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Cuando lo que no fue dicho importa

Presentamos una glosa sobre la más reciente novela “Lo que no fue dicho” del escritor José Zuleta Ortiz, hijo del filósofo Estanislao Zuleta.

Jaír Villano
10 de junio de 2022 - 02:00 a. m.
José Zuleta Ortiz ha publicado cinco libros de cuentos, cuatro de poesía y uno de retratos.
José Zuleta Ortiz ha publicado cinco libros de cuentos, cuatro de poesía y uno de retratos.
Foto: Andrés Giovanni Rozo
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Se hace urgente recordar a Nietzsche: “Tremenda autorreflexión: tomar conciencia de sí no como individuo sino como humanidad” (otoño, 1887). El yo general que trasciende el yo individual ha dado no solo para literatura. Marcel, el narrador de En busca del tiempo perdido, mirífico ejemplo para un montón de filosofía (las Confesiones, de San Agustín, los Ensayos, de Montaigne, etc.). Por tanto, no es que escribir sobre sí mismo “sea una tarea imposible”, como dice el pensador de las columnas; lo cardinal reside en la forma en que opera la configuración del gesto del autor textual con la intención del autor real: muchas veces el resultado supera las intenciones; otras veces no. Muchas veces se confunde el yo de la realidad con el yo de la ficción: Fernando Vallejo, por poner un vecino. En otros casos, la auto-búsqueda del yo aspira a una ambigüedad “identitaria” que termina decantada en autocreación.

No me voy a detener mucho en esto, aunque es bastante interesante, pero propongo un breve recuento: en la conferencia “¿Qué es un autor?”, Foucault decía: “La marca del autor está solo en la singularidad de su ausencia”. El autor está muerto, resumiría alguien. Bueno, más o menos, pero, como acontece con la muerte de dios, este no es un fallecimiento literal, acaso metafísico: “El autor no está muerto, pero ponerse como autor significa ocupar el puesto de un muerto”.

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Así, la presencia del autor se da en tanto su ausencia; opera en paradoja: está presente en tanto no se deja ver. El filósofo italiano Agamben lo explica mejor: “El autor señala el punto en el cual una vida se juega en la obra, no expresada; jugada, no concedida. Por esto el autor no puede sino permanecer, en la obra, incumplido y no dicho”.

No es una cuestión de vanidad, de pavo real y no sé qué otros animales (aquí la pasión por lo humano demasiado humano es lo que nos preocupa); son las preguntas y los conflictos que la creación de un autor (yo) dentro de un texto (ficción) generan. En el caso del libro de José Zuleta Ortiz es mucho con lo que se puede discutir.

Cuidado: digo libro, no novela. Y no porque carezca de atributos novelescos: Lo que no fue dicho es un cautivante relato; sino porque el texto amalgama estructuras: un testimonio, un diario, un ensayo, cualquiera podría caer en la trampa de señalar es esto y no esto otro. Pero es más que una decisión del lector. El texto es el texto, pero el narrador no es el narrador: no es José Zuleta el que narra los consejos de la abuela Margarita, ni los desencuentros con su padre, Estanislao Zuleta; ni las peripecias en Medellín, Bogotá, Cali, Madrid o Barcelona; ni el encuentro final con su madre, María del Rosario Ortiz.

Es un gesto de Zuleta Ortiz, es una fabulación, porque aquí viene un punto discutible pero fundamental en la escritura del yo: el que evoca, crea. Recordar es imaginar, es fabular. Los recuerdos están impregnados de imágenes arbitrarias y celosas: aparecen en un lugar, y no en otro; con una temperatura, y no otra; podríamos apelar a las sensaciones. Las famosas magdalenas del niño Marcel, las faldas del niño Óscar, pero conviene interrogar por las palabras: ¿recordamos las palabras, su entonación y las miradas del sujeto que hace factible el lenguaje? ¿A dónde va lo que olvidamos, lo que no percibimos en lo que recordamos (un gesto, verbigracia)? En un texto —llámese diario, novela o testimonio—, ¿dónde queda lo no dicho, lo no recordado, lo soslayado? ¿Quién puede aseverar que lo que recordamos es lo que fue, y no lo que queremos que sea? ¿Y quién puede asegurarse a sí mismo que el antes es el antes y no la circunstancia del yo atravesada en ese antes?

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Si nos adentramos a la sustancia del relato, la controversia se hace más precisa: el narrador cuenta sueños, momentos, gestos, miradas, y las evoca con la precisión de la cercanía.

Y entonces viene el quid: comenzamos a leer Lo que no fue dicho y la exactitud de las palabras nos invaden de sensibilidad, nos hacen renunciar a la pregunta ontológica, nos hipnotizan con la plenitud de sus historias. Y sus personajes.

Acaso eso sea lo más importante en una novela. A nadie le importa si lo que contaba Proust era real o imaginación: aunque hay extensas biografías (Maurois, Painter, Carter), baúles que se abren, estudios que se contradicen, lo axial en su obra es la obra: esa sintaxis tan suya, esos acápites tan incorrectos, esas digresiones, ese decoro en la expresión, esa paciencia y desmesura del que busca y encuentra: Le temps retrouvé es la recompensa.

Algo similar ocurre con Lo que no fue dicho, aunque los interrogantes por lo fáctico asaltan al lector, y el chismorreo por la intimidad del filósofo aflore, el privilegio de su forma se sobrepone. De modo que creemos en sus sueños, en sus faenas, en sus consideraciones, incluso en la nitidez de lo que en otra mente sería reminiscencia. En suma —y esto es lo mejor que le puede ocurrir a un escritor—: creemos en lo que cuenta.

José Zuleta lo sabe. En esas 259 páginas, que podrían ser muchas más, hay constantes claves de su procedimiento estético-existencial. (Foucault llamaba a esto estética de la existencia).

“Desde entonces busco la música del escritor” (p. 50), dice principiando el relato. Zuleta, como poeta esmerado, ha deparado la suya. La ha aquilatado: la ha elegido, la ha ponderado, la ha afinado. La sobriedad de su abuela Margarita está armoniosamente efectuada: “Comprendía con la abuela que la belleza debe contener misterio, insinuación, silencio. El exceso es torpeza, bullaranga” (p. 23).

De manera que poner a Proust al lado no es gratis: la obra del francés es el paroxismo reluciente del exceso. Es su propósito, y por eso lo que en otro deviene defecto, en Proust es estilo. Más aún: virtuosismo. En literatura, huelga recordarlo, no hay reglas. El autor es la regla: su acento.

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Zuleta es un poeta: pretende que sus palabras signifiquen, reluzcan en silencio, como una danza invisible que se recuesta sobre el tapiz del relato. Lo cual hace más plausible su testimonio, puesto que en lugar de buscar el deslumbre del lector con chismorreos y desmesuras confesionales —¿a quién no le gustaría saber de las borracheras de León de Greiff, de su padre Estanislao y de toda esa camada de artistas que desfilaban en su entorno?—, José comprime, intensifica, reviste de sobriedad bella y exacta cada uno de sus pasajes.

A lo sumo, tampoco resulta del todo significativo inquirir por lo real, porque la verdad, y esto es legado por Eladio Linacero —Onetti, pionero de la literatura existencial latinoamericana, maestro de la frase, amante del exceso adjetival—; la verdad, venía diciendo, es insulsa.

Evocar es crear. Antes de nacer, las palabras son silencio. Traducir la esencia del lenguaje es aceptar su corrupción: su imposibilidad de ser. Las palabras del antes no pueden ser las palabras del yo que las usa en función de un dispositivo estético.

Las palabras del antes pertenecen al antes. Si lo que buscaba José Zuleta Ortiz era un homenaje a sus familiares, no es asunto mío. Me conformo con el regocijo que me dejó la lectura de su… Es que todo está en clave: “Las mentiras también hacen la vida, dan alegría, construyen mundos. La verdad es áspera, ruda o insípida. Suele ser horrenda” (p. 131).

Mentir es recordar. Y recordar, como acierta el dicho, es (re)vivir.

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Por Jaír Villano

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