con la situación política se tardan en llegar. Tiene que pasar por la casa de Doña Soledad Acosta de Samper en la calle 10, frente al Teatro Nacional en construcción, por un ejemplar del periódico La Mujer para su hermana, y a la pasada aprovecha para convidar a los maestros italianos que deben estar en la obra para tomarse un cacaito caliente con un par de panderos antes de iniciar sus lecciones en la Escuela. César Sighinolfi es el maestro de escultura y Luigi Ramelli, el de ornamentación. Le ha dado trabajo a Ramelli la lámpara para el futuro teatro, es inmensa y muy elaborada y además es incierto lo del contrato ahora que ni siquiera le quieren pagar a Cantini, su compañero en la Escuela de Bellas Artes de Florencia, y el culpable de encontrarse tan lejos de casa y un poco a la deriva. No sospechaba que, a su amigo, el arquitecto y gestor Pietro, no sólo no le pagarían por su trabajo ni lo dejarían terminar la obra, sino que tampoco lo invitarían el día de la inauguración del gran Teatro Colón, al que vendría a reconocer muchos años después, convidado por alguien en un gesto de desagravio.
En el claustro de San Bartolomé la escuela comparte el espacio con los militares. Al principio les fue difícil acomodar a los alumnos y organizar las secciones de arquitectura, escultura, pintura, dibujo, aguada, grabado en madera, ornamentación, anatomía artística y música. Son 400 alumnos en total. El antiguo claustro –ahora también cuartel y bastante afectado–, se ha ido llenando de caballetes, pinturas, mármoles, hierros, instrumentos. Los ejercicios de los soldados y el ruido del batallón, además de los toques de diana, se han convertido en algo cotidiano y ya no afecta a los alumnos, incluso algunos de los soldados –muchachos campesinos de provincia, ateridos de frío– se pasean por los salones en los descansos y han oído decir que el Presidente insiste en que las bellas artes son necesarias y es importante aprender los nuevos oficios.
La Escuela está preparando una exposición para dar cuenta al Ministerio de Instrucción pública de los avances, las obras se venderán para recaudar dinero para la Beneficencia, que está encargada de los hospicios y asilos desde la expulsión de las órdenes religiosas buscando cómo albergar a los locos, miserables y prisioneros en nuevos lugares. Un gran busto del maestro Gregorio de Arce y Ceballos (Santafé, 9 de mayo de 1638–1711), sería descubierto ese día. El gran pintor educado en ese mismo claustro de San Bartolomé, maestro de maestros, que había sido enredado por una pasión ajena y condenado por el rapto de Doña María Teresa, encerrada en el claustro de las Clarisas. Fue injusta la condena e injusta la tarea tan lejana de su talento, tras una apuesta de poca monta con el entonces oidor de la real audiencia Bernardino Ángel, que de ángel tendría poco y de traicionero y ladino bastante. Arce y Ceballos fue recluido en una mazmorra en la cárcel del Divorcio donde locura lo cegó y le arrebató el talento. Lo ahogaron a los días de salir sus propios fantasmas, bajando por la calle 11, esos mismos que se había encontrado aislado y sin poder pintar en el rincón oscuro donde cumplió su condena.
Moros y Urdaneta, también Garay, habían advertido en Pantaleón Mendoza una sensibilidad extrema. Gutiérrez, su maestro, el grande de las artes mexicanas que en Colombia aboga por los nuevos talentos y viene con las enseñanzas del barroco, apoya su viaje a Europa y augura un muy buen futuro. Es excelente retratista, le va mejor con el óleo que con el grabado, son preciosos los retratos de don Ezequiel Rojas y el de don Joaquín Mosquera, el trazo recuerda a Ingres, el claroscuro a Velásquez. Pantaleón alcanza a coger el buque antes de la Guerra de los Mil días, y se encuentra con el arte del que le habían hablado sus maestros en los museos de Madrid y luego en Italia.
Al regreso esa ciudad parece otra, más pobre, más fría y Urdaneta ha encontrado la muerte de sopetón y sin aviso. Es bienvenido en la Escuela, pero prefiere pintar a solas. Se recluye, se aísla. Empieza a hacerle un retrato a su sobrina Catalina Mendoza Sandino. El retrato resume su formación y su pasión. La composición, el trazo, la luz, la elegancia, el juego con la ilustración es más que mera composición. Es una invitación a detenerse en el umbral de ese mundo íntimo. Antes de la tan preparada exposición para celebrar los cien años de Independencia en el Pabellón de las Bellas Artes –apenas en construcción en el bosque de Reyes–, le cuesta trabajo concentrarse. Los colores vivos le generan angustia. No valen los rezos, las compresas, las consultas y las sangrías. Delira. Pinta con trazos dolorosos, fuertes y oscuros una figura cuyo rostro delicado muestra una mueca de dolor.
Lo llevan atado al asilo Santa Ana de Miraflores o de Ninguna Parte –intentando que los vecinos no lo vean, no oigan sus gritos y lamentos– en la carrera 13 entre las calles 4 y 5, donde están los enajenados, los dementes, los miserables, los diferentes, los pobres que se han vuelto locos de sufrir hambre… Los patios siempre están inundados, las alcantarillas se desbordan, comparte el catre con varios enfermos más. ¿Cómo pintar si está amarrado? En el patio no puede moverse, ya tampoco tiene ganas de contemplar el cielo plomizo.
El grito, se alcanza a exhibir en el pabellón del Parque de la Independencia el 20 de julio de 1910. Para 1911, cuando se desmonta la exposición, Pantaleón Mendoza, el excelente retratista, pintor y profesor de varias generaciones, se encuentra por fin con la muerte en la “colonia”, al lado de varios mendigos, lejos de los pinceles y el caballete.
El retrato de su sobrina Catalina Mendoza Sandino reposa en el Museo Nacional, junto con otro de sus retratos. Lo llevó su sobrino nieto en los años cincuenta, a ver si le daban algo por el cuadrito que había acompañado a la familia y estuvo siempre colgado en un rincón del comedor auxiliar, al lado de la mesita donde tomaban las niñas su chocolate. En la casa de Arce y Ceballos –ahora una miscelánea, papelería y venta de minutos de celular– una placa da cuenta de su vida y obra y de su muerte en la locura. Pantaleón Mendoza murió en la miseria, aunque muchas de sus obras habían sido donadas a la beneficencia para ayudar a los pobres, a los niños huérfanos, a las viudas y “pobres vergonzantes”. Fue olvidado por los críticos del arte, por los historiadores, por los pintores. Tal vez, en el más allá, pudo reencontrarse con los colores y la lucidez perdida en Ninguna Parte.
Bogotá, 20 de Julio 2020.
No sólo el encierro se ha prolongado. La situación ya precaria de la ciudad desfila por las calles vacías. Qué comer y cómo. Los hospitales atienden en carpas, están saturados y sobrepasan su capacidad en un 160%. Miles y miles de muertos. Una cámara en una iglesia vacía y un cura ausente celebra misas silenciosas. Los deudos invitan a través de plataformas en un link al WhatsApp. Nadie puede llorar en el hombro de nadie. No hay abrazos…
Una foto y el ejercicio de escribir me salva del ahogo. Cuelgo la nota en redes sociales y se abre un diálogo, todos, al igual que yo, somos “población en alto riesgo”, superamos cierta edad y compartimos recuerdos. Conocidos y desconocidos aportan y voy entretejiendo y aumentando la nota…Cuando recordamos, no hablamos ni del encierro, ni de los enfermos, ni del hambre, ni del futuro. Es una bocanada de aire fresco…
Centro comercial “El lago”
Una foto alcanza a remover los recuerdos. Ahora que el tiempo es el mismo, pero parece otro, entretejo recuerdos propios y ajenos –es mi oficio, ese que no sirve para nada distinto a avivar nostalgias– para traer a colación el Centro Comercial El Lago.
Para los años setenta se habían consolidado los distintos barrios al norte de la ciudad, enmarcados por la autopista norte y la venta y parcelación de distintas haciendas a lo largo del siglo XX: el Antiguo Country, el Chicó, El Polo –en los antiguos terrenos del club del mismo nombre y construido por el Banco Central Hipotecario para la clase media– y habían ido apareciendo construcciones en altura sobre los lotes de las antiguas quintas de Chapinero.
El barrio El Lago se construyó sobre los terrenos anegadizos, aguas de escurrentía, de esa sabana inundable. Para los años cuarenta aún se anunciaban las atracciones en el lago de los hermanos Gaitán, en el barrio de Chapinero, gratis la entrada pagando el costo de las atracciones que habían ido haciéndose más entretenidas desde 1922 cuando se incluía únicamente el paseo en barca. Rueda gigante, carrusel, paseo en barca, pasada por el túnel y un paseo a caballo por los alrededores. En 1941 y ante la afluencia de público se ofrecía el “whip”, aeroplanos, y el gran salón de la isla especial para familias y por supuesto y más grande aún, la rueda de Chicago.
En 1975 cuando Bohemian Rhapsody se transmitía en las emisoras del Reino Unido, empezaba a sonar “With a Little Help from My Friends” de Joe Cocker en la Vinería, el local preferido por los hippies de la época, en el primer bar del inaugurado apenas unos años antes Centro Comercial El Lago, entre las calles 77 y 79 sobre la carrera 15.
Diseñado por Enrique García-Reyes, formado inicialmente en facultad de arquitectura de la Universidad Nacional, compañero de Fernando Martínez, su coterráneo, Guillermo Bermúdez, Luz Amorocho –la primera arquitecta del país–, entre otros. Aragonés de nacimiento, era hijo del ingeniero de caminos Enrique García- Reyes Seoane, exilado en los años 30 y fundador de la empresa Ingecon S.A. García Reyes haría su maestría en Harvard cuyo decano era por entonces Josep Lluis Sert, quien además ya había trabado amistad con algunos colombianos a su paso por Colombia en los años 50.
Profesor en la Universidad Nacional y luego en la Universidad de los Andes, García Reyes fundó GREF Arquitectos, en asocio con Fernando Esguerra-Fajardo, firma con la cual diseñó edificios institucionales, comerciales y de vivienda, “caracterizados por un uso honesto y expresivo de los materiales disponibles, geometrías claras y contundentes, y espacios generosos e iluminados […]”, según una nota en la prensa capitalina.
El conjunto se componía de locales comerciales y oficinas. El centro comercial ofrecía sus vitrinas a la calle y un conjunto de locales alrededor de un patio, amplio y generoso, donde daban sombra sauces llorones y uno que otro cerezo, sombra aprovechada por los restaurantes para poner un par de mesas. Era apacible, luminoso, mesurado y, sobre todo, amable y muy acogedor.
El Ranch Burger sería uno de los primeros comercios, situado en uno de los locales sobre la calle 77 cuando aún no habían crecido los árboles sobre el andén. Una pareja de norteamericanos, alto él, de ojos azul transparentes, ella bajita y gordita, el pelo salpicado de blanco y recogido en una moña atrás. Sonrientes los dos. Vivian y Fred atendían a los clientes con un Malboro en la mano izquierda y un vaso de wiskey en la derecha, siempre medio lleno, aunque fueran apenas las once del medio día. Sánduche de atún, hamburguesas, malteadas, chile con carne, sánduche de pollo con mayonesa, ponqué de chocolate, pie de limón…no se veía mucho en Bogotá ese tipo de menú, menos de la mano de unos gringos de pura verdad. Estilo ranchero, las mesas plegables y pesadas en madera estaba alineadas a lo largo de la ventana que daba hacia el corredor interior del centro comercial, la cocina abierta dejaba ver a los clientes la pericia de él al voltear las hamburguesas. Al fondo, un paragüero con un sombrero, un cinto y un carriel – el toque autóctono regalo de algún comensal que siempre juré que era el mío que me había traído papá de alguna expedición y de pronto lo había dejado olvidado allí y ya ni modo de reclamarlo- y a la entrada una cartelera con anuncios, fotos y notas garrapateadas en las servilletas de papel.
Mis abuelos me llevaban a almorzar al Ranch Burger y mientras mi abuelo conversaba con el gringo y la esposa asentía dándole sorbos a su vaso siempre a mitad y con hielos a medio derretir, mi abuela me dejaba disfrutar de la salsa de tomate y los chorros de mostaza que empapaban mi sánduche hecho entre dos tajadas de comapán tostado en la plancha. Era la delicia, pues en la casa ese gusto norteamericano producto del imperio –el ketchup–, lo mismo que la televisión, estaba prohibido. Al salir, acompañábamos a mi abuelo a Enrico, la peluquería de un italiano del mismo nombre, donde un buda brillante y dorado ataviado con peluca recibía a los clientes, y los adolescentes se detenían a rascarle la barriga para pedir estuviera buena la película, premio ofrecido por sus madres para atenuar la rapada de la nuca y la engominada posterior. Ahora sé que la gracia de la peluquería no estaba en la pericia de Enrico como peluquero, sino en el tipo de revistas que ofrecía a sus clientes...
Un estudio de fotografía, la galería y centro de arte Alicia Tafur, donde darían al unísono clases de arte y canto con Sylvia Moscovici, un almacén de decoración, el almacén de Julia de Rodríguez que hacía muebles en cuero y apenas ensayaba con el diseño de ropa y La Fragata, primera sede del famoso restaurante pionero en comida de mar en la ciudad, propiedad de “El Chivo Calderón”, que se anunciaba con un letrero de madera y la decoración marítima con cuerdas y redes apenas dejaba entrever las mesas y el mostrador de recibo con una registradora inmensa y dorada.
En la Vinería, según recuerda un vecino del Antiguo Country, al fondo de la plazoleta y al lado izquierdo, se oía la mejor música y permanecía abarrotado de “hippies”. Pantalón botacampana, el pelo largo, ellas con blusas hindúes, tomaban cerveza, pedían “picadas” y seguían el ritmo del rock mientras bailaban en el local espacioso haciendo sonar los tacones de las plataformas en el piso de madera. Después, con otra clientela y ya sin baile, la cerveza había sido desplazada y se ofrecía, como era moda, vino caliente. Años más tarde aparecería, en uno de los locales exteriores la Taberna Alemana, ¡litros de cerveza en vasos inmensos!
Además del Ranch Burger pondrían en la esquina luego el Coffe Shop, recuerdan las universitarias haber tomado allí el primer capuccino de la vida recitando el abecedario mientras dejaban caer los cubos de azúcar sobre la espuma. Cuando se derretía el primer cubo esa letra seria la inicial de su próximo novio. El pastel de chocolate con más chocolate sobre la cubierta y corazón de cacao era un deleite y sería la parada obligada a la salida del cine, ese pequeño teatro al fondo del centro comercial, al que iríamos de niños –con las manos ocupadas por la Kiss de uva, una pedajosa Bonfriet y el paquete de Besitos– y seguiríamos yendo luego a cine clubs cuando empezaban a naufragar los teatros y ya la gente prefería ver la televisión en su casa y la película de betamax se acompañaba con maíz pira y una cobija en el sofá de la casa. Vi todas las películas de Tríniti, mi amor absoluto, volví al teatro luego y recuerdo haber visto Blow Up de Antonioni y haber tomado sopa de alcachofa en un restaurante sobre la plazoleta –Sauzalito– ya era universitaria y el cerezo estaba aún más frondoso y el teatro me parecía más estrecho, pero en su techo seguían los bodoques con alfiler que habían tirado por décadas los adolescentes en la sesión de vespertina. Eran los años 80 y no tardaría en demolerse El Lago para poner un melange de locales, aún no se había hundido el paramento y la carrera 15 era la carrera de “los niños bien”.
En El Lago había almacenes diversos. “Mi papá nos compraba zapatos en Croydon, un par para cada uno al comienzo del año”, cuenta un vecino del barrio Quinta Camacho, quien también asistía los sábados a las funciones de vespertina con su familia y nunca tiró bodoques, pero sí recuerda Jugar, con vitrina sobre la carrera 15, el primer almacén en Bogotá que hizo morrales con varilla, de lona y llenos de herrajes. Las excursiones del colegio eran una especie de entrenamiento militar con estos, pues fuera de las ampollas por las correas, la lona empapada pesaba una tonelada, las cantimploras eran de lata y el agua siempre sabía a metal y el forro, también de lona, era lo primero que se perdía. Eso sí, vendían unas navajas multiusos que todos anhelábamos porque hasta cuchara tenían. ¡Todo era de veras, una estupenda novedad!
Una librería en la esquina exterior de la 77 vendía también long plays y trenes eléctricos, en los años 80 el librero conducía a la clientela por los caminos infinitos de la literatura, los libros en la vitrina encaramados unos sobre otros anunciaban lo ya obvio del gran letrero exterior en letras rojas y fondo blanco. La librería El Lago, del papá de Luis Carlos Valenzuela, atendida por su propietario, era pequeña pero muy bien nutrida y excelente librero su dueño. Diagonal y sobre la carrera 15, afuera del centro comercial, los Villar tenían la librería Contemporánea, lectores, músicos y adorados, me dejaban sentarme a leer mientras hacían visita con mis papás, en la escalera de madera de seis peldaños que utilizaban para bajar los libros de los anaqueles de piso a techo. También y a propósito de rojo y blanco, en la esquina de abajo llegando a la avenida Caracas uno de los grandes locales pertenecía al Ley. Uno de los asiduos visitantes del centro comercial confiesa haber intentado su primer y último hurto en este establecimiento. Sometido al escarnio público, devolvió los chicles y pidió perdón. Recuerdo que la señora que ayudaba a mi abuela paterna –quien vivía a una cuadra del centro comercial en un edificio de tres pisos– me llevó allí a hacer alguna compra. Criada en los extramuros, ir al Ley era para mí como pasear por Disneylandia. No sé qué teníamos que comprar, pero sí sé que me quedé un rato largo mirando los anaqueles llenos de bolsitas brillantes, juguetes, pelotitas de rayas, canicas tricolores y cuando me tuvieron que sacar un poco a las malas seguí llorando porque quería a toda costa un paquetito de mini-chicles Adam´s, diminutos y de colores, envueltos en una bolsita amarilla con un centro transparente. Las muñecas los necesitaban insistía yo, porque mamá a veces me compraba para ponerlos en frasquitos como si fueran remedito para bajarles la fiebre.
Mientras que a unos les compraban un par de zapatos Croydon –industria nacional– una vez al año, al fondo, una vitrina mesurada anunciaba se hacían camisas finas sobre medida. También vendían camisetas Lacoste, esas mismas que usaban los que empezaban a acelerar en la esquina rumbo al Chicó. Para hacerlo más completo y variado, un ciudadano español tenía una “delicatessen”, vinos importados, mostaza y quesos franceses, chocolates suizos… Carlos Mayolo, apenas llegado de Cali, buscando sus modos de vida, haría su primer comercial en ese patio generoso. Los modelos de los jeans Baboo, tan de moda, serían los jóvenes Sierra Restrepo, caleños también – a cual más lindo-, con la novedad de que el comercial estaba hecho para el cine y veríamos a los Sierra en pantalla grande, matiné, vespertina y noche.
Las tardes de sol bajo el sauce llorón mirando los pocos clientes pasar sin afán antes de seguir por la acera poco transitada se volvieron costumbre los fines de semana y para algunos estudiar en el Coffe Shop era más productivo. No nos dimos mucha cuenta cuándo se cerró, cuándo esa arquitectura amable se derrumbó… ya mirábamos para otro lado y con otros afanes, en esta ciudad del olvido…