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Crónicas del más allá (I): El tren circular o el descubrimiento del otro lado

Primera entrega de una serie de ficción en la que la escritora Alejandra Jaramillo se encuentra con clásicos escritores y escritoras fallecidos, empezando con Julio Cortázar.

Alejandra Jaramillo Morales * / Especial para El Espectador
30 de enero de 2023 - 04:44 p. m.
Julio Cortázar, autor de la novela clásica "Rayuela", nació el 26 de agosto de 1914 en Ixelles, Bélgica, y murió el 12 de febrero de 1984 en París, Francia. Aquí retratado por Ulf Andersen, el 27 de noviembre de 2003 en la capital francesa.
Julio Cortázar, autor de la novela clásica "Rayuela", nació el 26 de agosto de 1914 en Ixelles, Bélgica, y murió el 12 de febrero de 1984 en París, Francia. Aquí retratado por Ulf Andersen, el 27 de noviembre de 2003 en la capital francesa.
Foto: Getty Images - Ulf Andersen
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Fue en Berlín. En el S-Bahn, el tren circular de esa ciudad. Las líneas 41 y 42. Un día de finales del invierno de 2019, cuando la primavera seguía esquiva y el cuerpo empezaba a pensar que ese año el frío no iba a ceder. Por esos días uno entra al tren más por calentarse que por la necesidad de llegar a cualquier otro lugar. Es un descanso, así vaya lleno de gente; quitarse los guantes, el gorro, volver a sentir la nariz. Iba con Libertad, Matías y Benni, mi hija, mi hijo y el hijo de mi esposo, rumbo a casa, después de dar un paseo entre el bosque frío de Treptower Park a orillas del río. En la estación de Ostkreuz, donde se cruzan varios trenes más y la gente sale y entra masivamente vi entrar un hombre inmenso. Entró tanta gente que durante varios segundos no alcancé a ver su cara. Solo las piernas larguísimas y un abrigo negro. Un ser que no tendría por qué llamarme la atención si siendo como soy yo, una mujer pequeña, en esa ciudad la mayoría de la gente me parece grande. Pero había algo especial en ese hombre. Ahora que lo pienso no sé si era el movimiento torpe del cuerpo, o si fue la ropa descolorida que producía una sensación de eternidad, lo que me hizo fijarme en él. Cuando pasó más cerca de nosotros vi la cara. Era un hombre muy parecido a Julio Cortázar. Me sorprendió la alegría que sentí de ver a alguien con los mismos rasgos de ese Cortázar de los años setenta. Ya un poco canoso, el pelo agitado, la barba larga, los parpados caídos y una mirada tenaz. Siguió de largo y se sentó de espaldas a nosotros. (Recomendamos: Lea un capítulo de la más reciente novela de Alejandra Jaramillo).

Está perdido, pensé, mientras me reía con el cuidado de que nadie me descubriera, porque a ese hombre solo me lo podría imaginar en París o Buenos Aires. Algo me obligó a ir a mirarlo. Tal vez me movió el gusto por las teorías de los dobles, o la ilusión de ver en ese hombre al ser que yo nunca podría conocer. Cuando el tren empezó a vaciarse vi que quedó un puesto frente al hombre. Me paré, sin dar explicaciones a mis compañeros de viaje y me senté frente a él. Era igualito. Increíble. Estaba viendo al doble de Cortázar que habría nacido treinta años después de él. Sufrí de pensar que los dobles nacieran a destiempo porque la teoría de ese otro ser que nos acompaña sin saberlo, como en la película de Kieslowski, se iba a pique. ¿Qué mayor soledad que sobrevivir a nuestro doble?

En la siguiente estación el hombre se bajó. Yo me quedé ahí y mi hija desde el otro puesto me hacía caras de qué me pasaba, por qué me había ido, y me imaginé la conversación que vendría. Ellos, como siempre burlándose de las imaginerías literarias de la mamá que ve siempre seres y cosas que no existen, como a sus propios personajes. Y claro, cuando les conté se rieron de mí.

—Estás loca mamá, como siempre.

La idea del doble huérfano me dio vueltas en la cabeza varios días, pero la vida cotidiana y mi propia escritura me fueron borrando esas imágenes hasta que un día, viajaba en el S-Bahn de nuevo, muy desprevenida, y me encontré con una nueva escena que me hizo temblar el piso. Vi en el reflejo de una ventana a una mujer oriental y frente a ella, mirándola en el reflejo del vidrio, sobre el movimiento rápido del reflejo de edificios y árboles pelados, encontré al doble de Cortázar observándola. Además, juega los mismos juegos, pensé cuando recordé el cuento “Manuscrito hallado en un bolsillo”. Varias estaciones después la chica se bajó y él, sin mirarla de frente, siempre desde el reflejo, la vio salir. No funcionó el juego, me dije. Yo, un poco impertinente seguí con la mirada fija en él hasta que sus ojos se cruzaron con los míos en el reflejo que el seguía mirando. Bajé la mirada rápido, en esa ciudad siempre siento que miro más de la cuenta, que la gente se mueve entre esas multitudes como si los demás no existieran y yo los detallo demasiado. Dos minutos después el hombre estaba sentado al frente mío. Me tembló todo. ¿Se habría molestado por mi mirada? ¿Quería hablarme el doble de Cortázar? ¿En qué idioma me hablaría?

Me preguntó si lo veía. Más extraña no podía ser la pregunta, claro que lo veía, pero para él era una sorpresa que yo lo viera, así como para mí fue una sorpresa más grande oírle el acento argentino y la voz, la mismísima voz del escritor. O era el doble perfecto o tenía frente a mí al fantasma de Cortázar. Ahí estaba yo, la miedosa, la que le teme a lo oscuro, a la muerte, al más allá, preguntándome si estaba entablando una conversación fantasmagórica. Preferí seguir con la idea del doble, la otra posibilidad era terrorífica.

—Usted debería estar en París—le dije, buscando seguir el juego con ese argentino.

—Tengo muchos vínculos alemanes.

Me dijo que tal vez yo no sabría pero que él había nacido en Bruselas, en medio de la ocupación alemana, en 1914, primera guerra mundial. Agregó que su nacimiento había sido sumamente bélico, lo cual dio origen a uno de los hombres más pacifistas de este planeta.

El corazón me empezó a latir a toda velocidad. No sabía qué estaba sucediendo. Como lectora de Cortázar sabía bien esa información. ¿El doble lo sabía todo? El acento, la voz, los gestos, todo era igualito. Además, yo estaba perdiendo el control de mis actos porque segundos después el hombre me pidió que lo siguiera y yo no pude negarme.

Nos bajamos del tren, yo caminando un poco rezagada, sin entender aun lo que hacíamos. Pensé en mi marido, cómo explicar esta escena: el doble, la voz, esta fascinación. Salimos a la calle, inexplicable. Lo que me rodeaba era inentendible. Él, el doble o el fantasma, quiso saber si conocía la calle.

—Es la Nueve de Julio, Buenos Aires— contesté atormentada por lo incomprensible, y recordé las muchas veces que caminé por esas calles buscando otros destinos, otros seres.

El doble, yo prefería que lo fuera, me dijo que le alegraba mucho que conociera su ciudad. Afirmó que tal vez por eso lo había logrado ver. Pese a que veníamos del invierno en el norte en la capital argentina hacía el mismo frío. Vi el movimiento alocado de los carros y sentí el olor de las garrapiñadas, que tanto me gustaba de esos meses.

—Yo llevo a Buenos Aires puesto como otros llevan los zapatos y lo paseo conmigo en cualquier lugar— me dijo.

No se lo dije, pero para mí esa ciudad es femenina, es una gran hembra que engendra vitalidad. Entonces, el doble, estiró la mano y me señaló un hombre que caminaba, apresurado, por la calle. Era Julio Cortázar, joven, flaco, larguirucho. Nunca nos miró. Empezó a correr y yo entendí en ese instante que era falsa mi idea del doble, una equivocación tranquilizadora. Estábamos del otro lado, del lado de allá, en la muerte. El fantasma más vivo de la vida y yo veíamos a su otro. Me habló del amor por la música, el jazz, el gusto por los conciertos.

—¿Me ves? Cada que podía juntaba unos pesos y trepaba hasta el paraíso del Colón—dijo y me insistió en mantener la mirada sobre el otro, mientras caminábamos para verlo llegar al teatro. También me explicó que la avenida, como la veíamos ahora, había sido inaugurada en 1937. Ante mis ojos la vi cambiar en el tiempo, desde ese año hasta los años 90 cuando yo empecé a transitarla. Pero el fantasma, que parecía leer mi mente, me codeó, y me pidió que siguiera acá, en el tiempo que él me estaba mostrando. Entramos al Colón y lo vimos, imaginando cronopios, dejándose llevar por la voz de una cantante.

—La oyes— me preguntó—una nada de la que sale una voz que comunica directamente del oído al apocalipsis, bruscamente hacia la música.

El tiempo aceleró. El espacio era una trasposición constante. Yo sabía que no era el tiempo de los vivos. Ni siquiera el tiempo de las pesadillas. Era otro tiempo. Una acumulación que solo quien ha visto el fin puede percibir. Ese hombre estaba compartiendo conmigo la visión fantasmal de la vida, el espacio y el tiempo del más allá.

Un barco que atraca en el Dársena en 1918 y el niño que llega a ver esa ciudad que será para siempre la principal, la anhelada. Banfield y el padre alejándose. El departamento de la calle Artigas, el niño creciendo, una ventana que da al parque colmado de gatos, “guardianes de la vereda” y esa infancia enfermiza y solitaria. El joven que lee, que descubre la aventura con Poe y Verne. El colegio Mariano Acosta, el griterío de los niños y Julio siempre corriendo a su ventana, una vez más, a la pausa de los libros. Julio caminando por Buenos Aires, Plaza de Mayo, calle Bolívar, Rivadavia, el pasaje Güemes, Florida y San Martín. Una ciudad que se hizo de lecturas. Roberto Arlt y las profundidades de la ciudad.

—Borges me dio una gran lección de rigor, sin floripondios, Arlt me mostró el camino de una literatura de contacto directo con la realidad de la ciudad.

Tardes de café en el bar London City, el Once y el eco de Macedonio. Los amigos y la música. El profesor en Bolívar y Chivilcoy. La llegada tortuosa del peronismo. 1946. Agobio, agobio. Caminar y sentir el deseo de huir. Irse. Una salida a la persecución política. La beca en París. El otro barco, la salida. El viajero inmóvil que a los 37 años sale por fin al otro lado.

—Pare, por favor. Deténgase. Explíqueme qué es la muerte. Su muerte— le dije abrumada de lo que veía.

—Es la gran Tura. El gran eje desde el que se puede sentir la realidad de una manera armoniosa.

Continuó explicando que su muerte era un inmenso vacío de silencio. Una extensión de la irrealidad interminable y dulce. Pero como él se cansa de toda realidad, como siempre vive en la grieta de lo imposible, a veces abre los ojos para regresar. Para ver el mundo de hoy, para deambular como si mañana fuera a escribir el siguiente cuento, que es solo el regalo que lleva al silencio, al vacío que vuelve siempre a extenderse.

Volvimos al S-Bahn. Berlín nos rodeaba. El fantasma no dejaba de hablar. Me quería mostrar tantas cosas. Bajamos una vez más y aparecimos en un apartamento largo y estrecho. Afuera se sentían los sonidos de la ciudad. No supe dónde estamos. La biblioteca de ese lugar, atiborrada de libros y papeles tenía una puerta que la cerraba. Me acerqué. En ella hay papeles pegados, postales, fotos, caras de músicos, Klimt, dibujos de amigos, Louis Armstrong tocando la trompeta. El tiempo se ha detenido. Respiro. ¿Cuántas veces vi fotos de este hombre sentado junto a esta biblioteca? Claro, estamos en París, en ese apartamento que Vargas Llosa comparaba con el cuerpo del mismísimo Cortázar.

—¿Ve la línea? — me pregunta mientras con su mano la va recorriendo de arriba abajo. Una línea que recorre todos los diferentes recortes hasta alcanzar en la parte inferior el rostro del “enormísimo cronopio” con la trompeta. —esos papeles encontraron el swing—. Me contó que cuando descubrió esa línea tuvo miedo, porque ahí se veía ese anudar fantástico que rodeaba siempre su propia vida. —Viví siempre así, como si mi vida fuera parte de la Rayuela. Ahora es igual en la muerte, un deambular entre lo imposible de esa crónica de la locura que tuve que escribir.

En ese momento recordé a el primer ser con quien leí apartes de Rayuela. Un regalo que me dejaría para toda la vida un amor fugaz. Recordé mis lecturas de esa novela, en Nueva Orleans, en Buenos Aires, en París, en Bogotá.

—Rayuela fue una tentativa, un largo camino de negación de la realidad cotidiana, admisión de otras posibles realidades— me dijo.

Mi mente, en la quietud de ese lugar, también empezó a volar al pasado. Yo leyendo ese libro. Yo amando su audacia. Yo imaginando que podría llevar esa escritura al extremo. Yo escribiendo ensayos sobre la incursión estupenda de Cortázar en la locura. ¿Debía contarle de mi novela Mandala? ¿Entendería él esa decisión que tomé de usar el primer nombre que él había escogido para Rayuela?

—Perdóneme la osadía, pero yo escribí una novela que llamé Mandala, otra tentativa de llevar al extremo la aleatoriedad de la novela— me miró con sus ojos de cíclope. Me pareció que me estaba auscultando. Quiso saberlo todo. Los géneros literatos, los muchos recorridos, el mandala muisca, todo.

—Me alegra un kilo— dijo. Le pareció bien que alguien hubiese encontrado el destino de ese nombre.

Pocos minutos después empezamos a deambular por París. ¿Era su culpa que yo a mis siete años soñara con vivir en esa ciudad? Me mostraba calles, cafés, teatros. La otra ciudad de la vida. Ya no se agolpaban los tiempos. Caminábamos en un solo tiempo. Llegamos al Pont des Arts. Me estremeció la idea de cruzar ese puente con el fantasma, yo, que ya lo había cruzado varias veces invocándolo. Pensé en Mishima y sus “siete puentes”. Quise dejar de respirar y quedarme ahí para siempre. Pero, me pregunté, estaba yo respirando, mi cuerpo estaba en la vida mientras viajaba por los tiempos y espacios de la muerte. ¿Me estarían esperando en casa? Le pregunté si las imágenes de su pasado se agolpaban en este recorrido, ahora que parecíamos caminar sin prisas, sin acumulaciones de tiempo. Se puso la mano sobre la boca, como queriendo evitar decirme alguna verdad indecible, miró a lado y lado del río y me contó que desde la muerte veía más las escenas inventadas por él que las vividas y que en estos momentos en que lograba la fuerza para asomarse al presente del mundo, la realidad se desplegaba como un destello. Entendí que la grieta del tiempo-espacio que ahora vivíamos era un instante para él, que los viajes emocionantes que estábamos realizando juntos debían suceder mientras, por un segundo, estuvimos frente a frente en la Berlín donde en un tren circular dábamos vueltas. Desde la muerte, la vida no es como antes, es como una fugacidad sin cuerpo.

—En la vida yo vivía una triple experiencia: leer-escribir-vivir.

Continuó explicándome que esas tres acciones no tenían orden definido mientras estaba vivo, que no sabía qué había sido primero y que mientras deambulaba por Buenos Aires y luego por las calles y los pasajes de París, mientras se asomaba al Quai de Conti o subía las escaleras de Montmartre o veía libros en la orilla del Sena, sus cuentos y las novelas iban apareciendo. Los mundos otros en que él vivía se apropiaban de su mente, se iban escribiendo antes de ser palabras en un papel. Me contó que había aprendido esa escritura casi automática, ese escribir en la mente cuando llegó a París y su primer empleo fue empacar libros. Una tarea maquinal que le daba al pensamiento creador las alas de componer mundos en la antesala de la escritura.

—El cuento ya estaba hecho, sabía que lo terminaría (lo escribiría), en cualquier momento en que tuviera tiempo en un café, en un tren, un avión o en mi casa. Siempre trabajé de una manera muy desperdigada, muy anárquica, sin ningún horario.

Continuó diciéndome que lo único que tenía horario era leer o escribir o vivir. Un horario sin manecillas, como una necesidad de asistir a la ceremonia diaria, a mirar el mundo desde esos ojos que no lo podían ver como otros. Como esa lección metafísica que le dio el surrealismo, la mirada que esculca el intersticio.

—¿Y los lectores? ¿Caminaban también con usted?

Se rio de mi imposibilidad de tutearlo, tan colombiana tú, me dijo. Caminábamos por la orilla del río, parecía ser una tarde de otoño cuando quedaban unos pocos destellos de sol en el agua que se mecían con suavidad. Entonces me dio su sermón sobre los lectores: Que uno no debe escribir pensando en un lector en particular, que los lectores deben tener libertad, que eso fue lo que quiso hacer con Rayuela, pero que atarse al deseo de un lector era una imposición imperdonable.

—Para mí es diferente. Creo que hay un ser que me acompaña en cada instante de la escritura. Claro, no es un lector particular, pero es alguien que se acomoda en el mundo que le creo y acepta o no las reglas, ahí, mientras la forma y las palabras van apareciendo— le dije y ahí me miró, desde allá, desde arriba se asomó a mis ojos y sonrió.

—Cuando escribí “El perseguidor”, ya publicado, supe de un lector y su reacción. No era cualquier lector. La anécdota es así: la mujer de Onetti lo vio soltar el libro, ir al baño y observó cuando él rompía el espejo de un puñetazo, hizo polvo el espejo, yo creo que jamás se ha podido decir una cosa que me conmueva más sobre algo que yo haya escrito —dejó de mirarme y seguimos caminando. La idea de la reacción de los lectores me pareció maravillosa, pero en mis adentros yo seguía rumiando mi sensación del lector como una parte esencial del andamiaje de la escritura.

—Yo escribí en la soledad y la pobreza, sin pensar en nadie— explicó — los editores llegaron después, nos descubrieron después, aunque no lo creas.

—Claro que lo creo, he estado segura de ello. Lo que ustedes no podían saber es que el arte iba en camino de volverse pura mercancía, entretenimiento—. Cortázar me dijo que quizás tenía razón, que la presencia del arte había mutado, que nuestra época era tan rara.

—¿Ha visto usted que la tecnología transformó lo que comprendíamos antes como fantástico? — asustada de incomodarlo con mi pregunta, pero el me aseveró que en los destellos que vuelve y ve estos tiempos ha podido ver ese desquicie. Agregó que en esta época sus mundos de la ficción se multiplicarían, la locura llegaría a su máxima expresión. Pero me dijo que su escritura sería triste, pusilánime, con este vivir donde el prójimo sigue sin existir. Porque según él a veces regresa solo a ver eso, si hemos cambiado un ápice, si nos importan lo otros seres.

—¿Cómo pueden vivir en un mundo así? — preguntó.

—¿Lo decepciona?

—Yo pensé que el cambio de los países latinoamericanos era imparable, y ahora los veo…

—Un desastre, lo sé —le dije.

—¿Sabe que yo me hice Latinoamericano en París?

—Algo he oído— me reí.

—Es verdad, por eso estamos acá. Usted escritora y yo también, usted latinoamericana, yo también, usted sabe de mí y yo no de usted.

Nos reímos mucho, Qué asimetría. Yo me había leído casi todos sus libros y él ya no podría leerme a mí.

—¿Puedo llevarlo a algún lugar, puedo viajar por su muerte? — le dije y el me haló del brazo y me dijo, que pensara a dónde quería ir. Entonces salimos una vez más del S-Bahn de Berlín, bajamos las escaleras en una estación que para mí lucía como una de mis favoritas en Kreuzberg, y al salir estábamos en ese lugar que yo quería visitar.

—En esta ciudad estudié mi doctorado—le conté.

Se burló de mí, de lo estudiosa y me siguió hasta la costanera para sentarnos a mirar otro río, ahora el Mississippi. Estábamos en Nueva Orleans. Cortázar se mantuvo en silencio. Tal vez pensaba en el jazz que podría haber oído en esta ciudad, imaginaba a sus ídolos caminando por esas calles que se extendían a nuestras espaldas. Yo recordaba mi mayor amor en esta ciudad. Un barco que cruzaba el río y un abrazo irrecuperable y magnánimo. Se me ocurrió otra idea, había otro lugar que debía mostrarle. Y solo con pensarlo aparecimos frente al Parque Louis Armstrong. Él no sabía de ese parque y daba gritos de alegría.

—¿Sabe que lo oí tocar en París? — preguntó y yo meneé mi cabeza negando saberlo. —Cuando él tocaba sentía una reivindicación del derecho a la libertad, el orden de las cosas se detenía.

—¿Como en la muerte? — le pregunté.

—Sí, como en la muerte.

Entramos al parque. Quise sentir el calor, recordaba el calor húmedo agobiante de Nueva Orleans, pero mi cuerpo era un vacío de sensaciones. Cortázar se carcajeaba de emoción de estar en ese lugar, y me repetía varias veces pequeñas escenas de los momentos en que oyó tocar a muchos de esos músicos que estuvieron en esta ciudad. Correteó en círculos alrededor de la estatua del enormísimo cronopio, y luego cuando nos encontramos las estatuas de los músicos de jazz en pleno trinar, cada cual eligió el suyo. Él, el trompetista yo el trombonista.

—¿Actitud o estatua? — le pregunté yo.

Cada vez está más confirmado, dijo, veo con más claridad el que tu yo podíamos encontrarnos. Veo que has leído muchas de mis cosas. Le conté que en la infancia de mis hijos jugábamos constantemente ese juego. Que mi fascinación eran las actitudes. Ese significar la emoción, casi imposible. Se disculpó varias veces, cuando cayó en cuenta de que no me había preguntado el nombre en ningún momento de nuestro trayecto.

—Alejandra.

—Como la Alejandrísima— me contestó, con una amplia sonrisa.

Jugamos un rato con diversas versiones de mi nombre: lo magno, ruso, argentino, mi propio abuelo y su necesidad de que yo tuviera ese nombre. Los personajes literarios, le conté la anécdota de mi visita a Sábato y la coincidencia de ese nombre. Y claro la Alejandrisima, la misma Pizarnik, iba y volvía. Ella como un ser de la muerte en vida. Y nosotros acá, deambulando por esa muerte viajera del Julio. Afuera del parque alcanzamos a oír una música. Salimos corriendo a buscar el origen del sonido. Un pequeño desfile de músicos, una Brass Band de esas que aparecen de la nada en Nueva Orleans, esa alegría densa, como un quejido de felicidad se soltaba de los soplidos y los tañidos, las panderetas y las tubas de los músicos que acompañamos a pasar. Marchamos tras ellos, bailamos. Una inmensa alegría nos sobrecogió.

Volvimos al tren. Imaginé que habíamos dado infinidad de vueltas mientras transcurríamos por varios lugares del mundo. Del este al oeste del norte al sur una y otra vez. Berlín completa en nuestra ausencia. Nos bajamos en la estación de Frankfurter Allee. Salimos a la avenida y tomamos a la derecha con la torre de Berlín al fondo y la esquina majestuosa de Frankfurter Tor esperándonos unas cuadras más allá. Entonces me atreví a hacerle una pregunta que había pensado todo el tiempo. No era ya la muerte como esta nueva forma de estar, era el momento, la causa lo que me interesaba.

—Se dice que usted no murió de leucemia

Cortázar siguió caminando en silencio. Pensativo. Era obvio para él que yo tendría que haber leído en algún momento el relato que Cristina Peri Rossi había hecho sobre su muerte. Ahora, desde el otro lado él también había sabido todo aquello. Lo tenía completamente claro. Le parecía concordante con su propia vida, lógico, ilógico también, haber muerto de una enfermedad inexistente. Una enfermedad que hasta ese día no tenía nombre. Era parte del destino de su vida estar en la grieta de lo que aún no se sabía qué era. Desde la muerte había logrado ver la paradoja completa. Primero su enfermedad de agosto de 1981, donde debió recibir una transfusión de sangre, la que traía la enfermedad. La enfermedad sin nombre. Que ahora todos conocemos bien, que pocos años después mataría a Foucault a Freddie Mercury. Después el matrimonio el 21 de diciembre de 1981, para asegurarse de que su mujer, Carol Dunlop, pudiera heredarlo en caso de muerte, pues, aunque él pensaba vivir muchos años más le gustaba más tener todo en orden.

—Por esos días en mi cuerpo los glóbulos blancos se multiplicaban como conejitos. Y yo sin saber que Carol ya estaba contagiada, que la enfermedad ya se la estaba devorando. Cómo imaginarlo— se preguntaba él— que ya la había contagiado y que sería ella quien se iría primero en los brazos de la enfermedad inexistente.

—De acuerdo, todo era un absurdo inexplicable en el presente en que acontecía— agregué yo.

—Carol se me fue como un hilito de agua entre los dedos el martes 2 de noviembre de 1982. Se fue dulcemente, como era ella, y yo estuve a su lado hasta el fin, los dos solos en esa sala de hospital donde pasó dos meses, donde todo resultó inútil.

—Lo siento, he leído en sus cartas lo difícil que fue todo eso.

A todas estas llegamos a la esquina de Frankfurter Tor. Nos causó gracia ver esa imponencia comunista, ahora en otras manos. Cortázar me contó que por los años de la caída del Muro de Berlín estaba absolutamente ido en el silencio y el vacío de la muerte. No regresó. No vio ese momento. Ahora volvía recurrentemente a esta ciudad porque en ella esperaba un despertar. Un cambio de la humanidad.

—La historia se va colando por la ventana— me dijo— Y sigo esperando que algún día, como humanidad, darán el giro hacia el prójimo, algún día serán capaces de transformar el horror. No tengas miedo. La historia va a cambiar. Recuerda esta frase de Galeano “la nostalgia es buena pero la esperanza es mejor”.

Llegamos a la entrada de la estación del U-Bahn. Cortázar me miró con una sonrisa ya un poco nostálgica, yo entendí que era la despedida. Me envolvió en su cuerpo de gigante. Y desde lo más hondo de mi agradecí que este recorrido por la muerte hubiera permitido este instante de encarnación para recibir el abrazo de un cuerpo que era destello, fuerza, silencio, locura, inexistencia. Continué mi camino a casa. En efecto me estaban esperando, pero yo estaba llegando a tiempo. Gernot estaba sirviendo la comida, los chicos ponía la mesa. Nos sentamos a comer. Venía abrumada por lo imposible, por ese abrupto paso por un más allá que en mis cinco sentidos me aterrorizaría y que, sin embargo, me traía una suerte de paz. Aunque siempre les hablo de mis extraños encuentros con mis personajes, con mis propias fantasías, el encuentro de ese día decidí callarlo. Hay felicidades que requieren tiempo para poder ser narradas.

* Alejandra Jaramillo Morales es una escritora bogotana, autora de las novelas La ciudad sitiada (2006), Acaso la muerte (2010), Magnolias para una infiel (2017), Mandala (2017), un proyecto de escritura digital, y Las lectoras del quijote (2022), su primera incursión en la novela histórica. Publicó los libros de cuentos Variaciones sobre un tema inasible (2009), Sin remitente (2012) y Las grietas (2017), ganador del Concurso Nacional de la Cámara de Comercio de Medellín y nominado al Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2018. Escribe novelas para adolescentes (sello Loqueleo): Martina y la carta del monje Yukio (2015), El canto del manatí (2019) y Los mundos distópicos de Camilo Chang (en impresión, 2022). Entre sus libros de crítica están Nación y melancolía: narrativas de la violencia en Colombia (2006) y Disidencias, ensayos para una arqueología del conocimiento en la literatura latinoamericana del siglo XX (2013). Es docente de la Universidad Nacional de Colombia.

Por Alejandra Jaramillo Morales * / Especial para El Espectador

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