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Abrazaba un árbol. Era un árbol inmenso, que tenía un tronco tan grande que yo no podía abarcarlo con mis brazos. Es un lugar que me encanta recordar. Dos árboles cerca del monumento a Bartolomé Mitre, al lado de la Biblioteca Nacional en Buenos Aires. Desde mi primer viaje, en 1994, buscando la biblioteca que alguna vez dirigió Jorge Luis Borges, los encontré. Desde ese día siempre que estoy en esa ciudad regreso a abrazar esos árboles. Es quizás la ciudad que más alegría puede traerme. Me mantuve en el abrazo, con los ojos cerrados y me acordé de una noche, en medio de una fiesta, que tuve una fascinante visión. Iba de un lado a otro, con la palma de mi mano izquierda extendida porque ahí podía ver el árbol y a mí misma sentada en una de sus ramas. Una imagen, que, por cierto, nunca me abandonó. Mi mano, el árbol y yo. El lugar donde está ese árbol es uno de mis sitios de la felicidad, lo he visitado con seres que he amado mucho. Seguía ahí, cuando sentí que alguien ponía sus manos en mis hombros. Abrí los ojos y me volteé. (Recomendamos: Lea la primera entrega de esta serie: el encuentro con Julio Cortázar).
—¿Me ves? —Me preguntó una mujer, un rostro que no podía ser más conocido y querido por mí
—Sí — le contesté emocionada.
—¿Querés compañía?
Claro que quería compañía. Esa compañía. Quitó sus manos de mi espalda, solté el árbol mientras ella, con actitud juguetona, me agarró de la mano y empezó a guiarme.
Cruzamos por Plaza Francia, pasamos por Recoleta, caminamos entre ese torrente de árboles que es Buenos Aires, especialmente en esa época en que los Jacarandás florecen. Tenía que ser un día de septiembre, la primavera. Ella me iba arrastrando y me mostraba cosas. Me señalaba una casa y contaba cuando había estado en ese lugar. Me habló de Antonio Porchia, de las veces que caminó con él por esa calle. Lo creía el mejor poeta, el de la palabra esencial, la concisión perfecta. Una poesía de la inteligencia. Lo había conocido en el Atelier de la Boca y se hicieron grandes amigos. Me nombró a Oliverio Girondo, Nohra Lange. Seres que yo había leído y que me habría gustado ver. Yo iba fascinada. Encantada de estar con ella y complacida de estar caminando por esa ciudad. Caminamos por la avenida Libertador hasta encontrar la calle Montevideo. Allí giramos a la derecha, entramos en la calle, su última calle, me dijo. No era la Buenos Aires que visité con Cortázar, era de otro tiempo. Tampoco era la Buenos Aires que yo he visitado. Pero no quería preguntar nada. Me dejaba llevar. Ella iba eufórica mostrándome cada cosa. (Recomendamos: Lea la segunda crónica de esta serie: encuentro con Clarice Lispector).
—Hace tanto que no venía — me dice.
Llegamos a la dirección que ella buscaba, Montevideo 980. Subimos las escaleras y entramos al departamento. Una vez más las cosas se abrían de forma mágica. Como todo lo que sucede en este mundo del más allá, al que he viajado últimamente.
—¿Le gusta mi desorden? —me dijo ella.
Eché una rápida mirada a mi alrededor. La volví a mirar a ella. No podía creer dónde estaba. Sentí escozor, felicidad, dolor, tristeza. Ella estaba alegre, trajo dos vasos, una botella de whisky. Se oyó el sonido rítmico del licor al caer en los vasos. Yo seguía sintiendo, no sé, tal vez miedo, excitación. Era una maravilla estar en ese lugar, pero también era terrorífico imaginarse que allí, en ese mismo espacio, había muerto la mujer que ahora conversaba conmigo.
—Alejandra Pizarnik —susurré.
—¿Me conoce?
—Cómo no, si le contara.
El desorden era realmente monumental. Nada estaba guardado. Por donde uno caminaba había objetos, la mesa estaba llena de papeles, unos sobre otros. Una máquina de escribir. Libros abiertos en varios lugares de la mesa. Cartas, tarjetas con diversas palabras. Papeles de muchos colores. Esferos regados en el piso, en la mesa, sobre las sillas. Al fondo había un mueble lleno de muñecas, y abajo en uno de los estantes lleno de múltiples tarros de medicamentos.
Brindamos. Se había hecho de noche. Y de repente el pequeño espacio estaba iluminado en un claroscuro fascinante. Pequeñas lámparas en medio del desorden creando penumbras, era una suerte de iluminación que no quería iluminar.
—Yo ilumino mi casa para sentirme de día —le dije.
—Raro, yo para sentirme de noche.
Bebemos todavía de pie. Sigo observando todo lo que hay alrededor. De un lado cuelgan dos retratos. Los observo, son dos hombres. No lo reconozco.
—Bretón y Rilke —me dice, señalándolos.
Me parece extraño que yo no los reconozca, aunque para ser sincera sólo me acuerdo de la cara de escritores y escritoras que he leído con insistencia. De otros, aunque sus libros me gusten, nunca busco unir lo que escriben con sus rostros.
En otro rincón veo un cuadro y cuando me acerco encuentro que es la partida de nacimiento de Isidor Ducasse, el conde de Lautréamont. Pienso en mi marido. Su autor favorito, Pasó tantos años leyéndolo y escribiendo sobre él. Suena Mozart. La sinfonía número 40. La reconozco porque era la favorita de mi padre. Ella también sigue dando vueltas por el departamento, mirando cada cosa que hay. Cuando yo paso cerca de las muñecas no las miro. Tengo miedo. Llego a la mesa. Encima de los millones de papeles veo una carta, está fechada en 1971.
—Es el año de mi nacimiento — le señalo la carta. Ella se ríe, me mira y brinda una vez más conmigo.
—Vos llegaste cuando yo estaba por irme.
—Sí, ahora ya ha pasado mucho tiempo —le contesto, pero a ella el tiempo de la vida parece no importarle.
Sentémonos, me dice. Pero antes de ella sentarse, cuando yo ya había encontrado una silla y me estaba acomodando, metió las manos entre sus papeles y agarró con fuerza un cartapacio de hojas y libros que estaban en la mesa. En el movimiento otros papeles cayeron al piso. Se sentó en el sofá diagonal a mí. Me leyó fichas con palabras, poemas, no reconozco que sean de ella, va tirando todo al piso. Abrió el libro, no alcanzo a ver qué libro es. Recita:
Tu voz
Emboscada en mi escritura
Cantas en mi poema.
Rehén de tu dulce voz
Petrificada en mi memoria.
Pájaro asido a su fuga.
Aire tatuado por un ausente.
Reloj quédate conmigo
Para que nunca despierte.
Éste si es un poema escrito por ella. Lo puedo reconocer. No puedo creerlo, me emociona tanto oír esa voz, una argentina que habla con un acento de extranjera, como si en sus palabras se colara otro ser, otra lengua, otro mundo, como si fuera varios seres a la vez. (Recomendamos: Lea la tercera entrega de la serie: encuentro con Yukio Mishima).
—Sabés que antes de morir tenía miedo a oír mi voz —me dice ella apurando hasta el final su trago de whisky— Por eso me hundía en el silencio, o en la escritura, cuando me era posible. Como lo dije alguna vez, “Toda la noche hago la noche. Toda la noche escribo. Palabra por palabra yo escribo en la noche” la escribía para no irme. Para no sentir esa voz que venía de un lugar tan hondamente conocido por mí.
Era difícil para mi entender el miedo que tenía de su voz. Qué temía. De dónde venía esa voz. Era como decían sus amigos y amigas, una voz que venía del otro mundo, una voz de ultratumba. Era una señal de la posibilidad de la muerte. O era más bien la confirmación de qué seguía del lado de la vida y todavía no podía desprenderse. No quise preguntarle nada de eso, aunque ella continuó con el tema.
—Y, además, no dormía porque el miedo era mi único lugar. Esos últimos meses, no te imaginás, quería oír el silencio porque sólo allí volvía a ver la muerte, porque ahí estaban mis preguntas.
Recordé un verso que no sabía si lo había escrito en ese mismo tiempo, pero que hablaba de lo que ella me estaba diciendo. “La muerte le ha restituido al silencio su prestigio hechizante”.
—Pero su voz era hechizante también
—¿De dónde sacas eso? —me dijo un poco exasperada.
—Hay tantos videos en que hablan de su vida, tanta gente habla de quién era usted.
—Dejá ya de hablarme así. Tutéame. No seas tan colombiana.
—Te decía que lo he oído y lo leí en muchos artículos y videos sobre tu vida— le dije incómoda con el nuevo tono.
—Mira vos, ese hablar mío ronco, tartamudo, que se perdía, una deriva y les parecía hechizante. Lo creo de mi humor, pero de mi voz…
Me sirvió otro trago. Me sonreí. No sabía si me iba a emborrachar en el más allá, si sentiría algo o no sentiría nada. Yo simplemente recibía. Estaba feliz de ese encuentro. Ella se levantaba, cambiaba la música. De la música clásica pasó a la música francesa. Edith Piaf, cantamos a todo pulmón “La vie en rose”. Luego vino Lote Lenya. Juliette Greco con su “Sous le ciel de Paris”. Jaques Brel y “Vesoul”, Ives Montand, Georges Brassens. Algunas canciones que yo conocía y otras que no. Ella cantaba, yo tarareaba.
—¿Qué hacés acá? — me preguntó mientras escogía nuevos papeles y se sentaba frente a mí, con un nuevo tesoro de hallazgos para seguir leyendo y conversando.
—No es algo que yo haya elegido. Es simplemente que desde hace un tiempo vivo algo que no puedo explicar muy bien. ¿Raptos, alucinaciones, viajes? No sé, he venido encontrándome con escritores y escritoras muertos que he leído mucho en mi vida. Ha sido algo involuntario. Me encuentro con alguno, me llevan a ver momentos de su pasado. Es como si la vida me estuviera premiando por mis lecturas. Tener encuentros con seres con los que nunca me habría podido encontrar. (Recomendamos: Lea la cuarta entrega de esta serie: encuentro con Yukio Mishima).
—Lo siento, yo a mi pasado no quiero ir. Conmigo no verás nada de eso. Podemos hablar, fiestear, nada más.
—Está bien, no hay problema, estar acá ya es suficiente.
Me leyó unos cuantos poemas más. Unos apartados de unas cartas. Se levantó y fue a una esquina del cuarto donde había muchos papeles de colores y lapiceras de muchos tipos, recogió algunos y regresó.
—Juguemos— me dijo —¿sabes qué es un cadáver exquisito?
—Sí claro — le dije y empezamos a jugar. Escribir cosas automáticamente. No salía nada que valiera la pena. Pequeños chistes, poéticos los de ella, absurdos los míos.
Mientras la veía en este juego, recordé haber leído alguna vez que su poesía era lo menos automático posible. Trabajaba cada palabra incansablemente, la cambiaba, la movía. Esas tarjetas que había por ahí tiradas eran precisamente parte de ese trabajo minucioso con el lenguaje. Al final salían sus poemas tan depurados, de una contradicción y una vitalidad tan sorprendentes. Uno podía creer que fueran automáticos, como un dictado perfecto. No, eran producto del trabajo, de la laboriosidad de una poeta inmensa.
—Ya sé — me dijo volviendo a brindar. Yo ya había perdido la cuenta de los whiskys que nos habíamos tomado. —Cerrá los ojos, vos me vas a llevar a tu pasado, pero no lo pensés. Que sea automático— Cumplí la orden. Cerré los ojos y los volví abrir.
Esta vez Alejandra y yo, aparecimos en mi cuarto en la casa de la calle Bordeaux en Nueva Orleans. Una habitación grande con un balcón. Ella y yo observamos a la Jaramillo joven, de 26 años. Me demoré un poco en entrar en esa escena. La viví como en silencio, como si estuviera bajo el agua. Hasta que de un momento a otro la estridencia de una música me hizo caer por completo en ese momento del pasado.
Ahí estaba yo, gritando, más que cantando, una canción de Janis Joplin. “Piece of my Heart”.
—Mira vos, también te gustaba.
—Puede ser que me gustara por influencia tuya —le dije.
Se carcajeó.
—¿Tan lejos podría llegar yo?
—¡Ay! si lo supieras.
Alejandra, mi guía que no me quería guiar, empezó a cantar y bailar. Tenía en la mano el mismo vaso de whisky, siguió apurándolo. La seguí. El fantasma y la viva en el más allá bailaban alrededor de una chica en el pasado, un ser que no podía siquiera imaginarse que la estábamos mirando.
“And each time I tell myself that I, well I think I’ve had enough But what I’m gonna show you, baby, that a woman can be tough I want you to come on, come on, come on, come on and take it Take another little piece of my heart now, baby”
Las tres revoloteábamos por el cuarto. Ella se subió a la cama, saltó, gritó. Yo la miraba y cantaba también. La otra, la joven cantaba y buscó una nueva canción para poner. ¿Qué ira a oír ahora? Recuerdo esas largas tandas de serenata que me daba a mí misma. Una deriva que iba de un lado a otro en ritmos, cambios inusitados, que ningún oído agudo musicalmente podría aceptar. Se acaba la canción, estamos sin aliento y suena Carmina Burana. Era de esperarse, pienso. Alejandra Pizarnik no se conecta con la música. Suelta la guitarra imaginaria y se baja de la cama. Se acerca a mirar unas postales pegadas en una pared.
—Y bueno, me tenías acá. —dice mientras yo me acerco.
En esa pared he pegado postales de mis ciudades favoritas, todas en blanco y negro. También hay una foto de la Pizarnik, la que ella trata de recordar ahora, está con un cuadro atrás y dice no tener presente cuándo se la tomaron. Tuvo que ser de regreso en Buenos Aires, después de París, porque ya está mayor y tiene el pelo corto, me dice. Hay otras postales de escritores. Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Marguerite Duras. Alejandra pone el dedo en cada una de las cuatro postales. Luego me mira. Dice que mi selección le parece extraña y me cuenta que los conoció a todos.
—No sabía, de Cortázar sí, pero de los otros dos no —le digo.
—A Marguerite Duras la entrevisté en 1963. Qué fuerza la de esa mujer, simpatizamos de inmediato. Me gustó mucho más que la conversación con Simone de Beauvoir. Borges daba clase en el aula 2, en Viamonte. En la facultad de Letras. Todos querían verlo. Después, años después, con Ivonne fuimos a entrevistarlo. Me aburrió. Borges da siempre en la palabra justa y eso me irritaba. Porque a veces, esa palabra era desagradable, por su sonido o sentido, por ejemplo, “terror que le usurpa el alma”. No me gustaba. Las palabras no deben ser justas, deben ser esenciales.
—¿Ivonne? —le pregunté y pensé en la Ivonne de mi propia vida, mi compañera de literatura y fiesta.
—Ivonne Bordelois, mi amiga. Con ella entrevistaba a otra gente, con ella corregía y organizaba mis libros, con ella hablé siempre. Como Roberto Yahni, Antonio Requeni, Olga Orozco.
—De tu amistad con Cortázar sí sé muchas cosas. —le digo y me detengo antes de contarle que he leído las cartas, no sé si debo mencionarlo.
—El Julio, me quería viva. Me retaba por intentar suicidarme, quería darme nalgadas. Sus cartas cruzaban el océano para pedirme que me quedara. Insisto, me quería viva, pero yo estaba más allá. Yo venía de la muerte, nunca fui de este mundo, y allá tenía que volver.
—En mis viajes al más allá ya estuve con Julio Cortázar y Marguerite Duras.
—Te falta Borges —me dijo y se rio.
—Si, me falta —me estremecí de imaginar ese encuentro, no me sentía capaz de abrir la boca frente a ese maestro— ¿Y sabes? He leído que tus archivos, luego de morir, los enviaron a Julio Cortázar para que los cuidara. Justicia poética. ¿No, te parece?
—Qué bella noticia. No lo sabía.
Dio dos pasos a un lado y se paró frente a mi estantería de libros. No podría llamarla biblioteca, era un espacio tan pequeño, tenía pocos libros. Es más, la mayoría de los libros que había en mi cuarto venían de la biblioteca de Tulane. Cuando llegué a estudiar allí me llevé la gratísima sorpresa de que los estudiantes graduados teníamos derecho a tener en casa hasta cincuenta libros de la biblioteca. La música seguía sonando y nosotras no poníamos atención. Ella fue pasando su dedo índice por todos los libros. Parecía escaneando esa pequeña biblioteca.
—Muchos argentinos ¿no?
—Sí, me dedicaba principalmente a la literatura y el cine argentino.
—¿Y eso?
—Desde muy joven, desde antes de ir a Buenos Aires, me fascinó la literatura argentina. En ella encontraba una complejidad que otras literaturas no me daban. Una tendencia metanarrativa, una autoconciencia perturbadora. Llegué a pensar que me iba a dedicar a escribir sobre la literatura argentina. Que mi tesis de doctorado iba a ser sobre Buenos Aires.
—¿Y?
—En este cuarto cambiaron muchas cosas de mi vida. Descubrí que la ciudad que yo debía narrar era Bogotá. Mi ciudad. Fue un cambio definitivo. Desde ahí todo lo que he escrito habla de Bogotá. Y finalmente terminé haciéndome, convirtiéndome, en una escritora absolutamente colombiana. Muy colombiana.
—Una escritora con patria. Eso exactamente que no soy yo.
—Sí, yo alcancé a imaginar que no la tenía tampoco. Pero en algún momento empecé a buscar el centro, un ancla.
—Yo al final entendí que era judía, una judía sin rumbo ni patria. ¿Creés que estamos en este cuarto por esa decisión?
—No, mientras bailábamos me estaba preguntando por qué llegamos a este lugar. Bueno, tal vez también. Pero lo más importante es que viviendo en este lugar nos inventamos una tertulia. Jugamos a ser surrealistas, vanguardistas. Y tú eras el centro de todo eso.
—¿Yo?, el surrealismo fue antes.
—Sí, pero nuestros juegos vanguardistas no habrían sido nada sin tu poesía. Tú eras el motor. Sobre todo, el de Daniela y mío. Con Da, mi amiga argentina con la que pasé todos los años que viví en Nueva Orleans, te leíamos, te buscábamos, te soñábamos.
Le conté toda la historia. Con la llegada de Benito del Pliego, un joven poeta español, fundamos una tertulia en un café llamado Kaldi’s. Allí jugábamos a escribir entre todos, hacíamos instalaciones literarias. Y sobre todo, le conté, allí, en esos encuentros, en la amistad de Benito y Daniela se puso en marcha eso que veinticinco años después me tiene todavía escribiendo.
—Alejandra Pizarnik para nosotras era el motor. Mujer, argentina, un ser que había decidido vivir solo para la escritura —le explico.
—¡Para la muerte, che!
—Sí, para la muerte. Era espeluznante y maravilloso saber que en tus palabras podíamos vivir ese otro lado, y volver de la muerte. De todas maneras, yo seguí leyéndote toda mi vida. Hasta el presente. Es más, voy a confesarte algo.
—Dale, dale, confesá.
—Escribí una novela que se llama Mandala, y la protagonista sale de una depresión y se embarca en el proyecto de escribir una biografía de Alejandra Pizarnik. También hace una exposición sobre toda su vida y su obra. La poeta, el motor de la vida y la muerte.
—Pobre, salir de una depresión conmigo, difícil— nos reímos las dos, creo que el alcohol por fin hacía un efecto sensible —¿Cómo te llamás? —me preguntó.
—Alejandra.
—Lo siento.
Yo no lo siento, me ha gustado siempre que ese nombre que eligió para mí mi abuelo, resuene a lo lejos en el nombre de la poeta amada.
Alejandra Alejandra
Debajo estoy yo
Alejandra
Nos volteamos y encontramos a la joven cantando su himno de la distancia con Colombia. “La tierra del olvido”. Bailamos un poco hasta que Alejandra decidió acercarse a un póster de Chagal que yo tenía llamado “Parías a través de la ventana”. Yo me acerqué también. Ella puso su mano completa de un golpe sobre el póster. Como si quisiera atravesarlo. Tapó al gato. La retiró. Ella, de solo ver el cuadro, empezó a contarme historias de París. Entonces, aunque ella no iba a ver el pasado, algo se abrió en esa pintura. Las imágenes del París del pasado de Alejandra empezaron a pulular dentro del cuadro.
Las imágenes venían en un claroscuro, como si hubieran sido iluminadas por la mismísima Alejandra Pizarnik. No importa si eran interiores o exteriores; los cafés, los restaurantes, el apartamento, todo parecía iluminado por ella. Hasta el día parecía noche. Era extrañísimo, podía diferenciar el día de la noche, pero el día era también un tejido de penumbras.
Si el cuadro era una ventana desde la que se veía París, ahora mi ventana me dejaba ver el mundo de Alejandra. El apartamento de la Rue Saint Sulpice. Un espacio pequeño, desorden total. La noche, ella moviendo papeles, tarjetas con palabras, pintaba en un pequeño tablero. Escribe. No deja de escribir. Pensaba que París podía salvarla.
—Por fin un lugar mío. Por fin un lugar sin mi madre retándome por el desorden, por la escritura, por la noche. La escritura y yo. Las anfetaminas y yo. Desde adolescente tomé anfetaminas, no quería tener hambre. La gordura me pesaba. Perdí el hambre y gané la noche. Las anfetaminas me permitían pasar la noche en vela, trabajando. Me quedé con ellas para siempre. Nunca las dejé.
Se alcanzaba a sentir el olor del restaurante chino que estaba en los bajos del apartamento. Empecé a ver gente pasar por ese cuarto, poetas, amigos, pintores. Ella, la peor anfitriona. No se llevaba con la vida cotidiana, con la cocina, con la limpieza, con los tiempos de vivir, de sobrevivir. Pero al mismo tiempo la mejor anfitriona, la que hace reír, la que leía, la que hechizaba. Luego vi el puesto de trabajo en la revista que diría dirigía Germán Arciniegas. Cuadernos para la Libertad de la Cultura, de la Unesco.
—Allí corregí pruebas de imprenta, cuatro horas por día. Cuadernos era una revista muy horrible de manera que mi contacto con ella era exclusivamente administrativo. De algo tenía que comer. De todas maneras, lo único que me alcanzaba con la plata que ganaba era para hacerme calditos, comprar agua mineral, té y pan para todos los días. Casi nada más podía comer. Igual el hambre ya no volvía.
El café de Flore. Los ojos de George Bataille, y tantos otros seres que pasaban por esos espacios. En esas imágenes me pregunté si podría encontrarme también a Albalucía Ángel, ella había transitado por todos esos cafés un par de años después que Alejandra Pizarnik, allí empezó a escribir su primera novela, y por gran coincidencia su protagonista se llamaba también Alejandra. Pizarnik vivió de 1960 a 1964 en París. Volvió a Buenos Aires.
Después vi imágenes del regreso a París, 1969. Alejandra se ganó la beca Guggenheim. Viajó a Nueva York y le pareció una ciudad muerta, luego volvió a París. Regresó al café y lo encontró convertido en un café de seres desconocidos, anodinos, trabajadores. Regresó de París antes de tiempo, no pudo aguantar esa transformación. Encontró a Paris americanizada. No la soportó.
Después vinieron imágenes de ella caminando por el Sena. Joven, de pelo largo con sus ojos verdes intrépidos. Vestía tenis o baletas, pantalones, camisetas cortas, y sus grandes abrigos. La veo, lleva un abrigo amarillo y fucsia. Los colores resaltan. Se movía con gran soltura. Un amor, otro amor, otro amor. Hombres y mujeres. Una sexualidad unida a la libertad, a la vida, a la poesía.
—Tuve un amor colombiano, sabés. Con él también pensé que podía salvarme. Pensé que podía ubicarme en un lugarcito tranquilo, tener hijos, ir al cine, a la confitería, al teatro. Por esos años no podía lograrlo, mis amores terminaban siendo siempre imposibles.
Después vi llegar el carro de la embajada mexicana. Elena Garro y Octavio Paz mandaban a recogerla. Ella bajaba las escaleras, contenta, aristocrática, en esas ropas casi raídas. Viajaba por París en ese carro para reunirse con ellos, para conversar con otros escritores, con otras personas. Luego vi a Cortázar. Muchos de los rincones que yo ya había visto en mi viaje con él. Lo vi caminando con ella, conversando. Oí el timbre del teléfono. Era Cortázar, me explicó Alejandra, le había entregado su manuscrito de Rayuela para que ella lo transcribiera y ganarse así unos pesos. Ella no sólo no lo había transcrito, lo había traspapelado. No aparecía el manuscrito. No podía contestarle. No le pasaba al teléfono. Los amigos y amigas contestaban y nadie daba cuenta del manuscrito.
París era una fiesta, o parecía ser la fiesta de Alejandra. El lugar de la fusión entre la vida y la poesía. Un lugar que en esos años fue éxito absoluto, crecimiento. La vida de Alejandra, después de regresar de París a Buenos Aires sería un desplomarse cotidiano, un camino directo al abismo.
—Fueron los años en que decidí que lo único que valía la pena era estar en éxtasis. Necesitaba vivir en un éxtasis perpetuo.
En ese momento me pregunté si esa búsqueda del éxtasis la fue inhabilitando cada día más para la vida cotidiana. Tenía que ser así. El día a día es plano, agotador, sin sorpresas. Y si ella quería vivir en el éxtasis perpetuo los años serían implacables, sólo la muerte podría ofrecérselo.
La fiesta en el Mississippi había terminado, regresamos al apartamento de la calle Montevideo. Vuelve el sonido del licor al servirlo, vuelve el claro oscuro del apartamento. Alejandra sacó una caja de la estantería donde estaban las muñecas, se sentó a mi lado, en ese momento estábamos las dos en el sofá y empezó a sacar fotos. Sacó una foto del cuarto de la casa de infancia y adolescencia. Recortes pegados en las paredes, papeles con poemas que iba trascribiendo de los poetas que más le gustaban, y una foto, un poster grande con el hombre más hermoso, Gérard Phillippe.
Me cuenta que pasó su infancia en una casa en Avellaneda, donde vivía con el padre, la madre y la hermana. Allí fue al colegio, también a la Zalman Reizien Schule para educarse en el judaísmo, aprender Yidish y formarse en el librepensamiento europeo. Allí empezó a ser ella, la mujer sin patria, la que no era de este mundo.
—Mi madre sufría, quería que yo fuera como mi hermana, una niña puestecita, pero esa no era yo. Ni mi ropa, ni mi pensamiento, ni mis gustos, ni mi cuarto. La defraudé cada día de su vida.
Por esos años descubrió su gordura, apareció el acné que la hizo sentir fea el resto de su vida, llegaron las anfetaminas. Se miraba al espejo y veía una mujer no deseada por la familia, pero a la vez veía a una joven capaz de atraer con su extravagancia, con su ser tan diferente a quienes la rodeaban. Las amigas empezaron a crear una moda en la decoración de los cuartos, en la ropa, que venía de las manías de Alejandra. Las madres de las amigas temían, la niña que quería escribir era un peligro.
—Tuve muchos nombres, en la Normal me llamaban Flora, Blimele en la Schule, Buma me llamaban mis padres, Alejandra fue el que escogí yo. Al final me gustaba que me llamaran Sacha, para que nunca se perdiera mi traza rusa.
Me pregunté cuál nombre la habría salvado del suicidio. Me inquietó que esa pregunta regresara en mi mente, por qué me importaba salvarla, por qué hurgaba en esa posibilidad y no aceptaba ese destino tal como fue. ¿Alejandra era el nombre de la poesía, el de la locura o el de la muerte? Si ella había elegido vivir en el éxtasis, qué importaba cómo terminaba esa vida.
—Mi habitación en Montes de Oca —me dice.
Explica que en esta habitación pasó unos años antes de partir a París y al regreso. En esta habitación pasó los años en que intentó ir a la Facultad. Había logrado convencer a sus padres de ir a la universidad, pero ella nunca encontró sentido en estudiar así.
—Me di cuenta de que no podía seguir en la Facultad. Yo quería estudiar, pero no así. Cómo forzar mi mente hacia los pensadores, por qué analizar a Faulkner y no solo vivirlo.
La foto que estamos viendo es del regreso de París. De ese tiempo cuando ya había probado la felicidad de vivir sola, sin nadie que la quisiera otra de lo que era. Allí también vivía sin ritmo. Llamaba a los amigos a cualquier hora, para saludar simplemente, o en otras ocasiones para pedir ayuda, porque la vida se estaba escapando, porque empezaba a hundirse en la melancolía. Somníferos y anfetaminas, cocteles de medicamentos que la iban inhabilitando de a pocos para la vida. Además, su poesía había mutado y los libros que siguieron al regreso ya no gustaban tanto. Ella entraba en decadencia.
Me mostró una foto en la playa, era Mar del Plata, donde solía ir a veranear con la familia, también con los amigos. Me cuenta que allí en el verano de 1966 murió el padre. Ella ganó una nueva orfandad, una nueva pérdida para una mujer que estaba llegando a perder hasta el lenguaje que era su principal refugio.
—La muerte de mi padre le hizo mal a la mía. No sabía cómo seguir, cómo escribir. Buenos Aires había cambiado mucho. Desde mi regreso de París, mis amigos habían caído en la vida cotidiana, ya no todo era fiesta, la vida del orden y el trabajo primaba.
La muerte del padre la cogió enfrentando su cumpleaños numero 30. Una cifra que resonó en la joven Alejandra. Estaba madurando mientras en su interior la niña juguetona, la que vista de azul pedía espacio, no quería nada más que ser esa niña, ver el jardín, que era la vida unida a la poesía, ser el instante del éxtasis, el relámpago que no se agota, y sin embargo, los años pasaban y de ella se esperaba más. Se esperaba independencia económica, laboriosidad. Imposible, no era con ella, viviría hasta el final dependiendo económicamente de la familia.
Iba tirando al suelo cada foto que miraba. Silvina Ocampo, la que la sedujo, Juan José Juarroz, el escritor, Leon Ostrov, el sicoanalista, Juan Jacobo Bajarlia, el profesor.
—De diez y nueve años me escapé de la casa y me fui a lo del Bajarlia. “Tenemos que casarnos”, le dije. A los dos días estaba de vuelta en casa de mis padres— nos reímos de esos arranques de la juventud.
Las fotos siguieron saliendo, caían como volando. Ella rodeada de muchos seres jóvenes, eventos literarios, exposiciones de arte. Me explicó que, en los últimos años, mientras ella no se dejaba crecer, madurar, los poetas menores eran la salida. Los acompañaba, los guiaba por sus infiernos. Vivía en una fiesta eterna, una noche que no acababa nunca, sin dormir, solo alerta a la salida. Saca una foto, se detiene a mirarla.
—Olga Orozco y yo —me explica— no se sabe quién cuida a quién. Dos poetas desvalidas en una eterna orfandad metafísica.
—¿Tenían miedo a la locura?
—Olga, yo quería vivirla, quería ir a la locura, conocerla.
—Como Albalucía, mi maestra que decía que no le servía enloquecerse a medias, ella quería la locura completa.
—Pero Olga le temía, yo la ayudaba a contenerla.
Sacó una foto que cambió el gesto. La miró con pausa, en silencio. Yo esperé.
—Mirala, es la única persona que pudo vivir conmigo un día tras otro. El último amor.
Después de la muerte del padre, Rosa, la mamá, decidió comprar un apartamento para Alejandra. Consiguen el de la calle Montevideo, donde estábamos nosotras. Allí, vivió por primera vez una relación de pareja de convivencia. La chica, me dice, se ganó una beca y se fue. Al parecer fue un amor intenso, pero inaguantable.
—¿Quién puede aguantar a un ser que podía pasar en instantes de la dicha a la desdicha, de la vida a la muerte, de la tristeza a la euforia? —me dice, y sigue mirando la foto.
—Tal vez elegir el amor te habría salvado —le digo yo, insistiendo en el tema absurdo de la salvación.
—No, yo tenía que escoger la poesía. Por eso la dejé ir.
—¿Y el sexo?
—Quizás, siempre después de noches de sexo empezaba a imaginar un orden. Pensaba en ritmos, ordenación de escritos, de lecturas. Como quien estuvo al borde de la muerte y al incorporarse proyecta actos sanos y enérgicos. Pero nada funcionaba, yo no era eso.
Vemos otra foto, me cuenta que la tomaron en una fiesta que le hicieron para celebrar la salida de El infierno musical. Muchos se preguntaban cómo celebrar ese libro tan plagado de muerte. Cuando la amada se fue el suicidio se hizo opción directa. Intentó varias veces morir, pero la detenían. Pasó meses en el sanatorio.
—Supe que suicidarme era poseer aquella máxima lucidez que permite conocer que lo peor está ocurriendo en el ahora. La salida estaba ahí.
—Pero te mantuviste en el sanatorio, algo esperabas.
—No esperaba nada, esos mediquillos no sabían lo que hacían. Creían que podían sanar lo que no tenía cura. Yo me reía de ellos. Pero tenés razón, tal vez me dolía algo mi madre. No lo sé.
Encuentra una foto. Están la madre, dos amigos y Alejandra. Me cuenta que en esos últimos meses la madre venía mucho a verla, bien al sanatorio o a su apartamento. Quería acompañarla.
—Tendría miedo, supongo —dice Alejandra y se levanta, deja la caja encima de la mesa. Yo me aterro de oír esas palabras. Sé que el miedo de una madre ante la muerte de un hijo puede ser el más hondo de todos los miedos. Mejor enloquecer que ver morir a los hijos, pienso.
Vuelve a sonar Janis Joplin, Alejandra viene, me toma de la mano y me levanta. Bailamos, otra vez estamos eufóricas. Cantamos, damos vueltas, brincamos. En un momento quedamos mirándonos, de frente. Alejandra se acerca y me abraza.
—Perdoname si no pude darte lo que buscabas, pero ya está, hasta acá llegamos.
Siento el peso tremendo de la muerte, de lo que viene. Extrañamente me dan ganas de pedirle que me muestre ese momento. Más que verlo quiero acompañarla. Quisiera apretarle la mano mientras muere, como me habría gustado hacer con mi padre que murió solo porque la locura nos impidió estar juntos en ese momento. El corazón me late a toda velocidad. Entiendo que mi idea es absurda, la poeta maldita, Alejandra, debe morir sola, no necesita mi mano ni la de nadie, se tiene a ella misma, está completa. La habitación se está oscureciendo.
—Alejandra, dime ¿cómo es tu muerte? —le pregunto.
—Un eterno estar muriendo en la paz de un agua en la que se puede dormir mientras se flota.
El espacio crece, ella se va alejando en la oscuridad, corro y alcanzo a abrazarla una vez más, me adhiero a su cuerpo, como si fuera mi árbol, mi centro. Sé que podría quedarme a vivir en ese instante.
* Alejandra Jaramillo Morales es una escritora bogotana, autora de las novelas La ciudad sitiada (2006), Acaso la muerte (2010), Magnolias para una infiel (2017), Mandala (2017), un proyecto de escritura digital, y Las lectoras del quijote (2022), su primera incursión en la novela histórica. Publicó los libros de cuentos Variaciones sobre un tema inasible (2009), Sin remitente (2012) y Las grietas (2017), ganador del Concurso Nacional de la Cámara de Comercio de Medellín y nominado al Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2018. Escribe novelas para adolescentes (sello Loqueleo): Martina y la carta del monje Yukio (2015), El canto del manatí (2019) y Los mundos distópicos de Camilo Chang (en impresión, 2022). Entre sus libros de crítica están Nación y melancolía: narrativas de la violencia en Colombia (2006) y Disidencias, ensayos para una arqueología del conocimiento en la literatura latinoamericana del siglo XX (2013). Es docente de la Universidad Nacional de Colombia. (Recomendamos: Lea un capítulo de la más reciente novela de Alejandra Jaramillo).