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                                                                                                                                  Cuando Fernando Vallejo se suicidó...

                                                                                                                                  Fragmento de la nueva novela del escritor antioqueño, “La conjura contra Porky”, que recrea la que llama “la Era de Porky y los Corruptos”, “en vísperas del acabose”.

                                                                                                                                  Fernando Vallejo * / Especial para El Espectador

                                                                                                                                  El novelista Fernando Vallejo, en su casa en Medellín, y la portada de su nuevo libro, sello Alfaguara.
                                                                                                                                  Foto: Cortesía Penguin-Randy Ayazo
                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Cuco: de noche no sale el sol, estás en lo cierto. Pero entérate de que nunca más saldrá de día. Lo apagaron, se apagó. Dejó de alumbrarnos y de propulsar la fotosíntesis de las plantas, que convertían los átomos de la atmósfera en materia orgánica de la que vivíamos todos, hombres y animales. Con sus negros nubarrones el Armagedón bloqueó los rayos del sol, y del calentamiento planetario de que tanto nos quejábamos pasamos al enfriamiento total y a la oscuridad.

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  No sé cuánto pueda tardar el experimento. ¿Otros dos mil quinientos millones de años? ¡Que se gasten, que tiempo es lo que le sobra a la eternidad! La evolución puede experimentar cuanto quiera, con toda la paciencia del mundo. Yo no la tengo. Nunca la tuve, todo lo quería en el acto. En el sexual. Me parieron con el sexo grabado como con cincel en las neuronas. De ahí me lo sacó el tiro que me pegué.

                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  La multitud alzó al niño para que viera, en tanto un gamín de la barriada, un culicagado sin educación ni civismo, se abría paso a empellones para poder ver también él al muerto. Llegó, me vio, me inspeccionó de pies a cabeza, pero insatisfecho con lo que le decían sus ojos quiso verificar con el tacto y me puso una mano en la frente. “¡Uy!, gritó y la retiró como si hubiera tocado una plancha caliente. ¡Qué hijueputa, está frío!” Carcajada general. ¡Cómo no iba a estar yo frío si estaba muerto y no llegaba el inspector a levantarme! Me dejaron enfriar.

                                                                                                                                  Y ahora viene lo maravilloso: que Cuco Sánchez seguía cantando en mi equipo de sonido, uno de pilas, de los de antes, y al que antes de dispararme le había subido el volumen a lo que daba:

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Tres corazones heridos

                                                                                                                                  Puestos en una balanza

                                                                                                                                  Uno que pide clemencia

                                                                                                                                  Otro que clama venganza

                                                                                                                                  Y el mío tan adolorido

                                                                                                                                  solo con llorar descansa

                                                                                                                                  Tres corazones heridos

                                                                                                                                  Ya perdieron la esperanza

                                                                                                                                  Cuco, explicame una cosa: cómo acomodaste los corazones en la balanza. ¿Pusiste en un platillo dos y en el otro el otro? ¡Cómo no iba a ser maravilloso Cuco Sánchez cantándole a Dios en la catedral de ladrillo cocido más grande del mundo!

                                                                                                                                  Fueron como tres hermanos

                                                                                                                                  Los corazones del cuento

                                                                                                                                  Tanto supieron de amores

                                                                                                                                  Que los mató el sentimiento

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Su voz ascendía hacia las altas bóvedas como sube el incienso que esparcen los acólitos y atronaba el ámbito. Los pedófilos (fea palabra que sugiero reemplazar por pederasta o pediatra) se instalaban en las primeras bancas a oler monaguillos pasados por el incienso que estos angelitos agitaban en sus incensarios. ¡Qué delicia monaguillo inciensado! Y se saboreaban. Otros viciosos de humo, los fumadores de marihuana y de bazuco, se instalaban en las bancas de atrás a fumar lo dicho. Pero la catedral estaba desierta a la hora en que llegué con mi equipo de sonido y el revólver a ofrecerle a Dios lo que quedaba de mis despojos: “Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu”, le dije. Y sonó un tiro rotundo.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Ya diré luego dónde me lo pegué. Ahora estoy en el introito. El viejo, yo, llegué, llegó, recién bañado y afeitado, y entró por la puerta lateral de la calle de Venezuela. Una beata como de un pasado lejano extraviada en el tiempo nuestro cruzaba frente al altar mayor santiguándose y emprendía la salida en el momento de mi llegada. Y un quídam revoloteaba por el presbiterio como buscando en el suelo algo que se le hubiera caído: el sacristán. Tomé por la nave izquierda rumbo al altar accesorio donde tienen entronizado un Cristo translúcido, único, un óleo más bello que el “Salvator mundi” por el que el tirano asesino de Arabia Saudita Mohammed bin Salman pagó bajo cuerda, que es como procede y asesina, 500 millones de dólares.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Me encaminé hacia el Cristo. Un amigo conocedor de arte y muy rico y gran pediatra, impenitente oledor de acólitos incensarios, me había explicado años atrás, henchido de orgullo patrio, que el óleo en cuestión era obra de un pintor antioqueño. O sea de Antioquia. O sea de aquí. Cuadro más hermoso que el que estábamos viendo no lo había pintado en su historia mano humana, me decía el anticuario. Que valía cinco mil quinientos millones de dólares por lo bajito. “Tocayo, le dije, ojalá que no lo vendan nunca y lo dejen para siempre entronizado donde lo pusieron, en este altar de esta catedral hermosa donde me pienso matar rezándole a él y acordándome de ti que me lo diste a conocer”.

                                                                                                                                  Y así fue, años después. Y, oh milagro, esa mañana espléndida, cuando me dije ¡pum! según lo tenía programado, el Cristo translúcido me penetró con su ser el alma: entró por el agujero del pecho y a contracorriente de la borboteante sangre siguió hacia mi corazón por el camino sangrante que le señaló la bala. Y aquí me tienen en el cielo a la diestra de Dios Padre, desde donde les estoy hablando y hago llover.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  * Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Alfaguara.

                                                                                                                                  El novelista Fernando Vallejo, en su casa en Medellín, y la portada de su nuevo libro, sello Alfaguara.
                                                                                                                                  Foto: Cortesía Penguin-Randy Ayazo
                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Cuco: de noche no sale el sol, estás en lo cierto. Pero entérate de que nunca más saldrá de día. Lo apagaron, se apagó. Dejó de alumbrarnos y de propulsar la fotosíntesis de las plantas, que convertían los átomos de la atmósfera en materia orgánica de la que vivíamos todos, hombres y animales. Con sus negros nubarrones el Armagedón bloqueó los rayos del sol, y del calentamiento planetario de que tanto nos quejábamos pasamos al enfriamiento total y a la oscuridad.

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  No sé cuánto pueda tardar el experimento. ¿Otros dos mil quinientos millones de años? ¡Que se gasten, que tiempo es lo que le sobra a la eternidad! La evolución puede experimentar cuanto quiera, con toda la paciencia del mundo. Yo no la tengo. Nunca la tuve, todo lo quería en el acto. En el sexual. Me parieron con el sexo grabado como con cincel en las neuronas. De ahí me lo sacó el tiro que me pegué.

                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Read more!

                                                                                                                                  Pero vuelvo a la catedral donde empezaba a enfriarme mientras llegaba el inspector. Una multitud se fue formando durante la espera. Donde ven aquí un espacio vacío, un hueco, lo llenan ipso facto. Un acomodador de carros se convirtió motu proprio, como proceden en las calles, en dueño de la catedral: “Delen, delen, delen, por aquí, vayan pasando”, decía, y con una mano le daba vuelo a una hilacha roja para dejar pasar, y con la otra recibía monedas. Un maricón le dio un billete. “Gracias, papá”, le dijo el ganapán y dándole paso a una señora con un niñito nos dijo: “Primero la abuelita”. Y dejó pasar a una abuelita de 45 años que venía con su nietecito: les abrieron campo y los dejaron seguir.

                                                                                                                                  La multitud alzó al niño para que viera, en tanto un gamín de la barriada, un culicagado sin educación ni civismo, se abría paso a empellones para poder ver también él al muerto. Llegó, me vio, me inspeccionó de pies a cabeza, pero insatisfecho con lo que le decían sus ojos quiso verificar con el tacto y me puso una mano en la frente. “¡Uy!, gritó y la retiró como si hubiera tocado una plancha caliente. ¡Qué hijueputa, está frío!” Carcajada general. ¡Cómo no iba a estar yo frío si estaba muerto y no llegaba el inspector a levantarme! Me dejaron enfriar.

                                                                                                                                  Y ahora viene lo maravilloso: que Cuco Sánchez seguía cantando en mi equipo de sonido, uno de pilas, de los de antes, y al que antes de dispararme le había subido el volumen a lo que daba:

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Tres corazones heridos

                                                                                                                                  Puestos en una balanza

                                                                                                                                  Uno que pide clemencia

                                                                                                                                  Otro que clama venganza

                                                                                                                                  Y el mío tan adolorido

                                                                                                                                  solo con llorar descansa

                                                                                                                                  Tres corazones heridos

                                                                                                                                  Ya perdieron la esperanza

                                                                                                                                  Cuco, explicame una cosa: cómo acomodaste los corazones en la balanza. ¿Pusiste en un platillo dos y en el otro el otro? ¡Cómo no iba a ser maravilloso Cuco Sánchez cantándole a Dios en la catedral de ladrillo cocido más grande del mundo!

                                                                                                                                  Fueron como tres hermanos

                                                                                                                                  Los corazones del cuento

                                                                                                                                  Tanto supieron de amores

                                                                                                                                  Que los mató el sentimiento

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Su voz ascendía hacia las altas bóvedas como sube el incienso que esparcen los acólitos y atronaba el ámbito. Los pedófilos (fea palabra que sugiero reemplazar por pederasta o pediatra) se instalaban en las primeras bancas a oler monaguillos pasados por el incienso que estos angelitos agitaban en sus incensarios. ¡Qué delicia monaguillo inciensado! Y se saboreaban. Otros viciosos de humo, los fumadores de marihuana y de bazuco, se instalaban en las bancas de atrás a fumar lo dicho. Pero la catedral estaba desierta a la hora en que llegué con mi equipo de sonido y el revólver a ofrecerle a Dios lo que quedaba de mis despojos: “Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu”, le dije. Y sonó un tiro rotundo.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Ya diré luego dónde me lo pegué. Ahora estoy en el introito. El viejo, yo, llegué, llegó, recién bañado y afeitado, y entró por la puerta lateral de la calle de Venezuela. Una beata como de un pasado lejano extraviada en el tiempo nuestro cruzaba frente al altar mayor santiguándose y emprendía la salida en el momento de mi llegada. Y un quídam revoloteaba por el presbiterio como buscando en el suelo algo que se le hubiera caído: el sacristán. Tomé por la nave izquierda rumbo al altar accesorio donde tienen entronizado un Cristo translúcido, único, un óleo más bello que el “Salvator mundi” por el que el tirano asesino de Arabia Saudita Mohammed bin Salman pagó bajo cuerda, que es como procede y asesina, 500 millones de dólares.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Me encaminé hacia el Cristo. Un amigo conocedor de arte y muy rico y gran pediatra, impenitente oledor de acólitos incensarios, me había explicado años atrás, henchido de orgullo patrio, que el óleo en cuestión era obra de un pintor antioqueño. O sea de Antioquia. O sea de aquí. Cuadro más hermoso que el que estábamos viendo no lo había pintado en su historia mano humana, me decía el anticuario. Que valía cinco mil quinientos millones de dólares por lo bajito. “Tocayo, le dije, ojalá que no lo vendan nunca y lo dejen para siempre entronizado donde lo pusieron, en este altar de esta catedral hermosa donde me pienso matar rezándole a él y acordándome de ti que me lo diste a conocer”.

                                                                                                                                  Y así fue, años después. Y, oh milagro, esa mañana espléndida, cuando me dije ¡pum! según lo tenía programado, el Cristo translúcido me penetró con su ser el alma: entró por el agujero del pecho y a contracorriente de la borboteante sangre siguió hacia mi corazón por el camino sangrante que le señaló la bala. Y aquí me tienen en el cielo a la diestra de Dios Padre, desde donde les estoy hablando y hago llover.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  * Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Alfaguara.

                                                                                                                                  Por Fernando Vallejo * / Especial para El Espectador

                                                                                                                                  Ver todas las noticias
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