Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Hace unas pocas semanas el Congreso colombiano aprobó un proyecto de ley que prohíbe las corridas de toros, rejoneo, novilladas, becerradas y tientas en Colombia. Los debates sobre la prohibición de las corridas de toros y otras fiestas taurinas no son un asunto reciente. Hace más de 200 años, a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, la Corona española también prohibió las corridas de toros. O, para ser más precisos, la Corona intentó, infructuosamente, prohibirlas. En ese entonces, las razones detrás de su prohibición no giraban alrededor de los derechos de los animales ni de la relación entre humanos y naturaleza, como ocurre hoy en día. Hay que tener en cuenta que en esos tiempos no se veía a los toros como seres sintientes ni mucho menos como sujetos de derechos. En ese momento, la decisión de la Corona se basó en razones económicas, sociales y políticas. Una mirada a esta historia nos permite explorar cómo la prohibición de corridas de toros pasó de ser un capítulo dentro de un proyecto más amplio que buscaba reformar a la sociedad y sus costumbres a ser parte central de las discusiones sobre la manera en que los humanos nos debemos relacionar con otros animales y con la naturaleza.
Los esfuerzos de la Corona por ponerle fin a las corridas comenzaron en 1778. Ese año, el rey Carlos III expidió una orden real que establecía que no se otorgarían nuevas licencias y permisos a ciudades, villas y pueblos que quisiesen organizar corridas y novilladas. En 1785, Carlos III firmó una pragmática que prohibía las “fiestas de toros de muerte en los pueblos del reino. (Al referirse al “reino”, la pragmática estaba hablando de todos los territorios españoles, incluyendo sus colonias en América y las Filipinas.) En 1790, la Corona española expidió una real provisión “por la cual se prohíbe por punto general el abuso de correr por las calles novillos y toros que llaman de cuerda. Quince años más tarde, en 1805, Carlos IV expidió un edicto prohibiendo todas las corridas en toda España (incluyendo las colonias) bajo cualquier condición. El edicto aclaraba que muchos pueblos y ciudades habían continuado organizando corridas a pesar de no contar con las licencias y permisos correspondientes. Asimismo, explicaba que las corridas “causan un conocido perjuicio a la agricultura por el estorbo que oponen al fomento de la ganadería vacuna y caballar, y el atraso de la industria por el lastimoso desperdicio de tiempo que ocasionan en días que deben ocupar los artesanos en sus labores”.
Estos edictos y pragmáticas se expidieron en medio de los años de mayor apogeo de las reformas borbónicas. A lo largo del siglo XVIII, pero particularmente durante el reinado de Carlos III (1759-1788), la Corona española llevó a cabo una serie de reformas que buscaban dinamizar su economía y fortalecer sus fuerzas armadas. La Corona liberalizó el comercio y fomentó la creación de reales fábricas al igual que Sociedades de Amigos donde se difundían y discutían prácticas agrícolas y manufactureras. Asimismo, con el fin de dinamizar la economía española, las autoridades intentaron cambiar, y en algunos casos prohibir, algunas costumbres y pasatiempos que eran considerados improductivos y poco útiles para los intereses de la Corona. Algunos consejeros reales, como Bernardo Ward, sostenían que España necesitaba de “vasallos útiles” que fomentaran el crecimiento económico del imperio. Es así como durante las últimas décadas del XVIII y principios del XIX la Corona española expidió decenas de leyes, edictos y pragmáticas que regulaban y restringían los juegos de cartas, las apuestas, las fiestas nocturnas, el consumo de alcohol y hasta las formas de vestir de hombres y mujeres.
Las corridas de toros entraban entre las actividades y costumbres que eran vistas como inconvenientes para el crecimiento de España. Varios consejeros, como el Conde de Aranda, creían que España estaba haciendo un uso improductivo de su tierra por culpa del exceso de toros de lidia. Ellos consideraban que grandes extensiones de tierra que podrían ser usadas para cultivos o para ganado terminaban despobladas para darle paso a unos cuantos toros de lidia. Pero la preocupación más grande de las autoridades tenía que ver con los desórdenes e indisciplina laboral que las corridas fomentaban. Las corridas casi siempre estaban acompañadas de agasajos, espectáculos y otras diversiones. Cuando una ciudad o un pueblo celebraba una corrida, lo común era que muchos trabajadores y artesanos se ausentaban de sus trabajos por varios días para asistir a las corridas y otras celebraciones. Más grave aún era el hecho de que era frecuente que algunas personas terminaran heridas y hasta muertas en medio de estas fiestas de toros. Algunos por una cornada, otros en medio de los desórdenes y peleas causadas por el consumo excesivo de alcohol. Entre los consejeros reales era tal su preocupación por el crecimiento económico y por fortalecer las fuerzas armadas, que veían a cada individuo muerto o gravemente herido como un labrador o soldado en potencia que ya no estaría al servicio de los intereses de la Corona española.
Vale la pena hacer unas aclaraciones sobre las corridas de toros en el siglo XVIII. Dependiendo de la ciudad o del pueblo, a veces las autoridades entregaban uno o dos de los últimos toros a los plebeyos. En esos casos, cuando salía el último toro al ruedo, no lo recibía un torero, sino todos aquellos que se atrevieran a saltar al ruedo a enfrenarlo. Es decir, la corrida terminaba en algo parecido a las corralejas que hoy en día se realizan en la Costa caribe de Colombia. También era común que en algunos pueblos los organizadores soltaran los toros en las calles, a pocas cuadras de plaza donde se realizaría la corrida. En esos casos, se vivía algo parecido a lo que se ve hoy en día durante las Fiestas de San Fermín en Pamplona. Era en estos momentos, cuando decenas de personas del común saltaban al ruedo o cuando los toros corrían sueltos por las calles, que se presentaban gran parte de los heridos y muertos.
También es importante tener en cuenta que en ese entonces muy pocos pueblos y ciudades tenían plazas de toros. En la mayoría de casos, las corridas se realizaban en la plaza principal del pueblo o ciudad. Los organizadores entablaban toda o una parte de plaza donde se llevarían a cabo las corridas. Por ejemplo, muchas de las corridas de toros que se realizaron en Santafé de Bogotá en tiempos coloniales y durante las primeras décadas republicanas se realizaron en lo que hoy en día conocemos como la Plaza de Bolívar.
Así como algunos consejeros y autoridades consideraban que las fiestas de toros eran una mella a la productividad de España, por su uso ineficiente de la tierra y por sus efectos sobre la disciplina laboral, también había razones políticas por las que la Corona quería acabar con ellas. Las reformas borbónicas, además de intentar dinamizar la economía y fortalecer el poderío militar de España, también buscaban centralizar y concentrar el poder político bajo la Corona. Esto implicaba disminuir la autonomía y poder de los reinos y provincias, al igual que el poder de sus clases aristocráticas. En ese sentido, la prohibición de las corridas también buscaba debilitar a la nobleza española.
Vale la pena hacer otra aclaración para explicar este punto. Los orígenes ibéricos de la tauromaquia se remontan a tiempos medievales. En ese entonces, una de las formas en que los caballeros andantes se preparaban para la guerra era entrenando con toros de lidia. Lo hacían montados en sus caballos y usaban lanzas y picas para atacar a los toros. Sobra decir que estas funciones eran aún más sangrientas que las corridas de toros que se realizan hoy en día. Tales entrenamientos inicialmente se hacían en campo abierto. Pero en la medida que se fueron popularizando, comenzaron a hacerse en las plazas principales de ciudades y pueblos para que el resto de la sociedad los pudiese ver para su diversión. En algunas ocasiones, los caballeros cedían uno de los toros para que los plebeyos lo torearan de a pie. Algunos de estos plebeyos de a pie mostraron gran habilidad para torear y se convirtieron en los precursores de los toreros actuales.
Los caballeros andantes que participaban en estos entrenamientos eran, en su gran mayoría, parte de la alta nobleza y miembros de sus ejércitos particulares. En tiempo medievales y principios de la temprana modernidad, la nobleza proporcionaba tropas a las distintas coronas a cambio de tierras, títulos nobiliarios, exenciones tributarias y otros beneficios materiales y simbólicos. Sin embargo, hacia el siglo XVI y XVII, tales caballeros andantes gradualmente dejaron de tener la función que habían tenido en el pasado. Los avances tecnológicos en términos de armas de fuego y artillería hicieron cada vez más obsoletos e irrelevantes a estos caballeros. Asimismo, la Corona española comenzó a contar con más recursos para tener un ejército permanente propio sin tener que recurrir a las aristocracias regionales.
Tal evolución militar tuvo un efecto sobre la tauromaquia. En la medida que la Corona ya no necesitaba de los caballeros andantes, se volvió cada vez menos frecuente ver a caballeros andantes armados con lanzas, persiguiendo y enfrentando a toros de lidia. Gradualmente, se volvió habitual ver a personas del común toreando a los toros de a pie. Así, hacia principios del siglo XVIII, las corridas de toros habían tomado una forma bastante parecida a la que existe en el presente.
Estas transformaciones en la tauromaquia son representativas de las tensiones políticas entre la Corona española y la nobleza. Aunque la nobleza había perdido la función de proveer tropas a la Corona, los nobles españoles no estaban dispuestos a ceder privilegios adquiridos durante siglos, tales como el beneficio de no tener que pagar impuestos o su control sobre grandes extensiones de tierra. A lo largo del siglo XVIII, la Corona española intentó de varias formas debilitar a la nobleza. En medio de estos esfuerzos, varios consejeros reales expidieron decretos que incitaban a la nobleza a ganarse su estatus por medio de trabajo y mérito y no simplemente por privilegios heredados. Algunos consejeros reales hasta hablaban de la nobleza como una clase ociosa que poco contribuía al crecimiento de España.
En ese sentido, la prohibición de las corridas de toros estaba ligada a estos esfuerzos por debilitar el poder político y económico de la nobleza. De cierta manera, era una forma de probar que la nobleza, al igual que las fiestas de toros, ya no tenían razón de ser. Si la Corona había logrado centralizar el poder y ya contaba con su propio ejército, no se necesitaba de la nobleza ni de sus ejércitos particulares, y, por lo tanto, se podía prescindir de los entrenamientos bélicos que la nobleza había usado en el pasado, tales como las corridas de toros.
Aunque la Corona restringió y prohibió las corridas, las fiestas de toros se siguieron realizando a lo largo del imperio español. Los alcaldes y concejales de muchos pueblos y ciudades que incumplieron las leyes justificaron sus acciones, alegando que los habitantes de la ciudad veían las corridas como una costumbre habitual que no podía faltar en sus celebraciones. Por ejemplo, en 1785 las autoridades de Santafé de Bogotá le reclamaron al alcalde de Ubaté por haber permitido fiestas de toros a pesar de no contar con los permisos correspondientes. El alcalde se defendió diciendo que había intentado impedir las corridas, pero como los organizadores ya habían comprado los toros y pagado por su transporte al pueblo, prefirió permitir las fiestas de toros para evitar altercados. En 1793, una situación similar ocurrió en Vélez. Cuando autoridades en Tunja se enteraron de que se celebrarían corridas de toros en Vélez e intentaron detenerlas, el concejo de Vélez le respondió que las corridas eran una costumbre “inveterada” y que su “interrupción disgustaría inútilmente al vecindario.
Pero no era sólo en pueblos y villas donde se incumplían las normas. Por ejemplo, en Santafé de Bogotá se realizaron fiestas de toros en 1793 para celebrar la coronación de Carlos IV. En muchas otras ciudades y pueblos del imperio español se siguieron haciendo fiestas de toros cada vez que había una festividad importante a pesar de las leyes que las prohibían. Y así siguió siendo el caso durante y después de los procesos de independencia. Por ejemplo, cuando Cundinamarca declaró su independencia absoluta de España el 16 de julio de 1813, se celebraron corridas de toros en Bogotá durante varios días. A lo largo de gran parte del siglo XIX y siglo XX, en muchas ciudades y pueblos de Colombia, casi cualquier celebración importante se acompañó de fiestas de toros.
La nueva ley que prohíbe las corridas de toros seguramente será acatada y obedecida. Una vez entre en vigencia, es muy poco probable que se vuelva a ver una corrida de toros en la Santamaría, la Cañaveralejo o la Monumental. Existe la posibilidad de que algún pueblo o hacienda privada intente evadir la ley, pero seguramente será algo totalmente marginal.
El caso es que el contexto hoy en día es muy distinto al de finales del XVIII y principios del XIX. En ese entonces, cuando la Corona intentó prohibir las corridas, estas fiestas contaban con un gran arraigo cultural entre todos los estamentos de la sociedad. Eran unos pocos consejeros y pensadores ilustrados quienes consideraban que el rey debía prohibir las corridas para fortalecer a la Corona y hacer a la sociedad española más productiva. Pero el caso es que tales leyes, y las razones usadas para justificarlas, iban en contravía de las costumbres y prácticas de gran parte de la sociedad española. Además de que la sociedad veía a las fiestas de toros como una parte esencial de su cultura, también es cierto que el tipo de disciplina laboral que algunos consejeros reales estaban tratando de instaurar solamente se asentaría varias décadas más adelante, una vez consolidada la industrialización.
Por el contrario, el proyecto de ley recientemente aprobado en el Congreso colombiano responde a una serie de transformaciones culturales que han surgido en las últimas décadas. Por una parte, el proyecto pone de presente nuevas formas de entender la relación entre los humanos y otros animales. Para la senadora Esmeralda Hernández, promotora del articulado, se busca ponerle fin a un símbolo de tortura y maltrato animal en Colombia. Se trata de una nueva manera de ver a los animales no humanos como seres sintientes que también merecen ciertos derechos. Por su parte, Brigitte Baptiste explicaba hace pocos días en estas páginas que este tipo de iniciativas son un ejemplo del surgimiento de nuevas nociones sobre la relación entre humanos y la naturaleza. Según Baptiste, el hecho de que la tauromaquia haya perdido tanta popularidad en las últimas décadas y que se haya aprobado un proyecto de ley para prohibirla en Colombia son una muestra de que muchos humanos ya no ven a la naturaleza como un ámbito que debe ser conquistado y dominado sino más bien como uno que se debe cuidar y preservar por medio de una “convivencia consciente.
Estas nuevas nociones sobre los animales no humanos y sobre la naturaleza son compartidas cada vez por más miembros de la sociedad colombiana. Es debido a estas transformaciones culturales que el proyecto de ley fue aprobado por el Congreso y es por estas mismas razones que la ley seguramente será acogida por gran parte de la ciudadanía colombiana. Ese no fue el caso a finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando la Corona española intentó prohibir las corridas de toros. Las leyes por sí solas difícilmente pueden transformar a la sociedad cuando estas van en contravía de sus costumbres y prácticas