Crónicas del más allá (VI): las trampas de la memoria
Sexta y última entrega de una serie de ficción en la que la escritora Alejandra Jaramillo se encuentra con clásicos escritores fallecidos. Hoy, Gabriel García Márquez.
Alejandra Jaramillo Morales * / Especial para El Espectador
Lo vi de espaldas, caminando por las vías del tren. Daba pasos largos entre un listón y otro de madera. Lo envolvía un ambiente luminoso, una gran llanura verde, tan plana, que permitía ver casi hasta el infinito el movimiento de esa carrilera. Era un espacio tan imponente que no pude menos que pensar en el tren Transiberiano. Yo venía caminando por fuera del ferrocarril y cuando lo vi apuré el paso para acercarme. Me parecía un hombre inconfundible. Aun viéndolo desde atrás. Necesitaba confirmar que era quien estaba pensando. Corrí para quedar adelante de él. Me volteé, expectante, temerosa de que no fuera. (Recomendamos: Lea la primera entrega de esta serie: el encuentro con Julio Cortázar).
—¿Me ve? — me preguntó.
—Si— le contesté.
—Llega tarde — me dijo.
—¿A qué? — pregunté sorprendida.
—Acabo de salir de la casa. A veces aparece por ahí.
En medio de mi emoción por constatar que si era quien yo pensaba, empezó a explicarme que de vez en cuando, en su caminar por el ferrocarril, aparecía la gran casa. La casa de su infancia. Donde había vivido con su abuelo, su abuela y sus tías. Una casa de tierra ardiente, pero que aquí brotaba de un tamaño tan grande que las personas parecían simples hormigas deambulando por el espacio.
—Hasta los fantasmas son diminutos —dijo —lo único grande es mi emoción de verla.
Estaba frente a un hombre que había alcanzado la inmortalidad más extensa que cualquier otro colombiano podría alcanzar. Caminaba junto a Gabriel García Márquez. Y de solo verlo pensé en cuantas veces he esperado que en el futuro él sea el único motivo para recordar mi país. Que Colombia en la mente de los seres del mundo sea recordada por él y su obra y no por las atrocidades de nuestros criminales que suelen ser el primer referente que mencionan en el resto del mundo. (Recomendamos: Lea la segunda crónica de esta serie: encuentro con Clarice Lispector).
Mi acompañante debía estar cerca de los 50 años. Se le veía ya la cadencia de la fama, de un ser que sabe que ha logrado mucho de lo que soñaba. Llevaba una camisa de colores muy caribeña, un pantalón y unos zapatos blancos, todo impecable, cómo si andar a la intemperie no pudiera modificar nada de su persona. Y pocos minutos después confirmaría que, como todos los otros seres con los que he viajado por la muerte, pese a la edad física del cuerpo, tenía la conciencia de la vida completa.
Seguimos caminando juntos. Él en un ferrocarril y yo en el otro. Los pasos de él eran acompasados, armoniosos, conocía muy bien el andar en esos tablones. Yo me iba tropezando, sentía que entre un espacio y otro no alcanzaban mis pies a llegar a tiempo, pero poco a poco me fui acostumbrando y le cogí el paso. Seguimos caminando un rato en silencio.
—¿A qué ha venido? —me preguntó
—A verlo a usted, supongo.
—¿De dónde viene?
—La verdad, es muy claro de dónde vengo, de un momento en la vida, de un cierto año, pocos años después de su muerte. Lo difícil es saber dónde estoy.
Me miró sonriente, y siguió caminando.
—¿Adónde va? — le pregunté.
—Busco el agujero.
Debí hacer mi cara de mayor extrañeza, porque de inmediato soltó una carcajada y me dijo:
—No se preocupe, ahora lo va a entender.
Nos detuvimos frente a una tela de color vino tinto. ¿De dónde apareció? No lo sé. Apareció y ya. Ahí García Márquez se asomó por el agujero.
—Venga, venga rápido y mire —me dijo. Estiró una de sus manos y me agarró de la muñeca. Me estremeció sentir esa piel, estaba tibia, suave, me dio seguridad. Miré por el agujero. Había un grupo de niños y niñas correteando por una calle, bajo un sol resplandeciente, en un pueblo de casas bajas. Hacían la mímica de lanzarse algo con las manos.
—¿Los ve? — me explicó mi guía— están jugando con la nieve.
Claro, lo que yo no había entendido es que estiraban las manos para tomar la nieve imaginaria que veían en lo alto de la montaña, de la Sierra Nevada y luego la lanzaban entre ellos.
—Jugábamos a imaginar el frío, la nieve en nuestras manos.
Entonces lo vimos a él, de nueve años, un niño flacucho y asustadizo, lo vimos entrar en una casa, sentarse junto a una mujer, lo vimos perderse en las palabras, en la narración de esa mujer envolvente. Me sorprendió el acento de la mujer, no era costeña, era venezolana.
—Es mísia Juana de Freytes, cómo me gusta verla, era una matrona rozagante que tenía el don bíblico de la narración.
Las imágenes sucedían con absoluta nitidez. Era el Caribe en sus colores, en su calor abrasador, un paisaje de aire brillante, densificado por la insolencia de los rayos del sol. Entonces lo vimos salir de la casa. Iba tomado de la mano de su abuelo Nicolás Márquez. Caminaron hasta el teatro Olimpia y entraron al cine. Gabriel y yo seguíamos viéndolos desde el agujero. De manera vertiginosa paso frente a nuestros ojos la película, el regreso a casa, y sobre todo, lo que más me impactó, la hora de la cena. El niño Gabriel contándole a todas las mujeres de la casa la película. (Recomendamos: Lea la tercera entrega de la serie: encuentro con Yukio Mishima).
—Llegaba a tal extremo el detallismo de mi narración, que terminaba solo en la mesa, habiéndolas aburrido a todas — me dijo y los dos nos reímos.
—¿Quería hacer cine desde niño? — le pregunté.
—Quería escribir.
–—Pero intentó por todos lados hacer cine, bueno, hizo cine.
—Quería llegar a la gente, y hasta mis cuarenta años, con cinco libros publicados, sólo vendía 500 o 600 ejemplares. Entonces me parecía que el cine era la salida. Así se podía llegar a un público mucho más amplio. Yo no podía imaginar que un día un libro mío sería capaz de multiplicar las posibilidades de cualquier película.
–—¿O sea que dejó el cine cuando tuvo el éxito de Cien Años de Soledad?
–—No, seguí siempre con el cine, hasta fundar la escuela de cine en Cuba, aunque ya había descubierto que la novela es más potente porque exige la imaginación de los lectores. Además, no hace falta tanta parafernalia, se necesita un cuarto, un ordenador y un ser que sepa contar una historia.
La tela, que por un lapso de tiempo nos había vuelto por completo, desapareció. Seguíamos en el ferrocarril, pero esta vez la línea infinita atravesaba elevada una ciénaga. Ya no podía ser el tren Transiberiano, era una suerte de tren imposible que atravesaba las aguas burbujeantes y pasmadas de una ciénaga infinita.
—La Ciénaga Grande, casi como esta. Es un mito de mi infancia, la navegué varias veces con mi abuelo para ir a Barranquilla a visitar a mis padres.
Me explicó que desde niño tenía una memoria amañada. Guardaba los recuerdos del viaje, del agua, de las mareas repentinas de la ciénaga, y no el rostro de su madre. Cada vez que la veía le parecía que la estaba conociendo y al volver a casa en Aracataca, el rostro desaparecía, difuminado, y volvería a conocerla después, cuando volvieran a viajar. La ciénaga de la muerte, atravesada por el ferrocarril, parecía un remanso, pero, decía García Márquez, que en cualquier momento podía convertirse en un océano indómito.
Volvimos a encontrarnos con el agujero. Mi guía se mostró encantado. Me contó que no siempre surge tan seguido, que a veces pasa mucho tiempo deambulando sin llegar a su lugar favorito. Esta vez la vida se nos mostró como una película posmoderna. Tres pantallas a la vez, el Gabriel del pasado dividido en tres momentos. En primer lugar, el joven adolescente montándose por primera vez en un barco para surcar el Magdalena hasta Puerto Salgar. En segundo lugar, un poco mayor, Gabriel viajando en el tren de la dorada a Bogotá. Y, en tercer lugar, el joven escritor en diferentes momentos de su vida, caminando por Bogotá.
Vimos la fiesta de la primera noche en el barco, con orquesta y cena de gala. Aunque él estaba en la cubierta contemplando por última vez las luces del mundo que creía que un día iba a olvidar.
–—A veces el viaje duraba pocos días, de Barranquilla a Puerto Salgar, pero cuando estábamos en sequía era más entretenido navegar porque el viaje podía durar hasta tres semanas. Entonces no deteníamos en algún puerto y la fiesta duraba días y días.
Y el barco seguía deslizándose por el río y nosotros alcanzamos a oír un lamento desgarrador. Era el llanto de una hembra de Manatí que se había enredado en las ramas de un árbol caído, me explicó mi guía. Yo pensé en mi libro para adolescentes, El canto del manatí, y me di cuenta de que hablar con García Márquez era ir descubriendo paso a paso las marcas que su obra había dejado en mí.
Después lo vimos subir en ese tren que parecía gatear por las cornisas de las rocas y a veces se descolgaba para tomar impulso, como me contaba García Márquez, y empezaba el ascenso con un resuello de dragón. Me dijo que los pueblos del camino eran tristes y que allí empezó a sentir por primera vez lo que más lo estremecería de Bogotá: el frío. En un momento vimos abrirse a nuestra mirada la Sabana de Bogotá, el gran valle de los muiscas, pensé yo. (Recomendamos: Lea la cuarta entrega de esta serie: encuentro con Yukio Mishima).
—Esa sabana es quizás, uno de los lugares más impresionantes que vi en mi vida — me dijo sin dejar de mirar hacia la Sabana.
Luego llegó Bogotá. El adolescente que llega, el joven que va a la universidad, los cafés del centro de Bogotá. El Bogotazo.
—Mi abuelo y su hermano también tuvieron que huir de Bogotá en 1948 — le conté.
—¿También se salvaron del frío?
—Por un tiempo, después regresaron y vivieron el resto de su vida en esa ciudad de las montañas.
Me recordó que para él Bogotá había sido una imagen cenicienta, triste. Que lo había apabullado el clima, el frío húmedo de las sábanas, la ropa negra de los hombres y la ausencia de las mujeres en la calle.
—Usted es bogotana, supongo
—Sí, claro.
—Entonces no puede imaginarse lo que es descubrir el frío cuando uno nunca lo ha vivido.
—Tiene razón.
—Me perdonará, pero los cachacos eran insufribles.
—Lo sé, usted siempre peleó contra ellos, contra esa ciudad. Pero sé que allí le pasaron muchas cosas, encontró amigos que tuvo siempre cerca, le publicaron sus primeros textos, vivió varios momentos de éxito.
—Pero también allí descubrí que me iban a matar, que tenía que asilarme en México. Quise volver muchas veces a Bogotá, una vez hasta compramos un apartamento para vivir allí. Pero Bogotá fue siempre un lugar que no me recibía del todo.
—Recuerda la exposición que hizo uno de sus mayores admiradores, Gustavo Ramírez, ¿una exposición sobre su vida en Bogotá?.
Yo sabía que él había visitado esa exposición, organizada por uno de mis mejores amigos, quizás uno de los mayores coleccionistas de libros, cartas, recortes de prensa relacionados con García Márquez. (Lea la quinta entrega de la serie: encuentro con Alejandra Pizarnik).
–—Lo he visto sí, pero sabe, creo que ahí tal vez mi memoria estaba empezando a fallar, porque todo lo que me mostraba ese muchacho me parecía mentiras. No podía creer que todo eso me hubiera sucedido en esa ciudad fría y mustia.
Lo vimos caminando por la Universidad Nacional. Camilo Torres, Orlando Falls Borda, y un día que él no olvidaba, me explicó, cuando Pedro Salinas estuvo visitando el campus de la nacional.
—Hace casi dos décadas trabajo en la Universidad Nacional — le conté.
—¿Académica? – Me preguntó con un tono un poco burlón.
—Sí, académica, pero también escritora.
—¿Poeta?
—No, yo también intento escribir novela y cuento.
Me contó que a Pedro Salinas el gobierno colombiano no le quiso dar la residencia para quedarse a vivir en Colombia, y no dudó en echarme la pulla, porque esos gobiernos estaban tomados por el aire y las ideas bogotanas.
—Usted dice que escribe para los amigos —le dije.
—Así es, usted debe saberlo, la escritura es un acto solitario, pero alrededor de ella siempre estuvieron mis amigos acompañándome.
Las imágenes que nos devolvía el agujero empezaron a cambiar. Ahora estábamos en el mar, había mucha gente, alcancé a reconocer a Álvaro Cepeda Zamudio. Me alegré. Lo he leído siempre con mucho gusto.
–—Mi primer intento en el cine, haciendo una película con los amigos.
Entonces me habló de lo importante que fue llegar a Barranquilla, después de ese paso rápido por Cartagena. El encuentro con el sabio catalán Ramon Vinyes, Alfonso Fuenmayor, Alvaro y German. Como bien lo hemos oído en muchos lugares, fue el tiempo de las mejores lecturas, siguió las lecturas de la literatura europea y norteamericana que había empezado en Bogotá. Vivió importantes conversaciones literarias. Allí inicio a escribir su primera novela. Lo vimos llegar con un pequeño maletín de cuero bajo el brazo, donde guardaba las páginas que iba escribiendo de La hojarasca.
—Desde ese momento los amigos me acompañaron siempre en la escritura.
Me mostró la tarde, en 1965, en que salieron del cine con los amigos de México, Alvaro Mutis, Carlos Fuentes, Rita Macedo, Jomi García Ascot y María Luisa Elío, Fernando del Paso, Elena Garra y terminó contándoles la novela. Llevaba mucho tiempo pensándola, y hacía poco tiempo había descubierto por fin cómo escribirla. Desde sus primeros cuentos había surgido Macondo, y también había venido escribiendo por años un manuscrito en unos papeles largos, me fue contando, una novela que se llamaría La casa. Porque al comienzo iba a escribir una novela que no saldría de ese lugar, hasta que con los años descubrió que la casa era el pueblo, y debía escribir la historia de Macondo, Cien años de soledad. Entonces, esa tarde al salir del cine les contó todas las historias que venía tramando, todo lo que sabía ya sobre la novela. Y desde ese día su amiga María Luisa Elío empezó a interrogarlo permanentemente. Cuando por fin dejó todos los trabajos que tenía para encerrarse a escribir, para los amigos, era una suerte de fiesta ver el desarrollo de la novela.
—Por ese tiempo me encerraba desde las ocho de la mañana que los niños salían al colegio. Salía a las dos de la tarde para comer algo y saludar a los niños y me volvía a encerrar hasta las seis o siete de la noche cuando dejaba el cuarto y los encontraba en la casa, estaban todos en la mesa del comedor, tomando whisky y esperándome, ansiosos de saber qué había pasado ese día en Macondo. Y así siguió sucediendo hasta que le puse punto final a la novela.
Después llegaron las imágenes de los tiempos europeos. Los amigos del Boom. El agujero nos mostró un encuentro que yo no había oído nombrar nunca. Una tarde que viajaron en bus Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, José Donoso, Juan Goytisolo, a visitar a Julio Cortázar en su casa del sur de Francia. Era una fiesta magnífica. Cenaron en un restaurante. Me estremeció ver ese encuentro. Ya sabían que habían logrado el éxito, que sus libros se vendían como pan caliente, y quizá podían imaginarse que perdurarían en el tiempo, pero para mí, ver ese encuentro, tenerlos a todos allí al frente era un deleite, era como ver el punto de origen donde se tejían tantas lecturas y tantos aprendizajes de mi vida.
–—En otra oportunidad fuimos a cenar a un restaurante en Barcelona en que dejaban un papel en la mesa para que uno escribiera el pedido. Y nuestra conversación era tan acalorada que nadie se tomó el trabajo de escribir. Entonces vino el mesero y preguntó si en esta mesa no hay nadie que sepa escribir. Y como siempre, Mercedes, que resolvía todo, en medio de las risas, se tomó el trabajo de coger el papel y tomarnos el pedido.
Me reí, claro que conocía la anécdota. Pero era distinto verlos, porque en ese momento esa mesa apareció en las imágenes del agujero. Vi las carcajadas, los rostros iluminados, la conversación candente.
Después, vimos el interior del avión en que García Márquez viajo a Estocolmo con una banda inmensa de amigos. Escritores, músicos, políticos.
—Lo ve, mis amigos nunca dejaron de acompañarme.
Entonces me contó que cuando voló por primera vez en 1946 a Bogotá, descubrió que los aviones le producían más miedo que los fantasmas.
—Me subía aterrorizado, y lo único que podía tranquilizarme eran los vuelos en que desde la ventanilla podía ver la luna. Me parecía que con ese astro al lado nada podía pasarnos.
—De niña quise ser aviadora —le dije — o comentarista de fútbol o buzo.
—Tantos sueños, para terminar escribiendo — me dijo, otra vez con su tono jocoso.
—Usted ya sabe, hay destinos que no se pueden eludir.
—Dígamelo a mí —me dijo con una risa tan dulce que me dieron ganas de abrazarlo. Me contuve, por supuesto.
—¿Le gusta entrevistar escritores? — me preguntó.
—Sí, lo he hecho algunas veces.
—A mí las entrevistas me alborotan la úlcera.
—Yo no osaría entrevistarlo a usted. Me sentiría casi incapaz de acercármele. Es más, debo confesárselo, lo vi una vez en mi vida.
—Dirá en mi vida, porque usted sigue allá.
—Bueno sí, pero yo era demasiado joven y no fui capaz de decirle ni una palabra.
—Me hizo recordar de una vez en París, cuando vi a Hemingway, lo vi caminando por ahí, y yo también fue incapaz de acercarme sólo le grité maestro y levantó la mano y me saludó a lo lejos. Pero dígame ¿dónde me vio?
—En un lugar muy extraño para usted. Un familiar se estaba posicionando en la academia de la lengua en Bogotá y usted fue a acompañarlo.
—Uy que esfuerzo tan grande —me interrumpió.
—En medio de la ceremonia usted se salió del recinto. Tres personas entre los cientos de espectadores de ese evento salieron corriendo buscarlo. Los tres nos encontramos en el corredor y sólo uno de ellos le habló. Casualmente eran dos de mis tíos y yo. Mi tío le dijo que le encantaba lo que usted escribía, y usted le contestó: “desde hoy estaré esperando sus escritos”. Y siguió su camino, no se estaba yendo del lugar, solo iba para el baño.
—¿Sus tíos también escriben?
—No.
—Nadie sabe para quien trabaja.
La carrilera se extendía ahora en un campo montañoso. Colinas como las de Andalucía, secas y con escasos olivos. El cielo tenía un color violeta, y nosotros seguíamos caminando sin parar.
—¿Qué quiere ver? —me preguntó de repente.
Hasta ese momento yo pensaba que el agujero nos daba las imágenes de forma aleatoria, pero con esta pregunta pensé qué tal vez mi guía tenía el derecho de traer imágenes elegidas por él. La vida de García Márquez había transitado por tantos espacios, el poder en un nivel inusitado, consejero de tantos estadistas. El arte, la literatura. Había hecho cine con Luis Buñuel y con tantos otros. Había tanto que yo podría querer ver de la vida de García Márquez. Pero yo debía elegir algo. Y lo hice.
—La escritura.
Lo que sucedió a continuación fue maravilloso. El campo visual que nos daba el nuevo agujero que brotó de la nada, se convirtió en una pantalla de múltiples recuadros pequeños. Todos eran habitaciones, con libros, una mesa, una máquina de escribir o un computador, y él, Gabriel, escribiendo de frente, de perfil, de espaldas en todas ellas.
—Ahí los tiene, todas las habitaciones donde escribí en mi vida. Desde la soledad de la incertidumbre hasta la soledad del poder, claro, pasando por la soledad de la fama.
Él las recordaba todas. Hizo un primer recorrido por las ciudades donde quedaba cada uno de esos cuartos. Luego me fue hablando de las novelas, hasta que en unas decidió detenerse.
—Barranquilla. El cuarto del burdel, uno de los pocos lugares donde a veces no tenía nada para comer. Me salvaron los amigos, usted lo sabe. No todos los días tenía el peso con cincuenta para pagar la habitación. A veces tenía que dejarle al portero empeñados mis papeles de la escritura para que me dejara pasar la noche y pagarle unos días después.
En ese cuarto había empezado a escribir su primera novela. Cuando ya tenía algo avanzado se la mostró al sabio catalán, Ramón Vinyes, quien lo impulsó a seguir escribiendo.
—La buhardilla de París. Y El coronel no tiene quien escriba.
En esa habitación también había pasado hambre. El Espectador lo mandó a cubrir unos eventos en Suiza e Italia y por culpa del gobierno militar de Rojas Pinilla el periódico terminó siendo cerrado. García Márquez me contó, lo que ya sabemos, que su gran emoción fue perder el trabajo para quedarse en París escribiendo.
— Allí descubrí que el ímpetu final de una idea literaria despierta en la conjunción entre la vida y la escritura.
Me explicó que por años había querido contar esa historia de su abuelo esperando la jubilación. Que se imaginó que era una suerte de comedia, y que sólo cuando se pudo unir a su espera agónica de un cheque que le permitiera sobrevivir descubrió la manera de contar la novela.
—Era una tragedia, y yo la estaba viviendo.
Después me señaló “El cuarto de la mafia”, en México. El cuarto del que salía todas las tardes a encontrarse con los amigos que esperaban las buenas nuevas del avance de la novela de Macondo. Me deslumbró la escena. La escritura frenética por momentos, y en otros minuciosa, detallada, cada palabra pensada. Luego venían los errores y la página arrancada de la máquina escribir y un nuevo comienzo. Toda la página de nuevo hasta terminar, entrada la noche, con una cuartilla en limpio.
—Hasta ahí, todo era incertidumbre. Ya se lo dije, mis libros no se habían vendido.
Luego me señaló el primer cuarto de la soledad de la fama. Barcelona. Un viaje al encuentro de la nostalgia de Ramón Vinyes. Aunque García Márquez había prometido que no viajaría a España mientras el régimen de Franco no cayera, terminó sintiendo que ese “señor” era eterno y decidió romper la promesa.
—Después del éxito rotundo de Cien años de soledad yo no quería seguir con Macondo, no quería darles a los lectores lo que estaban esperando. Por fin había encontrado como contar la novela del dictador. Me encerré a escribir contra Cien años de soledad. Así como esa novela había sido contra el cine, contra todas las reglas, esta era contra Macondo.
—Se ha hablado mucho de quién era el modelo suyo para el dictador. Que lo escribió con una mezcla de dictadores distintos. Dictadores que usted conocía.
—Usted debe saber que no es así, la mezcla que hace a un personaje es mucho más depurada. Es el final de un largo camino. Pero, sobre todo, ese personaje encarnaba la soledad de la fama en que yo estaba encerrado. Era yo habiendo logrado mi cometido máximo de llegar a tanta gente con un solo libro, y ahora les iba a dar la espalda.
—¿Se imaginaba usted que la crítica lo iba a desdeñar?
—No podía saberlo. Pero dígame qué ha pasado con El otoño del patriarca.
—Creo que El otoño del patriarca, así como Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón de Albalucía Ángel, dos libros complejísimos, que revolucionaron la narrativa colombiana por fin han encontrado sus verdaderos lectores. Usted lo sabía, tenía que pasar el tiempo.
—¡La pájara!
—Sí, una de mis mayores maestras.
—Una caja de música esa mujer—contestó rememorando algunos de los momentos que pasaron juntos en Barcelona.
—Pero qué piensa usted de El otoño —agregó.
—Mi relación con sus libros es entrañable, una suerte de senda de vida. De Cien años de soledad pienso que es una novela inteligente.
—Realista — me interrumpió.
–El otoño, la virtuosa. – continué mi explicación –Y El amor en los tiempos del cólera la seductora.
Me mostró el cuarto de hotel en Suecia, cuando iba a recibir el Nóbel. Una habitación en la que no escribió, pero que marcó un impacto tremendo en la vida del escritor.
—Esa noche cuando me acosté caí rendido y me dormí. De pronto me desperté en la cama, y me acordé de que ahí habían dormido otros ganadores del premio. Rudyar Kipling, Thomas Mann, Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, William Faulkner, entonces me entró pánico y acabé durmiendo en el sofá.
—No me lo alcanzo ni a imaginar —le dije y pensé en las mujeres ganadoras del premio que habían estado en ese cuarto.
—Después de ganarme el Nóbel pensé que iba a morir; había algo ahí, en el fondo, algo oscuro, algo debajo de la superficie de las cosas.
—Por suerte no fue así.
—Por suerte, y pude seguir escribiendo. Mire esta habitación —señalo otro de los recuadros— Cartagena, el salto al vacío. Una novela sobre el amor. La primera escrita en ordenador.
Es el cuarto en el que escribió El amor en los tiempos del cólera. Entonces la pantalla me dejó ver mucho más. Las caminatas por Cartagena, buscando las locaciones de la novela, las largas entrevistas que hacía en las tardes a su mamá y a su papá, por separado, porque iba a contar la historia de los amores contrariados de la juventud de sus padres.
—Ya no puedo contar cuantas veces la he leído —le expliqué –—pero hay dos lecturas que son muy importantes para mí. Cuando salió la novela la oí contar muchas veces. En la casa de mis abuelos maternos no se hablaba de nada diferente, todos estaban leyendo la novela. Poco después mi mamá me llevó a un viaje por el Amazonas, y allí, en la cubierta de un barco carguero, viendo delfines rosados, la leí, tenía 14 años.
—¿Y la segunda?
La segunda había sido en Nuevo Orleans. Y le expliqué que era una lectura memorable porque la hice sentada junto al río Mississippi. Me iba al French Quarter con el libro y leía desde ahí. En ese lugar donde él había dicho que empezaba el Caribe. Yo había logrado constatarlo. Le conté también que en una fiesta en esos años en que estudiaba en esa ciudad nos propusimos contar cada uno un secreto. Y yo que era una estudiante dedicada a la literatura argentina, a las metanarrativas y los mundos mentales y filosóficos de esa literatura, tuve que confesarme.
—Les conté que, pese a mis deseos, yo también era una sombra, como Florentino Ariza, y no sabía hacer nada distinto a escribir cartas de amor.
Al parecer le conmovió mi confesión. Porque en ese instante puso su brazo sobre mis hombros y me dio un apretón fuerte. Yo nunca me había imaginado que más importante que hablar con él fuera la cercanía que ahora sentía.
—Pero ahora tengo que confesarle algo más a usted. Porque allá en el Mississippi empecé mi primera novela. Y aunque me preciaba de ser una lectora asidua de Borges, esa novela era un homenaje a usted. Mis personajes protagonistas se llamaban Fermín y Flora. Era una inversión de roles, ya se lo dije, y yo me sentí identificada con Florentino Ariza desde la primera lectura.
—Mejor no le pregunto más sobre ese asunto de su identificación con Florentino, qué peligro— agregó muerto de risa.
El maestro seguía abrazándome. Los dos mirando el agujero. La multiplicidad de pantallas que seguían fulgurando. Entonces me señaló un nuevo cuarto. El de la soledad del poder, García Márquez escribiendo una novela sobre Simón Bolívar.
—Una vez más la vida del escritor tejida la vida del protagonista. Yo había adquirido tanto poder y sin embargo estaba siempre de regreso en el cuarto de la soledad. No podía entender lo que estaba sucediendo.
—Debo contarle algo —le dije.
—Uy eso suena a otra confesión.
—Sí, pero no tiene que ver conmigo. Yo vengo del año 2022, y adunque usted no lo crea acabamos de elegir por primera vez en la historia de Colombia un presidente de izquierda.
Me soltó, me tomó por los hombros y me puso frente a él. Me impresionó la nitidez de su mirada, la alegría que apareció en esa cara que ahora había adquirido años, muchos años. Era el hombre anciano de los últimos años de su vida.
—Se llama Gustavo Petro, tal vez usted lo recuerde, y en su discurso de posesión lo invocó a usted, a sus Cien años de soledad.
—Maravilloso — dijo y se volteó de nuevo para mostrarme otra de las habitaciones de la soledad. Esta vez le tocó el turno a la habitación donde escribió Noticia de un secuestro. Explicó que había escrito ese gran reportaje para enseñarle a sus estudiantes de la escuela de periodismo en Cartagena que se puede escribir en tiempos largos. Además, porque le gustaba regresar al reportaje para volver al mundo real: los novelistas vamos perdiendo el sentido de la realidad. Hizo esa gran investigación, la gran construcción de la realidad, para entregarles un reportaje en cámara lenta.
—Ya usted sabe —me explicó —el periodismo cayó en esa velocidad absurda de la televisión y la radio, y se fue al traste.
Recordé las muchas veces que García Márquez quiso hacer trabajos para Colombia. Su participación en la fundación de la revista Alternativa, años después el noticiero QAP, y sobre todo la creación del primer comité de derechos humanos Habeas. Pero eran temas de los que en ese momento no quise hablarle.
Entonces, me señaló el último cuarto que me iba mostrar. Estaba escribiendo sus memorias. Me contó que tuvo que leer otra vez toda su obra, para recomponer el tejido entre vida y creación que había hecho posible esa escritura. Me pareció paradójico que mientras volvió a leerlo todo, estaba llegando el tiempo en que empezaba a perderlo todo. Me contó que con las memorias quería demostrar que sus novelas eran realistas, especialmente Cien años de soledad. Porque para él era inaudito que la leyeran cómo algo mágico, por eso había insistido en que estaba narrando lo que le contaba la abuela y cómo ella lo contaba. Era una realidad que en otros países no podían entender.
—En Francia me dieron un premio y no fui a recibirlo, allá me había ganado la racionalidad, me había ganado Descartes.
Nos reímos y siguió haciendo chistes sobre las diferentes lecturas que se hacían de su obra. De su rabia con los críticos que no podían entender que él contaba lo que había visto, lo que había vivido.
—Cuídese mucho de sus palabras, porque casi siempre son mandatos. —me dijo con cara muy seria. Me imaginé que me iba a hacer algún otro chiste. Pero no fue así. —En el año 1995 me hicieron una entrevista para la televisión española, tal vez usted la haya visto, y lo primero que me preguntó la entrevistadora fue: si pudiera mirar por un agujero qué quisiera ver. Le contesté que la vida desde la muerte. Y aquí me tiene.
Esa era su muerte. Mirar por el agujero, ver la vida, recomponerla después de haberla perdido.
—Pensaba que la muerte era una trampa, una traición, y aunque me mantengo, debo agradecer el don de mi muerte. Volver a ver la vida en orden.
Contó que sus últimos años habían sido un martirio. Empezó a olvidar números, datos de libros y acontecimientos recientes, aunque había sido antes un profesional de la memoria. Le daba miedo pues su madre había terminado sin saber quién era ella, preguntándole contantemente: “¿Y tú de quién eres hijo?”. Sabía que perder la memoria era una posibilidad hereditaria y lo fue viviendo. Para sus seres cercanos se convirtió en una complicación cotidiana. No recordaba si había comido, repetía muchas veces las mismas frases y pedía varias veces lo mismo, como una tarde en una parranda vallenata que pidió varias veces la misma canción, aunque recientemente había sonado y a sus acompañantes se les heló el alma. Me cuenta que desde la muerte pudo ver cuando Mercedes o sus hijos le leían partes de su obra, buscaban resonancias en la memoria, pero él insistía en no haber escrito nada de eso.
—Puedo imaginar el dolor que sentían. Pero para mí el sufrimiento era otro.
Mas que la desconexión con el mundo que lo rodeaba para él lo más brutal era desconectarse de sus obras. Para un escritor, me decía, la obra es siempre una urdimbre entre vida y creación. Los lectores reciben la creación, pero para uno lo importante es que cada frase que ha escrito está atada a la vida, a la cotidianidad de las reflexiones y las acciones. Lo que él había perdido era precisamente esa conexión que le daba sentido a su vida. Los recuerdos venían sin hilo que los zurciera, todo estaba deshilvanado.
—Lo siento, maestro. Debo contarle que en el año 2013 pasé varios meses en Cartagena. Estaba en un sabático y preparaba la escritura de un libro de cuentos. Por esos días pasé muchos momentos sentada en la muralla, de día y de noche, frente a su casa. Me dolía imaginar ese vacío que lo asediaba. Odiaba la idea que me rondaba de que la vida para quienes nacemos en Colombia tiende siempre a un final trágico.
—Es lo peor que le puede pasar a un escritor. Había perdido el sentido de la vida: la piedra filosofal que me hacía ser: mis libros. Entonces llegó la muerte, yo que tanto le temía, y me trajo la felicidad de recuperar los recuerdos. Una gran paradoja; en la muerte volví a ser yo mismo.
* Alejandra Jaramillo Morales es una escritora bogotana, autora de las novelas La ciudad sitiada (2006), Acaso la muerte (2010), Magnolias para una infiel (2017), Mandala (2017), un proyecto de escritura digital, y Las lectoras del quijote (2022), su primera incursión en la novela histórica. Publicó los libros de cuentos Variaciones sobre un tema inasible (2009), Sin remitente (2012) y Las grietas (2017), ganador del Concurso Nacional de la Cámara de Comercio de Medellín y nominado al Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2018. Escribe novelas para adolescentes (sello Loqueleo): Martina y la carta del monje Yukio (2015), El canto del manatí (2019) y Los mundos distópicos de Camilo Chang (en impresión, 2022). Entre sus libros de crítica están Nación y melancolía: narrativas de la violencia en Colombia (2006) y Disidencias, ensayos para una arqueología del conocimiento en la literatura latinoamericana del siglo XX (2013). Es docente de la Universidad Nacional de Colombia. (Recomendamos: Lea un capítulo de la más reciente novela de Alejandra Jaramillo).
Lo vi de espaldas, caminando por las vías del tren. Daba pasos largos entre un listón y otro de madera. Lo envolvía un ambiente luminoso, una gran llanura verde, tan plana, que permitía ver casi hasta el infinito el movimiento de esa carrilera. Era un espacio tan imponente que no pude menos que pensar en el tren Transiberiano. Yo venía caminando por fuera del ferrocarril y cuando lo vi apuré el paso para acercarme. Me parecía un hombre inconfundible. Aun viéndolo desde atrás. Necesitaba confirmar que era quien estaba pensando. Corrí para quedar adelante de él. Me volteé, expectante, temerosa de que no fuera. (Recomendamos: Lea la primera entrega de esta serie: el encuentro con Julio Cortázar).
—¿Me ve? — me preguntó.
—Si— le contesté.
—Llega tarde — me dijo.
—¿A qué? — pregunté sorprendida.
—Acabo de salir de la casa. A veces aparece por ahí.
En medio de mi emoción por constatar que si era quien yo pensaba, empezó a explicarme que de vez en cuando, en su caminar por el ferrocarril, aparecía la gran casa. La casa de su infancia. Donde había vivido con su abuelo, su abuela y sus tías. Una casa de tierra ardiente, pero que aquí brotaba de un tamaño tan grande que las personas parecían simples hormigas deambulando por el espacio.
—Hasta los fantasmas son diminutos —dijo —lo único grande es mi emoción de verla.
Estaba frente a un hombre que había alcanzado la inmortalidad más extensa que cualquier otro colombiano podría alcanzar. Caminaba junto a Gabriel García Márquez. Y de solo verlo pensé en cuantas veces he esperado que en el futuro él sea el único motivo para recordar mi país. Que Colombia en la mente de los seres del mundo sea recordada por él y su obra y no por las atrocidades de nuestros criminales que suelen ser el primer referente que mencionan en el resto del mundo. (Recomendamos: Lea la segunda crónica de esta serie: encuentro con Clarice Lispector).
Mi acompañante debía estar cerca de los 50 años. Se le veía ya la cadencia de la fama, de un ser que sabe que ha logrado mucho de lo que soñaba. Llevaba una camisa de colores muy caribeña, un pantalón y unos zapatos blancos, todo impecable, cómo si andar a la intemperie no pudiera modificar nada de su persona. Y pocos minutos después confirmaría que, como todos los otros seres con los que he viajado por la muerte, pese a la edad física del cuerpo, tenía la conciencia de la vida completa.
Seguimos caminando juntos. Él en un ferrocarril y yo en el otro. Los pasos de él eran acompasados, armoniosos, conocía muy bien el andar en esos tablones. Yo me iba tropezando, sentía que entre un espacio y otro no alcanzaban mis pies a llegar a tiempo, pero poco a poco me fui acostumbrando y le cogí el paso. Seguimos caminando un rato en silencio.
—¿A qué ha venido? —me preguntó
—A verlo a usted, supongo.
—¿De dónde viene?
—La verdad, es muy claro de dónde vengo, de un momento en la vida, de un cierto año, pocos años después de su muerte. Lo difícil es saber dónde estoy.
Me miró sonriente, y siguió caminando.
—¿Adónde va? — le pregunté.
—Busco el agujero.
Debí hacer mi cara de mayor extrañeza, porque de inmediato soltó una carcajada y me dijo:
—No se preocupe, ahora lo va a entender.
Nos detuvimos frente a una tela de color vino tinto. ¿De dónde apareció? No lo sé. Apareció y ya. Ahí García Márquez se asomó por el agujero.
—Venga, venga rápido y mire —me dijo. Estiró una de sus manos y me agarró de la muñeca. Me estremeció sentir esa piel, estaba tibia, suave, me dio seguridad. Miré por el agujero. Había un grupo de niños y niñas correteando por una calle, bajo un sol resplandeciente, en un pueblo de casas bajas. Hacían la mímica de lanzarse algo con las manos.
—¿Los ve? — me explicó mi guía— están jugando con la nieve.
Claro, lo que yo no había entendido es que estiraban las manos para tomar la nieve imaginaria que veían en lo alto de la montaña, de la Sierra Nevada y luego la lanzaban entre ellos.
—Jugábamos a imaginar el frío, la nieve en nuestras manos.
Entonces lo vimos a él, de nueve años, un niño flacucho y asustadizo, lo vimos entrar en una casa, sentarse junto a una mujer, lo vimos perderse en las palabras, en la narración de esa mujer envolvente. Me sorprendió el acento de la mujer, no era costeña, era venezolana.
—Es mísia Juana de Freytes, cómo me gusta verla, era una matrona rozagante que tenía el don bíblico de la narración.
Las imágenes sucedían con absoluta nitidez. Era el Caribe en sus colores, en su calor abrasador, un paisaje de aire brillante, densificado por la insolencia de los rayos del sol. Entonces lo vimos salir de la casa. Iba tomado de la mano de su abuelo Nicolás Márquez. Caminaron hasta el teatro Olimpia y entraron al cine. Gabriel y yo seguíamos viéndolos desde el agujero. De manera vertiginosa paso frente a nuestros ojos la película, el regreso a casa, y sobre todo, lo que más me impactó, la hora de la cena. El niño Gabriel contándole a todas las mujeres de la casa la película. (Recomendamos: Lea la tercera entrega de la serie: encuentro con Yukio Mishima).
—Llegaba a tal extremo el detallismo de mi narración, que terminaba solo en la mesa, habiéndolas aburrido a todas — me dijo y los dos nos reímos.
—¿Quería hacer cine desde niño? — le pregunté.
—Quería escribir.
–—Pero intentó por todos lados hacer cine, bueno, hizo cine.
—Quería llegar a la gente, y hasta mis cuarenta años, con cinco libros publicados, sólo vendía 500 o 600 ejemplares. Entonces me parecía que el cine era la salida. Así se podía llegar a un público mucho más amplio. Yo no podía imaginar que un día un libro mío sería capaz de multiplicar las posibilidades de cualquier película.
–—¿O sea que dejó el cine cuando tuvo el éxito de Cien Años de Soledad?
–—No, seguí siempre con el cine, hasta fundar la escuela de cine en Cuba, aunque ya había descubierto que la novela es más potente porque exige la imaginación de los lectores. Además, no hace falta tanta parafernalia, se necesita un cuarto, un ordenador y un ser que sepa contar una historia.
La tela, que por un lapso de tiempo nos había vuelto por completo, desapareció. Seguíamos en el ferrocarril, pero esta vez la línea infinita atravesaba elevada una ciénaga. Ya no podía ser el tren Transiberiano, era una suerte de tren imposible que atravesaba las aguas burbujeantes y pasmadas de una ciénaga infinita.
—La Ciénaga Grande, casi como esta. Es un mito de mi infancia, la navegué varias veces con mi abuelo para ir a Barranquilla a visitar a mis padres.
Me explicó que desde niño tenía una memoria amañada. Guardaba los recuerdos del viaje, del agua, de las mareas repentinas de la ciénaga, y no el rostro de su madre. Cada vez que la veía le parecía que la estaba conociendo y al volver a casa en Aracataca, el rostro desaparecía, difuminado, y volvería a conocerla después, cuando volvieran a viajar. La ciénaga de la muerte, atravesada por el ferrocarril, parecía un remanso, pero, decía García Márquez, que en cualquier momento podía convertirse en un océano indómito.
Volvimos a encontrarnos con el agujero. Mi guía se mostró encantado. Me contó que no siempre surge tan seguido, que a veces pasa mucho tiempo deambulando sin llegar a su lugar favorito. Esta vez la vida se nos mostró como una película posmoderna. Tres pantallas a la vez, el Gabriel del pasado dividido en tres momentos. En primer lugar, el joven adolescente montándose por primera vez en un barco para surcar el Magdalena hasta Puerto Salgar. En segundo lugar, un poco mayor, Gabriel viajando en el tren de la dorada a Bogotá. Y, en tercer lugar, el joven escritor en diferentes momentos de su vida, caminando por Bogotá.
Vimos la fiesta de la primera noche en el barco, con orquesta y cena de gala. Aunque él estaba en la cubierta contemplando por última vez las luces del mundo que creía que un día iba a olvidar.
–—A veces el viaje duraba pocos días, de Barranquilla a Puerto Salgar, pero cuando estábamos en sequía era más entretenido navegar porque el viaje podía durar hasta tres semanas. Entonces no deteníamos en algún puerto y la fiesta duraba días y días.
Y el barco seguía deslizándose por el río y nosotros alcanzamos a oír un lamento desgarrador. Era el llanto de una hembra de Manatí que se había enredado en las ramas de un árbol caído, me explicó mi guía. Yo pensé en mi libro para adolescentes, El canto del manatí, y me di cuenta de que hablar con García Márquez era ir descubriendo paso a paso las marcas que su obra había dejado en mí.
Después lo vimos subir en ese tren que parecía gatear por las cornisas de las rocas y a veces se descolgaba para tomar impulso, como me contaba García Márquez, y empezaba el ascenso con un resuello de dragón. Me dijo que los pueblos del camino eran tristes y que allí empezó a sentir por primera vez lo que más lo estremecería de Bogotá: el frío. En un momento vimos abrirse a nuestra mirada la Sabana de Bogotá, el gran valle de los muiscas, pensé yo. (Recomendamos: Lea la cuarta entrega de esta serie: encuentro con Yukio Mishima).
—Esa sabana es quizás, uno de los lugares más impresionantes que vi en mi vida — me dijo sin dejar de mirar hacia la Sabana.
Luego llegó Bogotá. El adolescente que llega, el joven que va a la universidad, los cafés del centro de Bogotá. El Bogotazo.
—Mi abuelo y su hermano también tuvieron que huir de Bogotá en 1948 — le conté.
—¿También se salvaron del frío?
—Por un tiempo, después regresaron y vivieron el resto de su vida en esa ciudad de las montañas.
Me recordó que para él Bogotá había sido una imagen cenicienta, triste. Que lo había apabullado el clima, el frío húmedo de las sábanas, la ropa negra de los hombres y la ausencia de las mujeres en la calle.
—Usted es bogotana, supongo
—Sí, claro.
—Entonces no puede imaginarse lo que es descubrir el frío cuando uno nunca lo ha vivido.
—Tiene razón.
—Me perdonará, pero los cachacos eran insufribles.
—Lo sé, usted siempre peleó contra ellos, contra esa ciudad. Pero sé que allí le pasaron muchas cosas, encontró amigos que tuvo siempre cerca, le publicaron sus primeros textos, vivió varios momentos de éxito.
—Pero también allí descubrí que me iban a matar, que tenía que asilarme en México. Quise volver muchas veces a Bogotá, una vez hasta compramos un apartamento para vivir allí. Pero Bogotá fue siempre un lugar que no me recibía del todo.
—Recuerda la exposición que hizo uno de sus mayores admiradores, Gustavo Ramírez, ¿una exposición sobre su vida en Bogotá?.
Yo sabía que él había visitado esa exposición, organizada por uno de mis mejores amigos, quizás uno de los mayores coleccionistas de libros, cartas, recortes de prensa relacionados con García Márquez. (Lea la quinta entrega de la serie: encuentro con Alejandra Pizarnik).
–—Lo he visto sí, pero sabe, creo que ahí tal vez mi memoria estaba empezando a fallar, porque todo lo que me mostraba ese muchacho me parecía mentiras. No podía creer que todo eso me hubiera sucedido en esa ciudad fría y mustia.
Lo vimos caminando por la Universidad Nacional. Camilo Torres, Orlando Falls Borda, y un día que él no olvidaba, me explicó, cuando Pedro Salinas estuvo visitando el campus de la nacional.
—Hace casi dos décadas trabajo en la Universidad Nacional — le conté.
—¿Académica? – Me preguntó con un tono un poco burlón.
—Sí, académica, pero también escritora.
—¿Poeta?
—No, yo también intento escribir novela y cuento.
Me contó que a Pedro Salinas el gobierno colombiano no le quiso dar la residencia para quedarse a vivir en Colombia, y no dudó en echarme la pulla, porque esos gobiernos estaban tomados por el aire y las ideas bogotanas.
—Usted dice que escribe para los amigos —le dije.
—Así es, usted debe saberlo, la escritura es un acto solitario, pero alrededor de ella siempre estuvieron mis amigos acompañándome.
Las imágenes que nos devolvía el agujero empezaron a cambiar. Ahora estábamos en el mar, había mucha gente, alcancé a reconocer a Álvaro Cepeda Zamudio. Me alegré. Lo he leído siempre con mucho gusto.
–—Mi primer intento en el cine, haciendo una película con los amigos.
Entonces me habló de lo importante que fue llegar a Barranquilla, después de ese paso rápido por Cartagena. El encuentro con el sabio catalán Ramon Vinyes, Alfonso Fuenmayor, Alvaro y German. Como bien lo hemos oído en muchos lugares, fue el tiempo de las mejores lecturas, siguió las lecturas de la literatura europea y norteamericana que había empezado en Bogotá. Vivió importantes conversaciones literarias. Allí inicio a escribir su primera novela. Lo vimos llegar con un pequeño maletín de cuero bajo el brazo, donde guardaba las páginas que iba escribiendo de La hojarasca.
—Desde ese momento los amigos me acompañaron siempre en la escritura.
Me mostró la tarde, en 1965, en que salieron del cine con los amigos de México, Alvaro Mutis, Carlos Fuentes, Rita Macedo, Jomi García Ascot y María Luisa Elío, Fernando del Paso, Elena Garra y terminó contándoles la novela. Llevaba mucho tiempo pensándola, y hacía poco tiempo había descubierto por fin cómo escribirla. Desde sus primeros cuentos había surgido Macondo, y también había venido escribiendo por años un manuscrito en unos papeles largos, me fue contando, una novela que se llamaría La casa. Porque al comienzo iba a escribir una novela que no saldría de ese lugar, hasta que con los años descubrió que la casa era el pueblo, y debía escribir la historia de Macondo, Cien años de soledad. Entonces, esa tarde al salir del cine les contó todas las historias que venía tramando, todo lo que sabía ya sobre la novela. Y desde ese día su amiga María Luisa Elío empezó a interrogarlo permanentemente. Cuando por fin dejó todos los trabajos que tenía para encerrarse a escribir, para los amigos, era una suerte de fiesta ver el desarrollo de la novela.
—Por ese tiempo me encerraba desde las ocho de la mañana que los niños salían al colegio. Salía a las dos de la tarde para comer algo y saludar a los niños y me volvía a encerrar hasta las seis o siete de la noche cuando dejaba el cuarto y los encontraba en la casa, estaban todos en la mesa del comedor, tomando whisky y esperándome, ansiosos de saber qué había pasado ese día en Macondo. Y así siguió sucediendo hasta que le puse punto final a la novela.
Después llegaron las imágenes de los tiempos europeos. Los amigos del Boom. El agujero nos mostró un encuentro que yo no había oído nombrar nunca. Una tarde que viajaron en bus Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, José Donoso, Juan Goytisolo, a visitar a Julio Cortázar en su casa del sur de Francia. Era una fiesta magnífica. Cenaron en un restaurante. Me estremeció ver ese encuentro. Ya sabían que habían logrado el éxito, que sus libros se vendían como pan caliente, y quizá podían imaginarse que perdurarían en el tiempo, pero para mí, ver ese encuentro, tenerlos a todos allí al frente era un deleite, era como ver el punto de origen donde se tejían tantas lecturas y tantos aprendizajes de mi vida.
–—En otra oportunidad fuimos a cenar a un restaurante en Barcelona en que dejaban un papel en la mesa para que uno escribiera el pedido. Y nuestra conversación era tan acalorada que nadie se tomó el trabajo de escribir. Entonces vino el mesero y preguntó si en esta mesa no hay nadie que sepa escribir. Y como siempre, Mercedes, que resolvía todo, en medio de las risas, se tomó el trabajo de coger el papel y tomarnos el pedido.
Me reí, claro que conocía la anécdota. Pero era distinto verlos, porque en ese momento esa mesa apareció en las imágenes del agujero. Vi las carcajadas, los rostros iluminados, la conversación candente.
Después, vimos el interior del avión en que García Márquez viajo a Estocolmo con una banda inmensa de amigos. Escritores, músicos, políticos.
—Lo ve, mis amigos nunca dejaron de acompañarme.
Entonces me contó que cuando voló por primera vez en 1946 a Bogotá, descubrió que los aviones le producían más miedo que los fantasmas.
—Me subía aterrorizado, y lo único que podía tranquilizarme eran los vuelos en que desde la ventanilla podía ver la luna. Me parecía que con ese astro al lado nada podía pasarnos.
—De niña quise ser aviadora —le dije — o comentarista de fútbol o buzo.
—Tantos sueños, para terminar escribiendo — me dijo, otra vez con su tono jocoso.
—Usted ya sabe, hay destinos que no se pueden eludir.
—Dígamelo a mí —me dijo con una risa tan dulce que me dieron ganas de abrazarlo. Me contuve, por supuesto.
—¿Le gusta entrevistar escritores? — me preguntó.
—Sí, lo he hecho algunas veces.
—A mí las entrevistas me alborotan la úlcera.
—Yo no osaría entrevistarlo a usted. Me sentiría casi incapaz de acercármele. Es más, debo confesárselo, lo vi una vez en mi vida.
—Dirá en mi vida, porque usted sigue allá.
—Bueno sí, pero yo era demasiado joven y no fui capaz de decirle ni una palabra.
—Me hizo recordar de una vez en París, cuando vi a Hemingway, lo vi caminando por ahí, y yo también fue incapaz de acercarme sólo le grité maestro y levantó la mano y me saludó a lo lejos. Pero dígame ¿dónde me vio?
—En un lugar muy extraño para usted. Un familiar se estaba posicionando en la academia de la lengua en Bogotá y usted fue a acompañarlo.
—Uy que esfuerzo tan grande —me interrumpió.
—En medio de la ceremonia usted se salió del recinto. Tres personas entre los cientos de espectadores de ese evento salieron corriendo buscarlo. Los tres nos encontramos en el corredor y sólo uno de ellos le habló. Casualmente eran dos de mis tíos y yo. Mi tío le dijo que le encantaba lo que usted escribía, y usted le contestó: “desde hoy estaré esperando sus escritos”. Y siguió su camino, no se estaba yendo del lugar, solo iba para el baño.
—¿Sus tíos también escriben?
—No.
—Nadie sabe para quien trabaja.
La carrilera se extendía ahora en un campo montañoso. Colinas como las de Andalucía, secas y con escasos olivos. El cielo tenía un color violeta, y nosotros seguíamos caminando sin parar.
—¿Qué quiere ver? —me preguntó de repente.
Hasta ese momento yo pensaba que el agujero nos daba las imágenes de forma aleatoria, pero con esta pregunta pensé qué tal vez mi guía tenía el derecho de traer imágenes elegidas por él. La vida de García Márquez había transitado por tantos espacios, el poder en un nivel inusitado, consejero de tantos estadistas. El arte, la literatura. Había hecho cine con Luis Buñuel y con tantos otros. Había tanto que yo podría querer ver de la vida de García Márquez. Pero yo debía elegir algo. Y lo hice.
—La escritura.
Lo que sucedió a continuación fue maravilloso. El campo visual que nos daba el nuevo agujero que brotó de la nada, se convirtió en una pantalla de múltiples recuadros pequeños. Todos eran habitaciones, con libros, una mesa, una máquina de escribir o un computador, y él, Gabriel, escribiendo de frente, de perfil, de espaldas en todas ellas.
—Ahí los tiene, todas las habitaciones donde escribí en mi vida. Desde la soledad de la incertidumbre hasta la soledad del poder, claro, pasando por la soledad de la fama.
Él las recordaba todas. Hizo un primer recorrido por las ciudades donde quedaba cada uno de esos cuartos. Luego me fue hablando de las novelas, hasta que en unas decidió detenerse.
—Barranquilla. El cuarto del burdel, uno de los pocos lugares donde a veces no tenía nada para comer. Me salvaron los amigos, usted lo sabe. No todos los días tenía el peso con cincuenta para pagar la habitación. A veces tenía que dejarle al portero empeñados mis papeles de la escritura para que me dejara pasar la noche y pagarle unos días después.
En ese cuarto había empezado a escribir su primera novela. Cuando ya tenía algo avanzado se la mostró al sabio catalán, Ramón Vinyes, quien lo impulsó a seguir escribiendo.
—La buhardilla de París. Y El coronel no tiene quien escriba.
En esa habitación también había pasado hambre. El Espectador lo mandó a cubrir unos eventos en Suiza e Italia y por culpa del gobierno militar de Rojas Pinilla el periódico terminó siendo cerrado. García Márquez me contó, lo que ya sabemos, que su gran emoción fue perder el trabajo para quedarse en París escribiendo.
— Allí descubrí que el ímpetu final de una idea literaria despierta en la conjunción entre la vida y la escritura.
Me explicó que por años había querido contar esa historia de su abuelo esperando la jubilación. Que se imaginó que era una suerte de comedia, y que sólo cuando se pudo unir a su espera agónica de un cheque que le permitiera sobrevivir descubrió la manera de contar la novela.
—Era una tragedia, y yo la estaba viviendo.
Después me señaló “El cuarto de la mafia”, en México. El cuarto del que salía todas las tardes a encontrarse con los amigos que esperaban las buenas nuevas del avance de la novela de Macondo. Me deslumbró la escena. La escritura frenética por momentos, y en otros minuciosa, detallada, cada palabra pensada. Luego venían los errores y la página arrancada de la máquina escribir y un nuevo comienzo. Toda la página de nuevo hasta terminar, entrada la noche, con una cuartilla en limpio.
—Hasta ahí, todo era incertidumbre. Ya se lo dije, mis libros no se habían vendido.
Luego me señaló el primer cuarto de la soledad de la fama. Barcelona. Un viaje al encuentro de la nostalgia de Ramón Vinyes. Aunque García Márquez había prometido que no viajaría a España mientras el régimen de Franco no cayera, terminó sintiendo que ese “señor” era eterno y decidió romper la promesa.
—Después del éxito rotundo de Cien años de soledad yo no quería seguir con Macondo, no quería darles a los lectores lo que estaban esperando. Por fin había encontrado como contar la novela del dictador. Me encerré a escribir contra Cien años de soledad. Así como esa novela había sido contra el cine, contra todas las reglas, esta era contra Macondo.
—Se ha hablado mucho de quién era el modelo suyo para el dictador. Que lo escribió con una mezcla de dictadores distintos. Dictadores que usted conocía.
—Usted debe saber que no es así, la mezcla que hace a un personaje es mucho más depurada. Es el final de un largo camino. Pero, sobre todo, ese personaje encarnaba la soledad de la fama en que yo estaba encerrado. Era yo habiendo logrado mi cometido máximo de llegar a tanta gente con un solo libro, y ahora les iba a dar la espalda.
—¿Se imaginaba usted que la crítica lo iba a desdeñar?
—No podía saberlo. Pero dígame qué ha pasado con El otoño del patriarca.
—Creo que El otoño del patriarca, así como Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón de Albalucía Ángel, dos libros complejísimos, que revolucionaron la narrativa colombiana por fin han encontrado sus verdaderos lectores. Usted lo sabía, tenía que pasar el tiempo.
—¡La pájara!
—Sí, una de mis mayores maestras.
—Una caja de música esa mujer—contestó rememorando algunos de los momentos que pasaron juntos en Barcelona.
—Pero qué piensa usted de El otoño —agregó.
—Mi relación con sus libros es entrañable, una suerte de senda de vida. De Cien años de soledad pienso que es una novela inteligente.
—Realista — me interrumpió.
–El otoño, la virtuosa. – continué mi explicación –Y El amor en los tiempos del cólera la seductora.
Me mostró el cuarto de hotel en Suecia, cuando iba a recibir el Nóbel. Una habitación en la que no escribió, pero que marcó un impacto tremendo en la vida del escritor.
—Esa noche cuando me acosté caí rendido y me dormí. De pronto me desperté en la cama, y me acordé de que ahí habían dormido otros ganadores del premio. Rudyar Kipling, Thomas Mann, Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, William Faulkner, entonces me entró pánico y acabé durmiendo en el sofá.
—No me lo alcanzo ni a imaginar —le dije y pensé en las mujeres ganadoras del premio que habían estado en ese cuarto.
—Después de ganarme el Nóbel pensé que iba a morir; había algo ahí, en el fondo, algo oscuro, algo debajo de la superficie de las cosas.
—Por suerte no fue así.
—Por suerte, y pude seguir escribiendo. Mire esta habitación —señalo otro de los recuadros— Cartagena, el salto al vacío. Una novela sobre el amor. La primera escrita en ordenador.
Es el cuarto en el que escribió El amor en los tiempos del cólera. Entonces la pantalla me dejó ver mucho más. Las caminatas por Cartagena, buscando las locaciones de la novela, las largas entrevistas que hacía en las tardes a su mamá y a su papá, por separado, porque iba a contar la historia de los amores contrariados de la juventud de sus padres.
—Ya no puedo contar cuantas veces la he leído —le expliqué –—pero hay dos lecturas que son muy importantes para mí. Cuando salió la novela la oí contar muchas veces. En la casa de mis abuelos maternos no se hablaba de nada diferente, todos estaban leyendo la novela. Poco después mi mamá me llevó a un viaje por el Amazonas, y allí, en la cubierta de un barco carguero, viendo delfines rosados, la leí, tenía 14 años.
—¿Y la segunda?
La segunda había sido en Nuevo Orleans. Y le expliqué que era una lectura memorable porque la hice sentada junto al río Mississippi. Me iba al French Quarter con el libro y leía desde ahí. En ese lugar donde él había dicho que empezaba el Caribe. Yo había logrado constatarlo. Le conté también que en una fiesta en esos años en que estudiaba en esa ciudad nos propusimos contar cada uno un secreto. Y yo que era una estudiante dedicada a la literatura argentina, a las metanarrativas y los mundos mentales y filosóficos de esa literatura, tuve que confesarme.
—Les conté que, pese a mis deseos, yo también era una sombra, como Florentino Ariza, y no sabía hacer nada distinto a escribir cartas de amor.
Al parecer le conmovió mi confesión. Porque en ese instante puso su brazo sobre mis hombros y me dio un apretón fuerte. Yo nunca me había imaginado que más importante que hablar con él fuera la cercanía que ahora sentía.
—Pero ahora tengo que confesarle algo más a usted. Porque allá en el Mississippi empecé mi primera novela. Y aunque me preciaba de ser una lectora asidua de Borges, esa novela era un homenaje a usted. Mis personajes protagonistas se llamaban Fermín y Flora. Era una inversión de roles, ya se lo dije, y yo me sentí identificada con Florentino Ariza desde la primera lectura.
—Mejor no le pregunto más sobre ese asunto de su identificación con Florentino, qué peligro— agregó muerto de risa.
El maestro seguía abrazándome. Los dos mirando el agujero. La multiplicidad de pantallas que seguían fulgurando. Entonces me señaló un nuevo cuarto. El de la soledad del poder, García Márquez escribiendo una novela sobre Simón Bolívar.
—Una vez más la vida del escritor tejida la vida del protagonista. Yo había adquirido tanto poder y sin embargo estaba siempre de regreso en el cuarto de la soledad. No podía entender lo que estaba sucediendo.
—Debo contarle algo —le dije.
—Uy eso suena a otra confesión.
—Sí, pero no tiene que ver conmigo. Yo vengo del año 2022, y adunque usted no lo crea acabamos de elegir por primera vez en la historia de Colombia un presidente de izquierda.
Me soltó, me tomó por los hombros y me puso frente a él. Me impresionó la nitidez de su mirada, la alegría que apareció en esa cara que ahora había adquirido años, muchos años. Era el hombre anciano de los últimos años de su vida.
—Se llama Gustavo Petro, tal vez usted lo recuerde, y en su discurso de posesión lo invocó a usted, a sus Cien años de soledad.
—Maravilloso — dijo y se volteó de nuevo para mostrarme otra de las habitaciones de la soledad. Esta vez le tocó el turno a la habitación donde escribió Noticia de un secuestro. Explicó que había escrito ese gran reportaje para enseñarle a sus estudiantes de la escuela de periodismo en Cartagena que se puede escribir en tiempos largos. Además, porque le gustaba regresar al reportaje para volver al mundo real: los novelistas vamos perdiendo el sentido de la realidad. Hizo esa gran investigación, la gran construcción de la realidad, para entregarles un reportaje en cámara lenta.
—Ya usted sabe —me explicó —el periodismo cayó en esa velocidad absurda de la televisión y la radio, y se fue al traste.
Recordé las muchas veces que García Márquez quiso hacer trabajos para Colombia. Su participación en la fundación de la revista Alternativa, años después el noticiero QAP, y sobre todo la creación del primer comité de derechos humanos Habeas. Pero eran temas de los que en ese momento no quise hablarle.
Entonces, me señaló el último cuarto que me iba mostrar. Estaba escribiendo sus memorias. Me contó que tuvo que leer otra vez toda su obra, para recomponer el tejido entre vida y creación que había hecho posible esa escritura. Me pareció paradójico que mientras volvió a leerlo todo, estaba llegando el tiempo en que empezaba a perderlo todo. Me contó que con las memorias quería demostrar que sus novelas eran realistas, especialmente Cien años de soledad. Porque para él era inaudito que la leyeran cómo algo mágico, por eso había insistido en que estaba narrando lo que le contaba la abuela y cómo ella lo contaba. Era una realidad que en otros países no podían entender.
—En Francia me dieron un premio y no fui a recibirlo, allá me había ganado la racionalidad, me había ganado Descartes.
Nos reímos y siguió haciendo chistes sobre las diferentes lecturas que se hacían de su obra. De su rabia con los críticos que no podían entender que él contaba lo que había visto, lo que había vivido.
—Cuídese mucho de sus palabras, porque casi siempre son mandatos. —me dijo con cara muy seria. Me imaginé que me iba a hacer algún otro chiste. Pero no fue así. —En el año 1995 me hicieron una entrevista para la televisión española, tal vez usted la haya visto, y lo primero que me preguntó la entrevistadora fue: si pudiera mirar por un agujero qué quisiera ver. Le contesté que la vida desde la muerte. Y aquí me tiene.
Esa era su muerte. Mirar por el agujero, ver la vida, recomponerla después de haberla perdido.
—Pensaba que la muerte era una trampa, una traición, y aunque me mantengo, debo agradecer el don de mi muerte. Volver a ver la vida en orden.
Contó que sus últimos años habían sido un martirio. Empezó a olvidar números, datos de libros y acontecimientos recientes, aunque había sido antes un profesional de la memoria. Le daba miedo pues su madre había terminado sin saber quién era ella, preguntándole contantemente: “¿Y tú de quién eres hijo?”. Sabía que perder la memoria era una posibilidad hereditaria y lo fue viviendo. Para sus seres cercanos se convirtió en una complicación cotidiana. No recordaba si había comido, repetía muchas veces las mismas frases y pedía varias veces lo mismo, como una tarde en una parranda vallenata que pidió varias veces la misma canción, aunque recientemente había sonado y a sus acompañantes se les heló el alma. Me cuenta que desde la muerte pudo ver cuando Mercedes o sus hijos le leían partes de su obra, buscaban resonancias en la memoria, pero él insistía en no haber escrito nada de eso.
—Puedo imaginar el dolor que sentían. Pero para mí el sufrimiento era otro.
Mas que la desconexión con el mundo que lo rodeaba para él lo más brutal era desconectarse de sus obras. Para un escritor, me decía, la obra es siempre una urdimbre entre vida y creación. Los lectores reciben la creación, pero para uno lo importante es que cada frase que ha escrito está atada a la vida, a la cotidianidad de las reflexiones y las acciones. Lo que él había perdido era precisamente esa conexión que le daba sentido a su vida. Los recuerdos venían sin hilo que los zurciera, todo estaba deshilvanado.
—Lo siento, maestro. Debo contarle que en el año 2013 pasé varios meses en Cartagena. Estaba en un sabático y preparaba la escritura de un libro de cuentos. Por esos días pasé muchos momentos sentada en la muralla, de día y de noche, frente a su casa. Me dolía imaginar ese vacío que lo asediaba. Odiaba la idea que me rondaba de que la vida para quienes nacemos en Colombia tiende siempre a un final trágico.
—Es lo peor que le puede pasar a un escritor. Había perdido el sentido de la vida: la piedra filosofal que me hacía ser: mis libros. Entonces llegó la muerte, yo que tanto le temía, y me trajo la felicidad de recuperar los recuerdos. Una gran paradoja; en la muerte volví a ser yo mismo.
* Alejandra Jaramillo Morales es una escritora bogotana, autora de las novelas La ciudad sitiada (2006), Acaso la muerte (2010), Magnolias para una infiel (2017), Mandala (2017), un proyecto de escritura digital, y Las lectoras del quijote (2022), su primera incursión en la novela histórica. Publicó los libros de cuentos Variaciones sobre un tema inasible (2009), Sin remitente (2012) y Las grietas (2017), ganador del Concurso Nacional de la Cámara de Comercio de Medellín y nominado al Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2018. Escribe novelas para adolescentes (sello Loqueleo): Martina y la carta del monje Yukio (2015), El canto del manatí (2019) y Los mundos distópicos de Camilo Chang (en impresión, 2022). Entre sus libros de crítica están Nación y melancolía: narrativas de la violencia en Colombia (2006) y Disidencias, ensayos para una arqueología del conocimiento en la literatura latinoamericana del siglo XX (2013). Es docente de la Universidad Nacional de Colombia. (Recomendamos: Lea un capítulo de la más reciente novela de Alejandra Jaramillo).