Cuando la Navidad regala un último viaje, según José Saramago
Fragmento del libro “La intuición de la isla”, escrito y recién publicado por Pilar del Río, sobre los últimos días del Nobel de Literatura portugués en la isla de Lanzarote. En Colombia bajo el sello editorial Alfaguara.
Pilar del Río * / Especial para El Espectador
La salud no decidió abandonar un día a José Saramago, no fue una espantada de un momento para otro, se fue yendo poco a poco, sin despedidas dramáticas, simplemente dejando un aviso aquí, más tarde otro allí, así hasta que en un viaje a Argentina se le presentó una neumonía grave que se complicó en el regreso y que resultó fatal por su historial.
A la leucemia diagnosticada se vino a juntar el bacilo de Koch que, según le explicó Federico Mayor Zaragoza la tarde que supo que estaba internado en un hospital, “está presente en quienes nacimos en aquellos años, aunque siempre controlado. Ahora, por la neumonía y la leucemia, no ha encontrado obstáculos para avanzar y lo hace como un ejército que marcha”. Así, de forma clara, trató de explicarle su amigo, catedrático de bioquímica, el concierto de agresiones que sufría su cuerpo y que estuvo a punto de costarle la vida. (Recomendamos: Entrevista a Pilar del Río sobre su vida con José Saramago, historia de Nelson Fredy Padilla).
El internamiento de José Saramago tuvo lugar en Lanzarote: quería estar cerca de su casa, pasara lo que pasara, y tenía confianza en sus médicos. Gracia Lanzas, médica de la clínica, Domingo Guzmán, amigo de tiempo atrás y su médico de cabecera, fueron sus sostenedores y con ellos el resto del personal, especialistas diversos, enfermería atenta y capaz, masajes, alimentación, una nube de personas que velaban para que José Saramago se recuperara.
Ingresó en diciembre, poco después llegaba la Navidad y el personal sanitario y otros pacientes menos graves querían celebrar esas fiestas, solo José Saramago, con los ojos cerrados, permanecía ajeno al calendario y al exterior de sí mismo. Más tarde, contaría que no era el vacío lo que le habitaba, le bullían ideas, palabras antiguas, un desorden de vida que no podía controlar se le agolpaba en su cabeza y él sabía que esas sensaciones lo mantenían en el mundo de los vivos. (La importancia del poeta Fernando Pessoa en la obra de Saramago).
No sufrió, no tenía dolores, solo una noche oscura, interior y poderosa, de la que se fue recuperando con la medicación adecuada, el interés del personal sanitario y la devoción de sus amigos más cercanos. El día que salió de la UCI fue una fiesta. “Lo llevamos a planta”, le decían unas y otros, como si no bastara el primer aviso. Desde la ventana de la UCI, veía la ventana de su estudio, cuando miraba sentía el reclamo de volver a casa.
Estuvo hospitalizado más de un mes, más de dos, hasta que recuperó fortaleza para caminar y apetito para mantenerse. Regresó a su casa. Pepe, Greta y Camoens entendieron que no deberían abalanzarse sobre él, pero se convirtieron en su guardia pretoriana. No se separaban del sillón, siempre atentos para que nadie molestara al hombre que les había dado nombre y los había convertido en seres literarios y de respeto. Greta hasta se le subió al regazo y José Saramago la acarició como si fueran amantes. Solo pasó una vez, pero fue suficiente para que nunca más, ante la sorpresa general, manifestara la antipatía que sentía por los hombres.
Una tarde, en A Casa, tomando café con varios amigos, José Saramago contó, sin darle mayor importancia, aunque sin duda notaría el estremecimiento que causaron sus palabras en la sala, que cuando se encontraba perdido en el laberinto de oscuridades que es el estar sin estar, sintió los barritos de un elefante, o eso le pareció, y que eran barritos salvíficos que le animaban a emplearse a fondo para seguir compartiendo los días con su gente y también para continuar su trabajo.
El libro que le ocupaba era El viaje del elefante. A José Saramago no le gustaba dejar nada a medias, no podía morirse, pese a haber estado en coma, sin acabar ese trabajo. “De alguna manera”, añadió, “el elefante contribuyó a salvarme la vida”, dijo, y así fue entendido.
La lucha titánica en aquel tiempo hospitalizado, el esfuerzo de sus médicos, la claridad rotunda con que se abordó la vida y la muerte le dieron a José Saramago tres años más de vida y muchas emociones. Uno no es igual después de haber visto la muerte de frente. José Saramago tampoco. Por eso, sin concesiones a la facilidad, desde la libertad que siempre fue su norma, retomó su actividad y se puso a escribir El viaje del elefante.
* Pilar del Río es escritora, traductora y presidenta de la fundación José Saramago, que lleva el nombre de quien fuera su esposo. Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.
La salud no decidió abandonar un día a José Saramago, no fue una espantada de un momento para otro, se fue yendo poco a poco, sin despedidas dramáticas, simplemente dejando un aviso aquí, más tarde otro allí, así hasta que en un viaje a Argentina se le presentó una neumonía grave que se complicó en el regreso y que resultó fatal por su historial.
A la leucemia diagnosticada se vino a juntar el bacilo de Koch que, según le explicó Federico Mayor Zaragoza la tarde que supo que estaba internado en un hospital, “está presente en quienes nacimos en aquellos años, aunque siempre controlado. Ahora, por la neumonía y la leucemia, no ha encontrado obstáculos para avanzar y lo hace como un ejército que marcha”. Así, de forma clara, trató de explicarle su amigo, catedrático de bioquímica, el concierto de agresiones que sufría su cuerpo y que estuvo a punto de costarle la vida. (Recomendamos: Entrevista a Pilar del Río sobre su vida con José Saramago, historia de Nelson Fredy Padilla).
El internamiento de José Saramago tuvo lugar en Lanzarote: quería estar cerca de su casa, pasara lo que pasara, y tenía confianza en sus médicos. Gracia Lanzas, médica de la clínica, Domingo Guzmán, amigo de tiempo atrás y su médico de cabecera, fueron sus sostenedores y con ellos el resto del personal, especialistas diversos, enfermería atenta y capaz, masajes, alimentación, una nube de personas que velaban para que José Saramago se recuperara.
Ingresó en diciembre, poco después llegaba la Navidad y el personal sanitario y otros pacientes menos graves querían celebrar esas fiestas, solo José Saramago, con los ojos cerrados, permanecía ajeno al calendario y al exterior de sí mismo. Más tarde, contaría que no era el vacío lo que le habitaba, le bullían ideas, palabras antiguas, un desorden de vida que no podía controlar se le agolpaba en su cabeza y él sabía que esas sensaciones lo mantenían en el mundo de los vivos. (La importancia del poeta Fernando Pessoa en la obra de Saramago).
No sufrió, no tenía dolores, solo una noche oscura, interior y poderosa, de la que se fue recuperando con la medicación adecuada, el interés del personal sanitario y la devoción de sus amigos más cercanos. El día que salió de la UCI fue una fiesta. “Lo llevamos a planta”, le decían unas y otros, como si no bastara el primer aviso. Desde la ventana de la UCI, veía la ventana de su estudio, cuando miraba sentía el reclamo de volver a casa.
Estuvo hospitalizado más de un mes, más de dos, hasta que recuperó fortaleza para caminar y apetito para mantenerse. Regresó a su casa. Pepe, Greta y Camoens entendieron que no deberían abalanzarse sobre él, pero se convirtieron en su guardia pretoriana. No se separaban del sillón, siempre atentos para que nadie molestara al hombre que les había dado nombre y los había convertido en seres literarios y de respeto. Greta hasta se le subió al regazo y José Saramago la acarició como si fueran amantes. Solo pasó una vez, pero fue suficiente para que nunca más, ante la sorpresa general, manifestara la antipatía que sentía por los hombres.
Una tarde, en A Casa, tomando café con varios amigos, José Saramago contó, sin darle mayor importancia, aunque sin duda notaría el estremecimiento que causaron sus palabras en la sala, que cuando se encontraba perdido en el laberinto de oscuridades que es el estar sin estar, sintió los barritos de un elefante, o eso le pareció, y que eran barritos salvíficos que le animaban a emplearse a fondo para seguir compartiendo los días con su gente y también para continuar su trabajo.
El libro que le ocupaba era El viaje del elefante. A José Saramago no le gustaba dejar nada a medias, no podía morirse, pese a haber estado en coma, sin acabar ese trabajo. “De alguna manera”, añadió, “el elefante contribuyó a salvarme la vida”, dijo, y así fue entendido.
La lucha titánica en aquel tiempo hospitalizado, el esfuerzo de sus médicos, la claridad rotunda con que se abordó la vida y la muerte le dieron a José Saramago tres años más de vida y muchas emociones. Uno no es igual después de haber visto la muerte de frente. José Saramago tampoco. Por eso, sin concesiones a la facilidad, desde la libertad que siempre fue su norma, retomó su actividad y se puso a escribir El viaje del elefante.
* Pilar del Río es escritora, traductora y presidenta de la fundación José Saramago, que lleva el nombre de quien fuera su esposo. Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.