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Cuando me maté, de la iglesia me llevaron a la Inspección de Policía, de la inspección a la morgue y de la morgue al crematorio donde me echaron encima el chorro de fuego. Horas se tardaron en llegar a la catedral a oficiar el levantamiento del cadáver por culpa de los embotellamientos de tránsito, nuestro pan cotidiano. Y dije catedral porque no fue una iglesia cualquiera, de las que en Medellín abundan, como los almacenes de tenis. Fue en la Basílica Metropolitana, la más grande del mundo en ladrillo cocido y la séptima en tamaño bruto: tal el teatro de mi macabra ocurrencia. (Recomendamos: Fernando Vallejo y los terremotos en México, crónica de Nelson Fredy Padilla).
¡Qué escándalo el que se armó! La prensa alharacosa clamaba al cielo que había sido una profanación, un sacrilegio. Que les habían dado una bofetada en la cara a Colombia y a Dios, cosa que me gustó porque se habían dado cuenta de que morí en mi ley como había vivido: negándolas todas y afrentando al Loco de arriba, a su Hijo Cristo y a su Iglesia y al paisucho que me cupo en suerte. Semanas después estalló la guerra nuclear.
Cuco: de noche no sale el sol, estás en lo cierto. Pero entérate de que nunca más saldrá de día. Lo apagaron, se apagó. Dejó de alumbrarnos y de propulsar la fotosíntesis de las plantas, que convertían los átomos de la atmósfera en materia orgánica de la que vivíamos todos, hombres y animales. Con sus negros nubarrones el Armagedón bloqueó los rayos del sol, y del calentamiento planetario de que tanto nos quejábamos pasamos al enfriamiento total y a la oscuridad.
Cuando se consumieron las velas en las primeras noches y se agotaron las pilas de las linternas entramos en la nada negra. Falso que fueran a sobrevivir las cucarachas. Las que no había aplastado el hombre con sus puercas patas metidas en chanclas y zapatos sucumbieron a las radiaciones nucleares. La caparazón de esos animalitos no resultó tan protectora como decían. La evolución tendrá que reempezar su obra constructora a partir de cero. Borrón y cuenta nueva en el planeta. Tal vez de ese chisporroteo de partículas elementales que hierven en el corazón del átomo surja un nuevo ser capaz de alimentarse a sí mismo de su propia energía sin atropellar al prójimo.
No sé cuánto pueda tardar el experimento. ¿Otros dos mil quinientos millones de años? ¡Que se gasten, que tiempo es lo que le sobra a la eternidad! La evolución puede experimentar cuanto quiera, con toda la paciencia del mundo. Yo no la tengo. Nunca la tuve, todo lo quería en el acto. En el sexual. Me parieron con el sexo grabado como con cincel en las neuronas. De ahí me lo sacó el tiro que me pegué.
Por fortuna en la nueva Tierra no habrá sexo. La perversa división en hombres y mujeres desaparecerá. Fue nefasta, fatal. Solo quedarán hombres. La culpa del Armagedón la tuvieron las mujeres, que atestaron de hijos el planeta. ¡Qué empeño en conservar el molde el de estas bípedas tetonas! Acabaron con las selvas y ya no cabíamos en los desiertos, ni en las montañas, ni en las lagunas, ni en los mares, y el peso del gentío estaba desquiciando al planeta y sacándolo de órbita y vino el colapso que tanto había anunciado yo. En la nueva Tierra las reacciones nucleares propulsarán el espíritu sin producir excrementos y tendremos por fin un planeta limpio.
Pero vuelvo a la catedral donde empezaba a enfriarme mientras llegaba el inspector. Una multitud se fue formando durante la espera. Donde ven aquí un espacio vacío, un hueco, lo llenan ipso facto. Un acomodador de carros se convirtió motu proprio, como proceden en las calles, en dueño de la catedral: “Delen, delen, delen, por aquí, vayan pasando”, decía, y con una mano le daba vuelo a una hilacha roja para dejar pasar, y con la otra recibía monedas. Un maricón le dio un billete. “Gracias, papá”, le dijo el ganapán y dándole paso a una señora con un niñito nos dijo: “Primero la abuelita”. Y dejó pasar a una abuelita de 45 años que venía con su nietecito: les abrieron campo y los dejaron seguir.
La multitud alzó al niño para que viera, en tanto un gamín de la barriada, un culicagado sin educación ni civismo, se abría paso a empellones para poder ver también él al muerto. Llegó, me vio, me inspeccionó de pies a cabeza, pero insatisfecho con lo que le decían sus ojos quiso verificar con el tacto y me puso una mano en la frente. “¡Uy!, gritó y la retiró como si hubiera tocado una plancha caliente. ¡Qué hijueputa, está frío!” Carcajada general. ¡Cómo no iba a estar yo frío si estaba muerto y no llegaba el inspector a levantarme! Me dejaron enfriar.
Y ahora viene lo maravilloso: que Cuco Sánchez seguía cantando en mi equipo de sonido, uno de pilas, de los de antes, y al que antes de dispararme le había subido el volumen a lo que daba:
Tres corazones heridos
Puestos en una balanza
Uno que pide clemencia
Otro que clama venganza
Y el mío tan adolorido
solo con llorar descansa
Tres corazones heridos
Ya perdieron la esperanza
Cuco, explicame una cosa: cómo acomodaste los corazones en la balanza. ¿Pusiste en un platillo dos y en el otro el otro? ¡Cómo no iba a ser maravilloso Cuco Sánchez cantándole a Dios en la catedral de ladrillo cocido más grande del mundo!
Fueron como tres hermanos
Los corazones del cuento
Tanto supieron de amores
Que los mató el sentimiento
Su voz ascendía hacia las altas bóvedas como sube el incienso que esparcen los acólitos y atronaba el ámbito. Los pedófilos (fea palabra que sugiero reemplazar por pederasta o pediatra) se instalaban en las primeras bancas a oler monaguillos pasados por el incienso que estos angelitos agitaban en sus incensarios. ¡Qué delicia monaguillo inciensado! Y se saboreaban. Otros viciosos de humo, los fumadores de marihuana y de bazuco, se instalaban en las bancas de atrás a fumar lo dicho. Pero la catedral estaba desierta a la hora en que llegué con mi equipo de sonido y el revólver a ofrecerle a Dios lo que quedaba de mis despojos: “Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu”, le dije. Y sonó un tiro rotundo.
Ya diré luego dónde me lo pegué. Ahora estoy en el introito. El viejo, yo, llegué, llegó, recién bañado y afeitado, y entró por la puerta lateral de la calle de Venezuela. Una beata como de un pasado lejano extraviada en el tiempo nuestro cruzaba frente al altar mayor santiguándose y emprendía la salida en el momento de mi llegada. Y un quídam revoloteaba por el presbiterio como buscando en el suelo algo que se le hubiera caído: el sacristán. Tomé por la nave izquierda rumbo al altar accesorio donde tienen entronizado un Cristo translúcido, único, un óleo más bello que el “Salvator mundi” por el que el tirano asesino de Arabia Saudita Mohammed bin Salman pagó bajo cuerda, que es como procede y asesina, 500 millones de dólares.
Me encaminé hacia el Cristo. Un amigo conocedor de arte y muy rico y gran pediatra, impenitente oledor de acólitos incensarios, me había explicado años atrás, henchido de orgullo patrio, que el óleo en cuestión era obra de un pintor antioqueño. O sea de Antioquia. O sea de aquí. Cuadro más hermoso que el que estábamos viendo no lo había pintado en su historia mano humana, me decía el anticuario. Que valía cinco mil quinientos millones de dólares por lo bajito. “Tocayo, le dije, ojalá que no lo vendan nunca y lo dejen para siempre entronizado donde lo pusieron, en este altar de esta catedral hermosa donde me pienso matar rezándole a él y acordándome de ti que me lo diste a conocer”.
Y así fue, años después. Y, oh milagro, esa mañana espléndida, cuando me dije ¡pum! según lo tenía programado, el Cristo translúcido me penetró con su ser el alma: entró por el agujero del pecho y a contracorriente de la borboteante sangre siguió hacia mi corazón por el camino sangrante que le señaló la bala. Y aquí me tienen en el cielo a la diestra de Dios Padre, desde donde les estoy hablando y hago llover.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Alfaguara.