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Caía una lluvia torrencial. Las gotas bajaban verticales y me iban nublando las gafas. Parecía una lluvia inventada solo para mojarme a mí. Estaba al frente de una casa de estilo japonés, rodeada de árboles y más afuera se veían techos de muchas otras casas de tejas café oscuro. Un típico barrio de Tokio. Veía todo en blanco y negro, como si estuviera dentro de una película de Ozu. Me quité las gafas y me dejé mojar. Observé con cuidado esa casa de tres niveles, los techos de ladrillo con esas leves inclinaciones en las esquinas al estilo pagoda. En el primer nivel se abrió una puerta. Un niño la corrió con suavidad y se quedó parado frente a mí. Me miraba con tristeza. Me conmovió. Lo vi como un ser envuelto en un hondo y larguísimo silencio. Sentí una suerte de horror, nada de lo que me rodeaba era posible. Yo estaba en un lugar en el que no podía estar. La lluvia seguía cayendo y quise salir corriendo, y sin embargo me volteé lentamente como si huir de allí fuera peligroso. La lluvia arreció a tal punto que me impedía ver a pocos metros de distancia. Di un paso y la escena mudó por completo. Seguía en el mismo barrio. Se veían las casas, los techos y me rodeó un sol radiante y al frente mío, encontré a Yukio Mishima fumando un cigarrillo y esperándome. Llevaba un traje occidental negro, camisa blanca y una corbata también oscura. (Recomendamos: Lea la primera entrega de esta serie: el encuentro con Julio Cortázar).
—¿Me ve? — preguntó
Esta vez estaba preparada para la pregunta. Supe que no tenía que responder nada. Asentí con la cabeza.
—¿Lo vio a él? — me dijo señalando hacia la casa. No me volteé, supe perfectamente de quién estaba hablando, entendí en ese mismo instante que el niño que acaba de ver era Kimitake Hiraoka, es decir, Mishima de niño.
Nos quedamos allí parados, mientras un sol penetrante iluminaba el entorno, aunque la escena siguiera estando en blanco y negro. Empezó a contarme escenas vividas en esa casa que yo ya no quería mirar. Me contó que su abuela lo había raptado. Las suegras tenían tanto poder en el Japón que podían disponer hasta de los hijos de las nueras. Durante años lo tuvo encerrado en esa casa. Había sido un bebé frágil con una enfermedad que lo autointoxicaba. (Recomendamos: Lea la segunda crónica de esta serie: encuentro con Clarice Lispector).
—Mi abuela me tenía prohibido jugar con los niños del vecindario a causa de mi mala salud y también por temor a la mala influencia de su compañía— dijo, siempre señalando a la casa, con un gesto que me hacía sentir que le gustaba verla pero que no quería entrar. Entonces agregó— Cualquier ruido insignificante, el modo brusco de abrir y cerrar una puerta, una trompeta de juguete, un juego de lucha libre, etc., todo lo que producía un sonido o vibración fuerte afectaba la neuralgia de mi abuela. Yo prefería entonces, entretenerme con la lectura y con mis ensoñaciones.
—¿Y la madre? — le pregunté. Me explicó que vivía en el segundo piso de esa misma casa, pero que durante muchos años la abuela casi no le permitía verla. Se quejaba de esa soledad que había vivido, de ser un chico enclenque, enfermizo. Y me explicó que ya en la adolescencia la abuela empezó a enfermarse y tuvo que vivir con su madre. Fue una experiencia muy extraña, porque más que verla como una madre se convirtió para él en una suerte de objeto de erotismo. Recordé haber leído en algunos lugares que después de la muerte de Mishima la madre hablaba de él como su amante. Debe haber sido un reencuentro extraño, que los involucró de alguna forma distorsionada, quizás. No quise preguntar nada de eso. Mishima continuó hablando. Esos años de su adolescencia lo acercaron a la belleza. Desarrolló ese gusto por la belleza, el erotismo y el cuerpo masculino, descubrió así una de sus formas de la fascinación. Observaba los soldados pasar. (Recomendamos: Lea un capítulo de la más reciente novela de Alejandra Jaramillo).
—El olor del sudor de los soldados, un olor a brisa marina, un a aire de playa quemada por colores de oro, me penetraba por la cavidad nasal y me embelesaba. Era un olor que iba despertando en mí un anhelo voluptuoso por el mismo destino de aquellos soldados, por la muerte. No me atraía nadie de mí mismo sexo con gafas. Empecé a amar a la fuerza, la sensación de sangre caudalosa, la ignorancia, el habla brutal, la melancolía salvaje que posee la carne absolutamente inmune al intelecto.
Pero él era un hombre joven y débil. No podía aspirar a la fuerza de esos soldados. Esa fue su primera tragedia. Quizás por eso, me dijo, llegó a la escritura, por ser el único oficio en que su debilidad no podía imponerse. Escribía a todas horas. Hasta que un día el padre le descubrió los escritos y desesperado de ver que su hijo no iba a cumplir el destino de ser un buen funcionario público, como todos los hombres de su familia, le volvió trizas sus manuscritos. Así, descubrió que debía escribir a escondidas, y cambiarse el nombre. Cuando iba empezar a publicar con la ayuda de Shimizu eligió un nombre para esconderse del padre. Recordaron que el pueblo desde el que mejor se ve el monte Fuji se llama Mishima, y como en él siempre hay nieve eligió la palabra Yukio que tiene el mismo significado. Era algo así como la nieve vista desde Mishima. Yukio Mishima. Ese sería el nombre con el que publicaría por el resto de su vida.
Entonces caminamos hacia el centro de Tokio. El Yukio que estaba a mi lado era el de los últimos años. Guapo, fornido, con unos primeros destellos que lo acercaban a una madurez corporal que se alejaba de la juventud radiante. Caminamos por una acera y del otro lado vimos venir a Mishima joven, vestido con una camisa blanca y unos pantalones cortos de color también blanco. El joven tenía la sensación de que en cualquier minuto acabaría su vida. Nos rodeaban cadáveres, un colorido mustio de muerte y sangre.
—El momento final había llegado. Se rumoreaba que la siguiente bomba atómica caería sobre Tokio.
Entonces vimos caer de un avión una lluvia de miles de hojas. Vimos al joven recoger una de ellas y Mishima me dijo, que era la propuesta de rendición, pocos días después terminaría la guerra y empezaría para Mishima una de sus grandes tragedias. La posguerra significó la pérdida de la tradición japonesa que en su crianza había sido esencial. Algo de su Japón desaparecía para siempre.
Las calles de Tokio se limpiaron de guerra. Supuse que estábamos en un tiempo posterior cuando la ciudad estaba en el esplendor del milagro japonés. Yukio me dijo que el mejor regalo de esos años de guerra y posguerra fue la amistad de Yasunari Kawabata. Me emocionó oírle nombrar a ese hombre. Yo quería conocerlo, pero pensé en lo antipática que podría resultar esa petición. Como si no fuera suficiente con estar frente a Yukio Mishima. No quería hacerle ese desplante. Recordarle que fue su maestro quien ganó el premio Nobel y no él. Hacerle sentir que yo prefería ver al otro.
—Todos los años, el 2 de enero me gustaba visitarlo.
—¿A Kawabata? —pregunté.
—Sí. Aunque nunca abandoné el temor de verlo. Como Hölderling le decía a Schiller: “Mientras estaba frente a usted, mi corazón se reducía a casi nada, y cuando ya había tomado coraje, no podía contener la agitación”.
—Así me siento yo.
—¿Conmigo? ¿Escribe usted?
—Sí.
—Lo único que yo buscaba era la belleza. Aun en la muerte. ¿Qué busca usted?
—Iluminar las verdades que no nos dejan ver.
Sin que yo se lo pidiera me llevó a ver una de esas escenas de principios de año. Mientras subíamos las escaleras para llegar a la casa de Kawabata, me dijo que era un hombre generosísimo. Que siendo el gran maestro siempre lo había halagado mucho, que él veía en su escritura una justeza en la visión de las cosas y lamentaba no ser capaz de lograr una escritura así. Entonces aparecimos en la oficina del viejo Yasunari. Era un cuarto forrado por completo de bibliotecas, lleno de libros y en el centro una gran mesa cubierta de papeles y muchos libros. Mishima estaba sentado a un lado de la mesa y en el otro, en diagonal el maestro. Uno con su traje occidental y corbata, el otro con el kimono negro de entrecasa, atado a la cintura. Comían en un plato unos narazuke que Yukio había llevado para compartir. Siempre se mandaban regalos y se llevaban pequeños manjares en cada visita. Hablaban del matrimonio. Yukio le manifestaba que se estaba adaptando a la vida conyugal, que estaba bebiendo mucho menos y no regresaba tarde a casa. Sin embargo, no dejaba de pensar que el matrimonio era una trampa social. Estaría él perdiendo la libertad. Kawabata, siempre tan interesado en el bienestar de su pupilo, asentía y le deseaba mucho éxito, porque una vida sin ese anclaje es muy difícil. Me habría gustado oírlos hablar de literatura, pero de todos modos la emoción de verlos y oírlos fue inmensa. Quería votarme y abrazarlos a los dos. Decirles cuánto amaba lo que habían escrito. Pero yo no existía en ese espacio. Me quedé simplemente mirándolos y pensando en que eran dos hombres que amaban la belleza desde lugares tremendamente diferentes. Kawabata buscando siempre el sosiego, Mishima la violencia, el deseo de destruir, las ganas de morir.
En un momento la conversación se detuvo. Algo en el tiempo estaba transformándose. Esas reglas del espacio y el tiempo del más allá eran inentendibles para mí. Como si fuera una película donde el protagonista se sale de la escena para hablar con los espectadores, Yukio me miró. Yo aproveché para preguntarle.
—¿Cómo es su estar en la muerte?
Sin que el maestro Kawabata notara nada, Mishima me explicó que era un morir constante. Una sensación interminable del dolor hermoso en el momento en que la daga atravesaba el cuerpo una y otra vez. Un éxtasis de belleza hecho absoluto a través de la violencia.
Cuando aparecimos de nuevo caminando por las calles de Tokio me explicó que le parecía extrañísimo que mucha gente hubiera sentido que la posguerra era un renacimiento, una experiencia determinante de cambio. Para él no había sido así. Perder la guerra era perder a Japón. Era perder la tradición.
—Por esos años se fue revelando mi verdadera naturaleza. Creció mi relación con el romanticismo que en otro tiempo repudié. Yo había querido ser un hombre capaz de dominar totalmente con la razón un universo estético de tintes clasicistas, pero me vi obligado a reconocer que dentro de mí bullían cosas que jamás podría controlar la razón, así renació en mí el amor por el romanticismo. Volví a la búsqueda de la pureza.
Recordé que en sus escritos muchas imágenes tienden a esa pureza: si hay cielo es un cielo azul radiante, si hay nieve es limpia, si hay nubes son blancas, inmaculadas.
—¿Pero su debilidad no se mantuvo? —pregunté.
—En Confesiones de una máscara terminé de despedirme de mi ser débil. Ahí descubrí el deseo de tener una vida trágica, que sólo la fuerza podía generar. Luego vino el viaje.
Me llevó al barco Presidente Wilson. Lo iba a acompañar en su primer viaje a América. La primera vez que salía a Occidente, en el año 1951. Con la ayuda del padre, Mishima logró que lo nombraran corresponsal del periódico Asahi Shimbun, uno de los más importantes de Japón. Era el día de navidad, cuando el joven escritor se embarcó. Lo vimos acomodándose en el camarote el barco. Se dispuso a la vida social, a dejarse acompañar por los demás pasajeros.
—Abandoné mi sostenida pretensión de la soledad del escritor y mi desprecio por el resto del mundo.
—Se liberó por fin de su abuela.
—Tal vez— dijo, mientras seguíamos viendo al joven Yukio en el deleite del mundo y la gente— por primera vez me encontré con el sol. Salí de una cueva oscura. Durante años me había empeñado en ignorar lo que me gustaba el sol. Todo el día tomando baños de sol en cubierta, pensé cómo cambiarme a mí mismo. Qué es lo que me sobraba, de qué carecía.
Me explicó que, en ese momento, cuando joven, llegó a la conclusión de que le faltaba una conciencia sobre su cuerpo. Le faltaba una inteligencia que se relacionará con la fuerza corporal, con la violencia. Allí empezó su gran transformación, que lo llevaría por el camino del samurái que tanto admiraba.
Llegamos a Nueva York. Yukio y yo veíamos al otro Yukio observando ese nuevo mundo. Me explicó que viajó a Nueva York cuatro veces en su vida. Que vivió emociones muy diferentes cada vez. Dijo que después de haber conocido París entendió que las ciudades como Nueva York o Tokio guardan siempre la nostalgia de no poder ser como la capital francesa. El primer viaje a Nueva York fue la maravilla. Entrar a los museos, oír ópera, ver la ciudad desplegarse a su deseo de conocer. En el segundo viaje, en 1957 ya viajó en avión. Por esos días descubrió la melancolía de estar lejos, de estar solo en la inmensidad desconocida de otro país. Todo le daba miedo. No sabía distinguir entre lo bueno y lo malo. En ese viaje había esperado durante semanas que se hiciera el montaje de una de sus obras de teatro y mientras tanto se le acabaron los recursos y tuvo que salir de un hotel de lujo a buscar un hotel de tercera clase en el Greenwich Village que le recordaba a un asilo de ancianos en Tokio. Visitamos el cuarto. Caminamos por las calles de ese barrio viejo y nada vistoso. Entramos a un bar y lo vimos en acción. Conversando con la gente, hablando en inglés, riéndose del mundo. Después de tanta espera, finalmente se logró una función privada de una de sus piezas, y tuvo que regresar a su país bastante abatido.
Para esta época ya era un escritor famoso en Japón. Un escritor de best sellers, que lo habían convertido en un hombre pudiente, adinerado. Por esos tiempos descubrí que había llegado el momento de casarse. La vida tenía un orden y el matrimonio y los hijos hacían parte de él. Me contó que una falsa alarma de una enfermedad terminal de su madre lo hizo llevar a cabo rápidamente el plan del matrimonio. Con Yoko, su mujer, también viajo a Nueva York. Vivía años de mucho éxito, cuando además lo observaban permanentemente por el culto al cuerpo que venía desarrollando. Actor, modelo, dramaturgo, novelista, columnista. Y al mismo tiempo crecía en él el misógino, nacionalista, violento, guerrerista, narcisista, imperialista. Las contradicciones de la vida de Mishima se iban a acentuando cada vez más. Cada vez se hacía más provocador, llamaba más la atención.
De regreso en Tokio, empezó a hablarme del temor que fue creciendo cuando se acercaba a sus 40 años. La belleza está siempre unida la juventud, pensaba él, por eso empezó a temer al paso de los años. Quería hacer un plan de vida. Su propia vida tenía que ser la estructura de una narrativa estética. Una obra para marcar para siempre que él era el último escritor de la lengua japonesa verdadera, el último escritor que podía contar el Japón del imperio, el que no se había abierto a occidente.
Me dijo que no sólo podía ser un gran escritor, debía ser un gran guerrero por eso las letras y las armas debían estar en su vida. Para 1965 no sólo supo que iba escribir su última gran obra, El mar de la fertilidad, un cuarteto que sería el punto final de su vida, sino que supo también que tenía que tejer los hilos que podían llevarlo a su muerte. Aprendió Kendo, dedicó horas a la lectura del Hagakure, el libro de los samuráis. Fundó su propio ejército, el Tatenokai. Un ejército privado, con el que buscaba restituir el poder del emperador. Pasó de ser visto como un hombre de izquierda a un nacionalista de derecha.
No me gustaba para nada pensar que el escritor necesitaba también ser un guerrero. Soy una mujer pacifista, y esa faceta de Yukio me incomodaba mucho. Le recordé que una vez Furubayashi en una entrevista le había dicho que podía resumir su vida en tres pedazos: literatura, carácter e ideología.
—Al igual que su entrevistador me agrada el primero, su carácter me intriga y su ideología me causa muchas dificultades.
—¿Y eso por qué? —preguntó.
—Porque su fascinación con el Japón tradicional, con el Zen me es apasionante, pero su ideología imperialista, sus ideas de la violencia me aturden.
—Usted, quiéralo o no, es occidental. No alcanza a comprender, no pertenece a la misma tradición.
—Me cuesta mucho entender su amor por el emperador. Yo no creo en absolutismos.
—Puedo imaginarme. Usted pertenece a la época del relativismo. Y yo busco el absoluto.
—¿Pero por qué lo absoluto en el emperador, por qué en la guerra, por qué en la violencia??
—Usted no puede entenderlo.
Sentí mucha rabia con esa aseveración. Me parecía antipática la manera en que me estaba tratando. Aquí venía el escritor misógino a tratarme mal. De todas maneras, siempre había sabido que el encuentro con la cultura japonesa era un gran misterio para nosotros los occidentales. De eso no me cabía duda.
—Vivimos en una época en que la fuerza está siendo maltratada, se desprecia la ética de los que aspiran a ser fuertes. Y no hay otra manera de lograr la belleza que en la amalgama de juventud, erotismo y muerte.
—Para mí el erotismo también es vida.
—Se equivoca, usted debe estar hablando de sexualidad. En esta época el sexo libre es un erotismo que no se opone a nada en absoluto. Es un sexo que surge del relativismo. Un sexo que no puede ser erotismo porque no aspira a lo absoluto.
Entramos al estudio de Mishima en su estupenda casa a lo occidental. Me fascinó ver que el escritorio era una mesa baja, que escribía sentado en el piso. El otro Mishima, el que nosotros dos observábamos entró en la habitación. Ya eran casi el mismo, llegaban a tener la misma edad. Mishima me explicó que venía de despedirse del padre y la madre. Sin explicaciones. Una despedida como cualquiera sabiendo que era la última vez que los vería. Había estado, horas antes, también con los cuatro hombres con quienes el día siguiente llevaría a cabo el plan final de su vida. Secuestrarían al general y hablaría a las tropas para incitarlos a reconocer de nuevo el poder absoluto del emperador.
En la mesa tenía fotos de los entrenamientos que había hecho con su ejército en el monte Fuji. Se veía el culto al cuerpo, a la fuerza, el misterio del cuerpo masculino que nunca lo abandonó. Observamos el instante en que el escritor trazó las últimas palabras que escribiría: “La vida es limitada, pero a mí me gustaría vivir eternamente”.
—Su decisión de suicidarse no deja de parecerme extraña. Usted había dicho en Confesiones de una máscara que el suicidio era algo ridículo.
—Pasaron los años, entré al camino del samurái, y el suicidio se convirtió en la única salida dentro de la belleza y el absoluto.
Me contó que un año antes de su muerte un joven vino a la puerta de su casa a pedir que lo recibiera. Es tradición en Japón que si uno quiere que alguien lo reciba monta guardia fuera de la casa de la persona y persevera hasta que el otro finalmente acceda a conversar con uno. Ese joven pasó todo un día esperando afuera de la casa. En la noche, Mishima decidió acercarse y le dijo que le daba un par de minutos para que le dijera lo que quería decirle. El joven sólo tenía una pregunta: “Sensei, ¿cuándo va a matarse?”. Fue como un disparo. Ese hombre lo había lanzado más allá de la vida.
Yo había leído los detalles de la escena de la muerte de Mishima. Sabía que Morita, su compañero, quizás su amante, había decidido morir con él. Que antes de morir Morita debía decapitar a Mishima. En una reunión en el Misty, pocos días antes del 25 de noviembre de 1970, les había pedido a sus ayudantes que realizaran el kaishaku, la decapitación, lo antes posible: “no me dejen agonizar mucho tiempo” después del sepukku. Había leído también que Morita no logró decapitarlo, y tuvo que ser otro de los acompañantes quien lo hizo. El mismo que decapitó después a Morita. Había leído titulares de periódicos donde se hablaba de que el ritual sagrado se había convertido en una suerte de carnicería tremenda. Fui incapaz de preguntarle algo sobre ese tema. Tampoco le pregunté si su suicidio y el de Morita habían sido un acto de amor, un suicidio en pareja, un shinju. No sabía si Yukio quería llevarme hasta ese lugar. Si me iba a hacer presenciar esa escena. El Yukio que moriría el día siguiente salió de la habitación. Mi compañero de viaje y yo nos quedamos ahí mirándonos frente a frente.
—¿Sabe que Morita también murió con usted?
—Sí, lo sé.
Me explicó que en la muerte podía ver el paso al más allá de todos los suicidas. Había visto a Morita, claro, había visto a Kawabata. Sorprendente, de él tampoco se habría esperado que tomara esa decisión.
—¿Sabe que Kawabata ofició la ceremonia después de su muerte?
—No.
La habitación que nos rodeaba empezó a parecerme una cárcel. Me sentía ahogada. No podía entender cómo alguien puede ir a dormir sabiendo que al día siguiente cometerá su suicidio. Recorrí la habitación, vi los libros, las fotos. Mishima estaba en total tranquilidad, se movía a mi lado, me miraba mientras yo miraba todo alrededor. Recordé la cara del niño que vi al aparecer en Japón. Sentí la tristeza y vi crecer las contradicciones de ese hombre. Yo tenía miedo de lo que fuéramos a hacer después. Preferí cambiar el tema, desviarnos de las horas que faltaban en la vida de Yukio Mishima.
—Usted escribió un cuento que es quizás mi favorito entre todos los cuentos que he leído en mi vida.
—No me diga, ¿cuál?
—”El sacerdote y su amor”.
—Vaya, vaya, ahora entiendo porque estamos aquí, usted es también un ser que busca el absoluto.
* Alejandra Jaramillo Morales es una escritora bogotana, autora de las novelas La ciudad sitiada (2006), Acaso la muerte (2010), Magnolias para una infiel (2017), Mandala (2017), un proyecto de escritura digital, y Las lectoras del quijote (2022), su primera incursión en la novela histórica. Publicó los libros de cuentos Variaciones sobre un tema inasible (2009), Sin remitente (2012) y Las grietas (2017), ganador del Concurso Nacional de la Cámara de Comercio de Medellín y nominado al Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2018. Escribe novelas para adolescentes (sello Loqueleo): Martina y la carta del monje Yukio (2015), El canto del manatí (2019) y Los mundos distópicos de Camilo Chang (en impresión, 2022). Entre sus libros de crítica están Nación y melancolía: narrativas de la violencia en Colombia (2006) y Disidencias, ensayos para una arqueología del conocimiento en la literatura latinoamericana del siglo XX (2013). Es docente de la Universidad Nacional de Colombia.