Mauricio Wiesenthal: Cuando la palabra mejora el silencio
Mauricio Wiesenthal, uno de los escritores más prolíficos y versátiles que tiene hoy Hispanoamérica, habló para El Espectador. Recientemente publicó “El derecho a disentir”, una colección de ensayos en los que, entre otros temas, trata del mundo en el que nació, distinto en tantos órdenes al de hoy.
Usted es escritor, enólogo, erudito, melómano, políglota, profesor, maestro de esgrima, viajero y ha cultivado a lo largo de su vida otras tantas actividades y profesiones. ¿Cuál diría que es el hilo conductor de todas ellas?
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Usted es escritor, enólogo, erudito, melómano, políglota, profesor, maestro de esgrima, viajero y ha cultivado a lo largo de su vida otras tantas actividades y profesiones. ¿Cuál diría que es el hilo conductor de todas ellas?
El hilo conductor es la curiosidad, siempre. Desde muy pequeño he sentido ese afán de conocer, de abandonarme a la vida. Soy un vitalista, siento un placer grande por la vida, creo -y coincido en esto con místicos y con racionalistas- que hay una razón de la vida que es superior a todo y que esta es la aventura, y esta fue siempre mi aventura: vivir, vivir en cualquier circunstancia, de salud, de carácter, de pensamiento… siempre encontraba una salida en vivir, siempre el camino de la vida frente al camino de la depresión, del pesimismo. Soy en esto un esperanzado vividor.
Es un gran lector y tiene una biblioteca inmensa y admirable, se formó en la lectura y en el estudio de los clásicos. ¿Qué les debe a ellos?
Todo, fundamentalmente. Porque la primera curiosidad, incluso para un niño, es la palabra. Mi padre era filólogo, además; yo hice otras carreras, pero me quedó el fundamento de la palabra; para un escritor es fundamental: si uno no pensase que la palabra puede mejorar a veces el silencio habría que callarse frente a la belleza del mundo.
Leo mucho en voz alta, a veces no puedo evitarlo, y levanto la voz cuando estoy leyendo, cuando algo me gusta, para seguir la música, escuchar el sonido de las palabras, porque las palabras tienen materia, tienen sensualidad. Cuando un escritor sabe manejarlas como un músico, la lectura se convierte en una compañía, en una presencia. Para mí es la belleza más grande de la literatura: el músico trabaja con sonidos, sin duda puebla el silencio; el pintor nos da las imágenes, el color; el arquitecto llena el espacio; el bailarín nos llena de armonía, pero el escritor se compromete con la palabra. La palabra, que es la herramienta más prostituida, más vulgar, sin embargo, también es la más social, en el sentido noble de la palabra; ella es, a mi modo de ver, la forma de arte más maravillosa que hay, puesto que permite convertir lo más utilitario, lo más pragmático en espíritu, en universal.
Hay ciertas figuras que son recurrentes en sus lecturas y en sus libros. Rilke, Tolstói, Dante, Montaigne, Goethe, Zweig. Sobre ellos ha escrito tratados, biografías, estudios monográficos, novelas... ¿Qué han significado para usted como lector y como escritor?
Todos estos autores que has citado son para mí fundamentalmente humanistas, el humanismo nos viene del contacto con hombres de otras culturas, que hace interesante la figura del maestro, que nos enseña otras formas de iniciarnos en la vida.
¿Se ha pensado alguna vez lo que debemos a América en nuestro humanismo? ¿Hemos pensado alguna vez si Erasmo podría haber existido si no hubiese existido primero aquel Durero que recopilaba esas plantas de América, aquellos viajeros que traían testimonio de América, aquellos misioneros que contaban sus crónicas, aquellas voces y aquellas experiencias de América que nos llegaban?
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Cuando digo humanista me refiero a Montaigne, me refiero a Erasmo, me refiero a Goethe, me refiero a Chateaubriand. Época por época van apareciendo estos personajes humanistas que heredaron esa inquietud por la condición humana. El tener unos valores que se adaptan al ser humano y que están limitados por el ser humano, en eso consiste la cultura humanista. No me interesa la cultura de los titanes, de los superhombres, de los héroes, la cultura aquella de los grandes mitos que hemos tenido todos los pueblos en nuestros orígenes prehistóricos o paleolíticos. Me interesa la cultura cuando está puesta a la medida del hombre y por eso creo en los clásicos y por eso aprendí tanto de Grecia, por eso he aprendido tanto de Roma, he aprendido tanto de cualquiera de esas escuelas de iniciación donde incluyo también a las escuelas de nuestras culturas americanas.
¿Usted diría que es precisamente esto lo que lo ha llevado a escribir sobre estos maestros o en dónde encuentra el impulso para volcarse a estas tareas a veces tan descomunales?
Sí, porque son gigantes. Son gigantes, como decía, de dimensión humana, y ahí he encontrado el impulso para buscarlos. Lógicamente los conocía cuando era más joven en los libros, los buscaba en las bibliotecas, pero cuando uno sigue la biografía de un maestro es cuando comienza realmente a conocerlo. Uno lo va conociendo en su dimensión realmente humana: ve cómo él también va estudiando, cómo se va formando, cómo va construyendo en la vida… y a mí me interesa mucho ese camino de hacer. Un conocimiento que no sirva para hacer, que no sirva para comunicarse no me interesa. Por eso me defino como humanista y corrijo a un maestro español, en este caso poeta, el poeta Machado cuando él dice que “se hace camino al andar”, yo lo corrijo con todo cariño, con todo respeto, pero no me gusta la idea… porque hay mucha gente que anda y no hace nada, o sea camina mucho, pero no hace nada. A mí me gusta decir que se anda camino al hacer. Cuando tú haces y llevas haciendo varios años en tu vida y vuelves la vista atrás te das cuenta de que has hecho camino, camino de verdad. Hacer la tarea de cada día significa hacer la jornada, era una jornada de viaje y un jornal era lo que se pagaba a un hombre por lo que trabajaba en un día. Pues el que hace jornada cobra sus jornales al final de su vida y se da cuenta de que ha hecho un largo camino.
Usted publicó recientemente un libro titulado “El derecho a disentir”. ¿Disentir de qué?
Nací en una generación que dio muchos rebeldes, incluso rebeldes sin causa, grandes actores de cine que protagonizaban películas… tenían hasta aquellas escuelas de teatro en las que ponían unas caras de desesperados, trascendentes, que no sabía uno si estaban pasando la digestión de alguna copa de más o estaban realmente pensando en algo que mereciese la pena. Yo no. He sido, como he dicho, un entusiasta de la vida, un enamorado de la vida, un activo, un activista si queréis, en ese sentido; hacer cosas, algunas equivocadas que se estropeaban, otras que con los propios restos de lo que era un fracaso servían para seguir construyendo algo más. Y, por lo tanto, no he sido un rebelde enfadado: no soy un rebelde que tenga rencor a la vida. Ninguno. Pero soy un rebelde que he reivindicado mi libertad frente a la vida. Disiento, por lo tanto, de una época que quiere globalizarnos en el sentido gregario. Odio lo gregario, las tribus, las sectas, los bandos, odio incluso cuando los partidos políticos se convierten en sectas, en instituciones cerradas; me gusta un mundo abierto, creo que ser libre consiste en poder caminar lejos de los que quieren cazarnos. Siempre hay alguien que quiere someternos.
Hay que huir. Vale tener este concepto que yo tengo -quizá de mi origen familiar- de ser un gran viajero; he viajado como una forma de alejarme cuando encontraba que el país donde vivía se convertía en un encierro. Necesitaba respirar, necesitaba buscar otras cosas. Por eso tengo esa idea de que soy un disidente, pues no creo que lo más interesante sea refugiarse en la tribu. El mundo es grande y el mundo es grande para conocerlo, para conocer a la gente, para aprender de muchos, y con eso es verdad que uno enriquece a su patria. A mí no me gusta la palabra nación, esto tengo que decirlo y pedir perdón a los que la tengan en alta estima. La palabra tiene un origen latino, ya la utilizaba Cicerón… Nascĕre, de nacer; la nación es donde nacemos, pero a mí no me identifica el lugar donde he nacido: me da lo mismo ser español que francés que colombiano, me defino como un humanista.
Hay una palabra sagrada que es la palabra patria. En alemán es bonito: heimat, “lo nuestro, lo que tenemos en casa”. Entonces no me gustan los nacionalistas, que son excluyentes y que conducen a la guerra, porque inmediatamente crean un conflicto de fronteras con un país que se define como otra nación y que tiene otra bandera. No. Tengo mi patria, mi tierra, mis gentes con las que he nacido y con las que trabajo, y que son mis compañeros y con ellos estoy dispuesto a colaborar hasta el final de mi vida. Son mi familia, mi familia no la llamo solamente de sangre, mi familia es el país donde vivo. Faltaría en los políticos esa conciencia de que hacemos un pacto social; no creamos un partido, no: hacemos unas reglas de juego y jugamos una vida dentro de un pacto que civilizadamente nos comprometemos todos a cumplir, como una familia, y esos pactos conceden espacios de libertad que nos permiten de vez en cuando estar aparte y ser respetados en esas condiciones individuales… eso es bello en un país. Los hombres podemos compartir muchas patrias. A los hombres a veces nos cuesta compartir los Estados o las naciones o los gobiernos…, pero nos quedan esas patrias.
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¿Qué es la civilización?
Civilización es el respeto por lo menudo, por lo pequeño, por lo débil, también por lo frágil, por lo que se pierde, por la reliquia. Eso lo tenemos todos, esa es la patria, pudiéramos decir: son esas reliquias que sabemos que tenemos todos en nuestra vida y que no olvidamos. Los pueblos que no respetan el detalle acaban salvajes.
En el prólogo del “Libro de réquiems” usted sostiene que ha dejado en cada uno de los libros que escribió un pedazo de su corazón. ¿Qué dejó en este que acaba de publicar?
Está escrito a lo largo de muchos años, por lo tanto hay mucho corazón ahí, en los capítulos finales hablo de mi propia vida, de un accidente de salud, de un infarto, que forma parte de la gestación de este libro; son más de 20 años de mi vida. Y nació de una manera muy curiosa, para que veas cómo dejé en él mi corazón: cuando viajaba tenía la costumbre, desde que era muy jovencito, de pedir en los hoteles un papel con membrete de cada uno de ellos, escribía en ellos mis impresiones del país donde llegaba. ¿Qué esperaba, qué veía, qué buscaba?, y ahí comenzaba mi viaje. Esas cartas me las mandaba, cuando llegaba a España tenía recopiladas todas esas cartas. Y de ahí nació este libro, fue recopilar toda esa memoria, una memoria sensual porque está escrita con la letra que tenía en cada momento, con las sensaciones de agrado, de enfado, de lo que fuese, y esto es lo que dio pie a este libro que es un ensayo -en italiano asaggiare es probar, essai en francés es lo mismo, es como una cata-, es una cata de la vida. Es exactamente lo que hizo Montaigne, y por eso llamó a su libro Ensayos, porque no pretende ser una teoría con método filosófico riguroso, pretende ser una manifestación de la vida, probándola, degustándola, oliéndola, y así fue naciendo ese libro donde está el corazón, porque está la sensualidad, la experiencia.
Hay en este libro, y en otras muchas de sus páginas, cierto dejo de nostalgia y cierta tristeza por estar viviendo en un mundo que claudica y que ya no es como usted lo conoció hace décadas. ¿Qué lamenta de ese mundo que se está yendo o que se fue?
Lamento que haya habido una claudicación de la idea de servicio, de la idea de trabajo. Pertenezco a una época en que trabajar era fundamental; trabajo hasta que me muera, esto es lo que afortunadamente he intentado hacer en la vida, aportando siempre que podía. El trabajo era sagrado. Un trabajador del nivel que fuese era un hombre sagrado porque era un hombre o una mujer que sostenía una familia, sostenía la sociedad, sostenía la cultura, sostenía todo. Hoy día se vive mucho en esta idea gozosa del “bienestar” que llaman, y el bienestar no conduce realmente a nada más que a la decadencia. Por esto me siento disidente: pienso que lo que hay es una decadencia de valores humanos, de valores de voluntad, de fuerza, de construir, de crear. Por eso flaquea también la creatividad. Se va creando un mundo que solo es de disfrute, ese mundo hedonista tiene una vida corta, como muchos de los momentos del placer, porque la vida es algo más que placer: es placer y es experiencia, a veces sufriente, a veces dolorosa, pero cuando esa experiencia dolorosa se encarna, por decirlo así, en una ofrenda de vida se convierte en rica, en crecimiento. Por eso estoy en desacuerdo con esta vida que solo quiere comodidad, facilidad. Soy disidente de la cultura norteamericana, por ejemplo, que da tanta importancia a lo casual, a lo cómodo; eso acaba siendo antiestético. Uno de los elementos más interesantes de la vida es la seducción de la belleza. Decía Lord Byron: “Quien aspira al placer no debe esperar comodidades”. Porque hasta el placer se degrada cuando se lleva a lo cómodo. Y no hay nada más bello en la vida cuando uno bebe, come o ama que ‘sufrir’, entre comillas pequeñas, incomodidades por darle belleza, romanticismo al escenario, al momento, a la conversación, a los aromas del vino, a la luz que nos ilumina o a la ventana del escenario. Esta es mi protesta contra esta época, una época que por comodidad hace barrios feos, casas feas, aglomeraciones vitales feas, situaciones humanas feas e injustas, porque creo mucho en que hay esa moral de la estética que es tan importante como la ética; los actos humanos malvados son antiestéticos.
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Habla usted con cierta nostalgia de los tiempos pasados, de los tiempos vividos. ¿Qué es la nostalgia?
La nostalgia es un dolor (puesto que hay “algia”), pero es un dolor gozoso porque es el recuerdo de cosas que tienen presencia en nuestro corazón. Es una forma del amor, por lo tanto, es como un amor a distancia.
Escribió un libro titulado “La hispanibundia”, en el que ofrece al lector un retrato del alma española. ¿Cuáles son los rasgos y las aristas del alma y de la patria españolas?
Hay un maestro, Keyserling, el conde de Keyserling, que escribió tanto sobre sus viajes, un conde báltico curioso y de unas maneras extravagantes, estaba casado con una Bismarck y podía permitirse las extravagancias, y Keyserling cuando leía en los periódicos, cuando visitaba los países latinoamericanos y España hablaba de una palabra fundamental para definir el temperamento español, y latino, la “gana”. Es difícil traducirla a veces a otros idiomas: cuando uno no que quiere hacer algo decimos “No me da la gana” y aquí incluso, cuando ya lo llevamos al máximo, decimos “No me da la real gana”. La gana es ese móvil que nos lleva a hacer las cosas por impulso de seducción y de pasión.
No deja de ser curioso y difícil gobernar unos pueblos que se mueven por impulsos de la gana, pero no dejan de ser también muy interesantes, porque eso es un elemento estético, artístico. Por lo tanto, lo primero que un sabio, que un maestro, que un político, que un dirigente tiene que despertar en su pueblo son las ganas de hacer un proyecto. Eso es lo que a veces los españoles, colombianos, peruanos, ecuatorianos o argentinos hemos sufrido tanto cuando no teníamos dirigentes que nos despertaran las ganas, porque cuando las despertaron supimos hacer cosas bellas y cosas grandes, y seguimos todavía con ganas de hacerlo.
Y creo que por eso a veces somos capaces de ser tan brutos, si me permitís la palabra, y de llegar a conflictos civiles, a conflictos terribles, a injusticias tan grandes porque la desgana es nuestro diablo absoluto, con más cuernos que ningún diablo, la desgana es la depresión, la desgana es lo que lleva a hacer todo tipo de locuras porque perdemos la razón vital, lo que los griegos llamarían el entusiasmo, dios en nosotros, por eso lo llamo un diablo, es lo que nos abduce el alma. Cuando veas a un colombiano cansado, a un español cansado, entonces procura darle una mano para que se levante, porque ese hombre está sometido por algo amargo y obscuro en su interior.
El viejo León es una biografía novelada sobre Lev Tolstói. ¿Qué posibilidades de expresión, distintas o mejores, encuentra en la novela frente a las que ofrecen géneros como el ensayo o la biografía propiamente dicha?
No cabe duda, para el humanista, de que la novela es lo que permite encarnar lo humano. O sea, cuando está haciendo un ensayo está siempre razonando. Yo le tengo mucho respeto a la razón, pero guardo también cierta disidencia con el racionalismo, que es la exageración de la razón, porque no creo que todo se explique por ella; es más: lo que llamamos en la cultura ‘las etapas racionalistas’ son una especie de colofones, de finales decadentes de lo que era la ilustración, que era la luz; la ilustración es algo más que la razón, es la razón con el espíritu, la sensualidad, el sentimiento, la cultura, la fe, la intuición; todos los elementos que permiten llegar a la verdad o a una comprensión de la realidad. El racionalismo nos limita a que solamente lo que cae bajo el límite de la razón es interesante o es legítimo. Decía Pascal: «hay razones que la razón no entiende». Y el corazón tiene esas razones, sin duda; llamándole corazón a todos estos otros elementos. El maestro Simmel llamaría a esa cultura ‘masculina’, una cultura a la que le falta a veces la presencia clara de lo femenino. ¿Qué aportaba la mujer, qué aportaba la cultura femenina, que llamaba Simmel, al mundo? Aportaba elementos intuitivos no racionalistas.
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¿Qué pervive del espíritu romántico en nuestros días?
Creo que lo peor. La nostalgia de la confusión, la nostalgia del laberinto, la nostalgia del caos. Y sin embargo, el mundo romántico es un mundo que también ilumina, es un mundo de libertad, un mundo de liberación, un mundo de independencia, y eso es noble, eso es bellísimo, si lo encauzamos, si le damos una manifestación progresiva de espíritu, de orden, de conciencia, de responsabilidad. No podemos seguir buscando mundos irresponsables y paraísos artificiales. Tenemos que buscar una salida madura, responsable.
Necesitamos volver a andar el camino para crearnos una escuela de iniciación. Una idea de comprensión de la vida. ¿Cómo actuamos? La gente joven cómo anda el camino para conseguir que ese camino sea una escuela; esa escuela no está sólo en la universidad o en la casa con los padres. La escuela está en el camino, en la experiencia de andar.
Su bisabuelo fue músico y usted mismo es un gran amante de la música, de hecho no deja de notarse cierta musicalidad en su prosa. ¿Qué relación guarda la literatura con la música?
A mi modo de ver una relación absoluta porque la palabra, como he dicho antes, la palabra es música y la música es una forma, hablando en plan beethoveniano, de superar al silencio. Cuando uno no puede superar al silencio habría que callarse. Con razones pocas veces se supera al silencio, porque muchas de las razones tienen siempre la contrarrazón, pero con armonía, con música se supera al silencio. Cuando la palabra es poética, cuando la palabra eleva, cuando estimula llega a ser una alternativa al silencio muy bella: es la compañía, es la presencia, y por eso considero que un libro y la lectura son presencia de un personaje que está lejano, que es el autor, al que convocamos en el momento más romántico de nuestra vida, en la cita que queremos, en el lugar donde estemos, en una sala de espera, en un bosque, en una playa, en un lugar en el que estamos solitarios, en un lugar cualquiera un hombre o una mujer se citan con su autor o con su autora ¡y esto es una maravilla del mundo!
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Creo que ese lector, que está esperando que le llegue el autor, pide que le llegue a través de la música. ¡Nada de razones! Razones le ha dado todo el mundo: el jefe que tiene en la oficina, la señora o el señor que tiene en casa, los hijos cuando han venido del colegio… falta que alguien le dé en el alma una razón de armonía y le meta una canción, una esperanza para que él se abandone, navegue en la palabra.
De todos los oficios que ha desempeñado, ¿cuál diría que es el mejor?
He vivido en África epidemias de cólera, de meningitis cuando no había vacunas; me refugiaba en misiones, enseñando. La cosa más bella que he hecho en mi vida no ha sido escribir, sino ha sido enseñar a escribir a muchachos y muchachas que no sabían leer ni escribir. Eso nunca lo olvidaré. Y si me preguntasen ‘¿qué es más bonito, ser escritor o ser maestro que enseña a leer y a escribir?’, pues yo diría que no podemos existir los escritores sin los maestros. Por lo tanto yo diría que es muy bello cuando algún árbol da sus frutos, pero es muy bello plantar un árbol. Eso lo he vivido en África… Íbamos a buscar a los niños a los poblados cercanos para traerlos al colegio con las misioneras y los misioneros. Hace meses recibí –lo cuento en El derecho a disentir– una carta de un muchacho de Costa de Marfil, y aquel muchacho había sido uno de mis alumnos. Era un papel cuadriculado… treinta años más tarde, me impresionó porque era mi letra, porque era la letra que yo le había enseñado; una letra que él escribía todavía con más pulcritud que yo, pero se había olvidado firmar la carta. En el sobre sí había puesto el remite con lo cual yo supe que era Eduard; la carta recordaba cuando yo le había enseñado a escribir, preguntaba si yo seguía vivo, mi salud, si la carta iba a llegarme con la dirección que yo le había dado… Me llegó, y la carta la firmaba –era más maravilloso que haber puesto su nombre–, con una palabra, me decía sólo una palabra: ‘Merci’, ‘gracias’.