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Las bondades de la democracia
Lo que llamamos democracia es una conquista histórica. Se ha logrado en un proceso lento, paulatino y hasta contradictorio. No es una conquista definitiva y, sin embargo, nadie hoy la rechazaría o se opondría a sus innegables logros. En efecto, desde el mundo griego donde se atribuye el nacimiento del concepto (no sin cierto helenocentrismo pues es posible imaginar prácticas asamblearias o de toma de decisiones colectivas en otras culturas), su nombre forma parte del vocabulario político actual.
El camino de la democracia ha pasado por la carta magna de 1215 “considerada como el origen remoto de las libertades individuales inglesas”, el principio según el cual “no hay impuestos sin representación”, hasta la conquista de los procesos reglados, el habeas corpus, el debido proceso, en el siglo XVII.
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Mención especial merece, en ese siglo, los Institutes of the Law of England de Edward Coke donde tiene origen el actual control judicial de leyes que puedan violar una “ley superior” y, por ende, de los tribunales constitucionales. Lo cierto es que, a pesar de los anteriores avances democráticos, se considera que el gran despliegue de la democracia entendida como una forma de gobierno (de acuerdo con la tipología aristotélica) se da con las revoluciones americana y francesa del siglo XVIII.
Es cierto que en la España del siglo XVI y comienzos del XVII encontramos ya in nuce la teoría del contrato social y la soberanía popular en la obra del jesuita Francisco Suárez, que influyó en el resto de Europa, y que también alimentó las ideas independentistas de las colonias españolas, tal como han mostrado los estudios de Elías Palti o Enrique Dussel. Sin embargo, ha sido el siglo XVIII, el de las luces, el que ha sido considerado como el momento de la gran expansión democrática de los derechos.
Dice Emilio Gentile: “la lucha [por la democracia] comenzó en el siglo XVIII cuando sobre los súbditos dominaban sin oposición el carácter sagrado de los reyes otorgado por Dios y garantizado por la Iglesia, el absolutismo monárquico, los privilegios hereditarios, la inmutable jerarquía de los órdenes, mientras la mayoría de la gente corriente se veía obligada solo a la obediencia, al trabajo y al pago de los tributos para mantener a los órdenes privilegiados y al monarca”.
Para el siglo XVIII la filosofía de J. Locke ya había hecho énfasis en la necesidad de la división de poderes para controlar la tendencia al abuso y a la acumulación de este, la defensa de las libertades, la seguridad y la propiedad; o el republicanismo inglés del siglo XVII, como el de James Harrington, o el de Rousseau en Francia, había puesto de presente la necesidad de la igualdad y de sociedades más equitativas.
A estas demandas se sumaría la Revolución americana con la Declaración de Virginia donde se sostuvo que todos los hombres fueron creados iguales y libres y, algo muy importante, se postuló la idea según la cual si un gobierno no sirve al bien común, puede ser cambiado, abolido y sustituido por otro que sí garantice los derechos naturales. Entonces, la lucha contra el absolutismo de los monarcas, la protección del individuo frente a los abusos del poder de la autoridad, los derechos fundamentales, etc., fueron considerados como grandes logros de los ciudadanos.
Estas ideas fueron reiteradas por la Revolución francesa de 1789 en la Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano.
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Desde ese momento, hasta hoy, la democracia se ha entronado como la mejor forma de gobierno posible, pues no se ha inventado una mejor. No sin vicisitudes la idea de la democracia liberal, que desplazó al republicanismo, se fue consolidando a lo largo del siglo XIX. Tras la Segunda guerra mundial, la democracia venció al fascismo y al totalitarismo, y con la caída del muro de Berlín y del socialismo real, la expansión democrática continuó en aquellos países que habían estado bajo la mano fuerte de la URSS y de los partidos comunistas.
Democracia sin demos, pueblo sin poder
Con todo, la historia de la democracia no ha sido una narrativa rosa, romántica, de la cual pueda excluirse el conflicto. Todo lo contrario. Ha estado atravesada por el agonismo. Si la democracia es el poder del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, lo cierto es que nunca se ha materializado como tal. Entender esto exige sentido histórico e implica comprender que eso que se llama pueblo no equivale a “todos” los habitantes de una polis o ciudad-estado, sino solo a una parte de ella. Por eso, la democracia no era el gobierno de la mayoría, sino el gobierno de una parte de la sociedad sobre el resto de la sociedad.
El pueblo se oponía a los pocos (la aristocracia) o al gobierno de uno (la monarquía). Por eso la democracia griega era, en estricto sentido, restringida, como lo sigue siendo, a su manera, hasta hoy. Si se aplica el concepto actual de democracia al mundo griego se tiene que advertir que fuera de ella quedaban las mujeres, los esclavos o los metecos (los extranjeros).
Los hombres libres, que eran una minoría, vivían a costa de los demás, y los esclavos eran considerados, por Aristóteles, como cosas vivas que trabajan. Por eso, en Grecia no se tuvo una lectura positiva de la democracia. Para Aristóteles era la peor de las formas buenas y la menos mala de las formas malas de gobierno, es decir, la democracia era menos mala que la oligarquía y que la tiranía y menos buena que la monarquía y la aristocracia; por eso él le apostaba a un gobierno mixto de ricos y pobres para así buscar el justo medio y lograr la estabilidad política.
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Para el Platón de la República, por su parte, la democracia era asimilada a libertinaje, a desorden o a lo que hoy llamamos anarquía en sentido peyorativo. Platón llegó a decir en la República (Libro VIII) que en la democracia hasta los animales eran más libres: “los animales sujetos al hombre son allí más libres que en cualquier otra parte […] las perras llegan a ser como sus amas; y así también los caballos y los asnos se acostumbran a andar con toda libertad y solemnidad”. El gobierno del pueblo, en Platón, termina engendrando, de nuevo, a la tiranía: “el pueblo que llega a engendrar al tirano lo alimenta a él y a su séquito”. De tal manera que en la democracia la libertad misma se suicida, se aniquila y termina optando por la esclavitud.
La lectura peyorativa de la democracia se mantiene hasta la modernidad. Sólo Spinoza, en el siglo XVII, tuvo una visión positiva de la misma, tal como puede comprobarse en su Tratado político: la democracia es el gobierno de la multitud que se ensambla sinérgicamente en instituciones para facilitar que todos perseveren en su ser, es decir, se auto-conserven.
Pero en Rousseau, como se sabe, pervive la lectura negativa sobre la democracia, pues consideraba que la democracia no servía para Estados extensos, con gran población. Para el ginebrino, la democracia solo funcionaba en comunidades pequeñas, como las griegas, y exigía simplicidad de costumbres e igualdad en los bienes, los rangos y las fortunas. En El contrato social sostiene: “tomando el término en su rigorosa acepción, no ha existido nunca verdadera democracia, ni existirá jamás”. En verdad, en la modernidad se sigue manifestando el temor y el desprecio por el pueblo, el populacho, la plebe. Ésta nunca sabe lo que le conviene. Ya lo decían los déspotas ilustrados: “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.
El pueblo debe ser tutelado, guiado, ilustrado. Es más, en Francia y en Estados Unidos, ese temor se mantuvo. John Adams, como lo muestra el citado Gentile en su libro La mentira del pueblo soberano en la democracia (2018), pensaba que la ampliación del voto llevaría a “nuevas reivindicaciones. Las mujeres querrán votar. Los muchachos entre 12 y 21 pensaran que sus derechos no están suficientemente protegidos”; en 1814 decía: “no ha habido hasta ahora ninguna democracia que no se haya suicidado”. Y James Madison, otros de los padres de la primera democracia del mundo, pensaba que: “si las elecciones se abriesen a todas las clases del pueblo, la propiedad de la tierra ya no estaría segura”.
Estos ejemplos permiten cuestionar elaboraciones conceptuales y teóricas como las de la “soberanía popular”. En la teoría política, en la modernidad la soberanía pasa de la cabeza del rey a la cabeza del pueblo. Pero, justamente, ese pueblo es considerado sin cabeza, falto de luces y de inteligencia.
Por otro lado, ese pueblo no son todos, pues la ciudadanía es restringida ya sea por la edad, el sexo, la riqueza o la condición de esclavitud…Es, a lo sumo, una mayoría no cualificada, mera “gente”. De tal manera que el gobierno del pueblo, el poder del pueblo que se gobierna, solo es comprensible si se entiende por pueblo a una “mayoría” que exige ser re-presentada. Es decir, ser presentada por sus representantes en un cuerpo colegiado que hace la ley: eso son los parlamentos, eso son los congresos, el legislativo, esa es la democracia representativa liberal. Y esa delegación, ya lo sabía Rousseau, implica, ¡ah sorpresa!, que el pueblo deje de ser soberano.
Así, llegamos al oxímoron de que la democracia es el gobierno del pueblo, pero sin el pueblo, y sin ningún poder, es decir, se trata de un pueblo des-soberanizado. En ella, los representantes suplantan al pueblo dada la imposibilidad de la democracia directa. Valga decir de paso, que el referéndum y el plebiscito, considerados expresión de esa esa democracia directa, en realidad no lo son, pues las normas sobre las que se pronuncia el pueblo en el referendo no las redacta él mismo, y los plebiscitos, desde Napoleón, se han puesto al servicio de la validación de los intereses de los líderes carismáticos.
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El temor al pueblo también fue expresado, ya en el siglo XX, por el famoso político inglés W. Churchill, uno de los artífices de la derrota del fascismo, y considerado uno de los adalides de la democracia. Decía: “la democracia es el peor sistema de gobierno excluidos todos los demás”.
Estas apreciaciones nos llevan a considerar al pueblo y a la democracia como grandes ídolos de la modernidad, grandes mitos, ficciones, fetiches. Y al respecto, siempre me ha llamado la atención lo que el pensador colombiano Darío Botero Uribe decía en ese sugerente libro titulado El poder de la filosofía y la filosofía del poder: “El pueblo como sujeto de la democracia es pasivo, está en latencia, es una especie de dinosaurio dormido que en determinado momento puede sacudirse y andar […] Es tan prestigioso que nadie se priva de invocarlo para legitimar su discurso […] Es un invitado a la mesa redonda de la democracia, pero un invitado ausente, un invitado que solo hace presencia muy pocas veces”.
Estas palabras resumen bien el asunto, porque permiten preguntarse: ¿quién es el pueblo?, ¿quién consulta su voluntad?, ¿quién la traduce?, ¿cuándo aparece en el escenario público?, ¿qué alcances tiene su poder? Y las respuestas no son alentadoras, pues el pueblo es un concepto abstracto, indeterminado, que no se corporiza tangiblemente; es un “sustantivo colectivo”, un significante vacío cuya instauración de sentido se disputan liberales, conservadores, fascistas, utopistas, etc., para los más diversos fines. El pueblo es, en verdad, un “sujeto político” atravesado por la multiplicidad, la diferencia, el conflicto, la contraposición de intereses, que rara vez confluye sinérgicamente en demandas comunes y compatibles.
La democracia ausente y su crisis
Por eso, la democracia sin demos, el pueblo sin poder, sin soberanía, es la característica esencial de la democracia de nuestros días. Hoy los más variados grupos corporativos, los partidos entendidos como clanes o bandas electorales, el poder económico neoliberal, etc., han minado el Estado social de derecho, o de bienestar, arrollando, de paso, la mentada soberanía popular.
Lo que ha quedado es una democracia ritualizada, formal, simulada, una “democracia recitativa” como la llama Gentile. Una democracia formal y rastacuera que se reduce al voto y a la escenificación en espacios globales donde todos saben que falsean a las mayorías sufrientes. Hoy no hay, stricto sensu, Estados plenamente democráticos. Hay remedos o aproximaciones democráticas. Esto lo podemos verificar si aplicamos muchos de los democratómetros que se han creado para medir la salud de una democracia. Por ejemplo, el famoso politólogo Robert Dahl en su libro La democracia. Una guía para los ciudadanos, sostiene que una democracia a gran escala, como las que se requieren hoy, exige: cargos públicos electos, elecciones libres, imparciales y frecuentes, libertad de expresión, fuentes alternativas de información, autonomía de las asociaciones, ciudadanía inclusiva. A su vez, organizaciones como la Freedom House y el Democracy Index de The Economist, agregan la necesidad del sufragio universal, el pluralismo, la participación, la transparencia en el gobierno y, algo muy importante, la cultura política, como signos de buena salud democrática.
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Pues bien, las democracias corporativas actuales, o las democracias señoriales como las que tenemos en América Latina, no cumplen con la totalidad (ni la mayoría) de estos criterios: están corroídas desde adentro por la prevalencia de los intereses económicos, la corrupción, el abstencionismo, el descrédito de los partidos políticos y la crisis de representación, la desconfianza en las instituciones, el aumento del autoritarismo y el panoptismo securitario que limita las libertades, la desconfianza frente a la organización de los movimientos sociales y el justo reclamo de sus demandas, el poder mediático monopólico en manos de poderes económicos que quitan y ponen gobiernos, y una ausencia de cultura política que se suma a la indiferencia y a la apatía del ciudadano.
A esto hay que agregar el ya clásico diagnóstico que realizó Norberto Bobbio en El futuro de la democracia, según el cual el “gobierno de los técnicos”, la tecnocracia, contribuye a la dislocación entre el ciudadano y el gobierno, pues “la democracia se basa en la hipótesis de que todos pueden tomar decisiones sobre todo” y en la actualidad tales decisiones las toma una élite experta desconectada de la ciudadanía. En fin, la economía ha puesto la democracia en cuidados intensivos, y la sociedad de la “eyaculación precoz” (Baudrillard) ha convertido al ciudadano en un espectador resignado frente a lo que le pasa y lo que lo sobrepasa.
Entre tanto, cualquier brote de esa soberanía popular, cualquier conato de inconformismo, de reclamos justos, cualquier articulación del pueblo, es satanizada, marcatizada, vilipendiada y, como se ha vuelto frecuente, reprimida por los Estados policivos en manos de sus oligarquías o de los grupos corporativos que se alimentan de lo público. La asociación y la protesta, como expresión de ese pueblo, es desvirtuada y vista como un peligro para el orden dado, para los privilegios mantenidos, heredados y reproducidos.
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Por lo demás, es posible avizorar que en la actual crisis civilizatoria (económica, ambiental, energética, demográfica, axiológica) del Antropoceno o Capitaloceno, la democracia se degrade más. La lucha por la existencia en épocas de crisis puede generar una resolución a favor de los grupos poderosos poseedores de los instrumentos represivos. Ya ocurrió antes con el fascismo. Y en este clima, las mayorías, “los condenados de la tierra”, pueden ser dejados al margen del futuro, víctimas de lo que María Zambrano llamaba “la historia sacrificial”.
Ahora, el ser humano necesita de ficciones, de mitos, utopías. La sociedad funciona, también, con discursos, esperanzas, anhelos. En esto, el positivismo y los defensores del pensamiento único, esos mismos que le quieren hacer arreglitos a la modernidad sin remover sus desajustes estructurales, los mismos que ennoblecen la democracia liberal y el libre mercado sin someterlos a la crítica, no tienen razón frente a la evidencia de la degradación actual de la democracia. Y el “pueblo”, por su parte, sigue siendo ese dispositivo simbólico de la democracia, esa idea reguladora de una democracia que, puesta en acción, tal vez, desde el corazón de la crisis, logre subvertir ciertas determinaciones y limitaciones del actual orden social global, conflictivo y heterogéneo. Tal vez el dinosaurio despierte en el corazón de la debacle y despliegue la imaginación política para crear nuevas formas de convivialidad.