Cuando los paramilitares se aliaron con el diablo
La película del director colombo-belga Nicolás Rincón Gille, que representará a Colombia en los Premios Goya 2022, narra la travesía de un padre por recuperar los cuerpos de sus hijos asesinados para evitar que se conviertan en almas en pena. La cinta se estrena en salas de cine el próximo 16 de septiembre.
Joseph Casañas Angulo
¿Han visto a Dionisio? Su papá, José M, un pescador del sur de Bolívar, lleva varios días buscándolo río abajo. No tiene mayores herramientas de pesquisa. Se transporta en una vieja canoa y con la fe como rastreador, se ayuda con el humo de algún cigarrillo para encontrar pistas, como hacen los yorubas del África occidental. Aún no tiene suerte.
Dionisio es alto, moreno, tiene un lunar de canas blancas en la cabeza y le faltan tres dedos en la mano derecha, producto de un defecto de nacimiento. El joven, que tiene un temperamento volado, lleva tatuado un gallo negro en el lado derecho de la espalda y le gusta comer mango biche con abundante sal, tanto así, que el viejo pescador dice que en realidad al pela’o le gusta es la sal con mango. “Canica” es su apodo. ¿No lo ha visto? ¿Seguro? Con esas características parece fácil de reconocer.
No es el único hijo que busca, pues Rafael, su segundo hijo, tampoco aparece. En la zona en la que desaparecieron mandan los paracos, que se aliaron con el Ejército con la excusa de cortarle la cabeza de la culebra comunista y llevar seguridad a la región. Allí, por obvias razones, opera la ley del silencio.
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Corre el año 2002. El comandante del grupo paramilitar que manda en la zona con mano de hierro ve televisión y se enfurece cuando alguno de sus matones hace ruido. Le grita al televisor: “Vamos, mijo. Muestre la garra. No mire pa’ atrás”, dice mientras el relator que conduce la transmisión arenga: “Hoy hay gloria inmarcesible. Hoy hay que ondear la bandera por esta hazaña. Aquí está el hijo de Medellín. Viva Colombia. El triunfo está en sus manos. Un hombre hecho de berraquera, de la sangre colombiana, de talento paisa. El hijo de Antioquia”, dice emocionado el reportero. Al final y luego de que se concretara el resultado que esperaba el jefe paramilitar, suena el himno nacional.
El paramilitar saca su arma y dispara al aire, bebe un trago de whisky directamente de la botella y les dice a sus soldados: “Ganamos, hijueputa. Ganamos muchachos. Ese es un patriota. Un colombiano berraco”, grita mientras monta a Armero, su caballo.
En la zona cuentan que los paramilitares tienen una alianza con el diablo, el otro; el ángel caído. Dicen que por esa alianza que tienen con el demonio las balas no los tocan y que, por eso, como perros de caza, siempre están listos para la guerra, pero que, en la noche, cuando dejan de echar plomo, el miedo los carcome. Muchos se pintaron de negro las uñas de la mano izquierda para evitar ser poseídos por las almas, pero ha sido inútil. Las almas llegan, los muerden, los aruñan, los halan del pelo. Les temen tanto que prohibieron a los lugareños sacar los cuerpos del río porque “a los muertos hay que dejarlos quietos” y quien se atreva a hacerlo terminará desmembrado.
La película del director colombo-belga Nicolás Rincón Gille muestra ese viaje que, contra todo y todos, emprenden cientos de colombianos en busca de ese ser querido que les asesinaron. La única pretensión es encontrarlos para darles sepultura y evitar que se conviertan en almas en pena. El duelo, como necesidad vital para reconstruir la vida después de la muerte, es uno de los ejes de la película, que se destaca por la estética visual en la que no hay una sola imagen de violencia explícita, pero sí mucha reflexión en medio de los paisajes naturales de un país hecho pedazos, como explica Nicolás Rincón: “Del cuerpo de los difuntos depende su memoria. Sin duelo, el recuerdo se vuelve omnipresente y la posibilidad de reconstruirse para seguir viviendo es casi imposible. El asesinato colectivo, la desaparición de los cuerpos en los ríos, la prohibición de buscarlos para darles sepultura fue el modus operandi con el que los grupos paramilitares sometieron a la población campesina colombiana”.
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La película es una coproducción entre Colombia, Brasil, Francia y Bélgica, país en el que reside el director desde hace varios años, desde donde le sigue la pista a su natal Colombia. Fue rodada en el municipio de Simití, en el sur de Bolívar.
José M, interpretado por el actor natural Arley de Jesús Carvallido, representa en la cinta el dolor, la obstinación y la fe a la que tienen que aferrarse miles de colombianos que tienen el duelo de la muerte como un objetivo de vida.
“Busqué que fueran actores naturales por la historia en sí. Arley es un pescador que conoce muy bien el río. Eso nos daba la garantía de poder rodar sin peligro porque el río es muy traicionero. Su cuerpo, la manera de nadar, de remar, todo eso era una necesidad del personaje y no se hubiera logrado con un actor por más profesional que fuera. Todos son actores naturales, salvo Carlos y Pedro, que hacen los papeles de un jefe y un joven paramilitar”, explica el director de la película.
Hay una razón más de fondo para que Rincón Gille decidiera trabajar con actores naturales: “Ellos aportan mucho con el conocimiento de los saberes que tienen las comunidades y me gusta mucho eso en el cine: guardar un registro documental y antropológico de la vida real de la gente”.
A la santa cruz de mayo, a san Antonio, al santo juez, a María Auxiliadora, al diablo. La película deja ver esa comunicación que puede ser tan consagrada como tan contradictoria que los humanos, buenos y malos, creen tener con alguna deidad para lograr sus objetivos: para vivir o para matar.
El origen de Tantas almas
El director colombo-belga Nicolás Rincón Gille cuenta que la película, que se estrenará en Colombia el próximo 16 de septiembre, tiene su origen en Los abrazos del río, el segundo largo documental que dirigió.
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“Para ese trabajo hice un extenso recorrido por el río Magdalena y sus poblaciones aledañas, recogiendo testimonios de familias que habían sufrido la violencia paramilitar. Al mismo tiempo, iba recopilando los testimonios y creencias de las víctimas. Ese proceso se terminó convirtiendo en el proceso de investigación en terreno para Tantas almas”, dice Rincón Gille en diálogo para El Espectador.
La película, dice el director, se desarrolla en 2002 porque “es el pico más alto de la violencia paramilitar en Colombia y justo en el momento que hay un cambio de poder, cosa que explica un poco la manera de organización sistemática y terrorífica en la que el ejército paramilitar actuó por todo el país”.
Fue filmada en Simití, Bolívar, zona golpeada fuertemente por la violencia y el abandono estatal.
¿Han visto a Dionisio? Su papá, José M, un pescador del sur de Bolívar, lleva varios días buscándolo río abajo. No tiene mayores herramientas de pesquisa. Se transporta en una vieja canoa y con la fe como rastreador, se ayuda con el humo de algún cigarrillo para encontrar pistas, como hacen los yorubas del África occidental. Aún no tiene suerte.
Dionisio es alto, moreno, tiene un lunar de canas blancas en la cabeza y le faltan tres dedos en la mano derecha, producto de un defecto de nacimiento. El joven, que tiene un temperamento volado, lleva tatuado un gallo negro en el lado derecho de la espalda y le gusta comer mango biche con abundante sal, tanto así, que el viejo pescador dice que en realidad al pela’o le gusta es la sal con mango. “Canica” es su apodo. ¿No lo ha visto? ¿Seguro? Con esas características parece fácil de reconocer.
No es el único hijo que busca, pues Rafael, su segundo hijo, tampoco aparece. En la zona en la que desaparecieron mandan los paracos, que se aliaron con el Ejército con la excusa de cortarle la cabeza de la culebra comunista y llevar seguridad a la región. Allí, por obvias razones, opera la ley del silencio.
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Corre el año 2002. El comandante del grupo paramilitar que manda en la zona con mano de hierro ve televisión y se enfurece cuando alguno de sus matones hace ruido. Le grita al televisor: “Vamos, mijo. Muestre la garra. No mire pa’ atrás”, dice mientras el relator que conduce la transmisión arenga: “Hoy hay gloria inmarcesible. Hoy hay que ondear la bandera por esta hazaña. Aquí está el hijo de Medellín. Viva Colombia. El triunfo está en sus manos. Un hombre hecho de berraquera, de la sangre colombiana, de talento paisa. El hijo de Antioquia”, dice emocionado el reportero. Al final y luego de que se concretara el resultado que esperaba el jefe paramilitar, suena el himno nacional.
El paramilitar saca su arma y dispara al aire, bebe un trago de whisky directamente de la botella y les dice a sus soldados: “Ganamos, hijueputa. Ganamos muchachos. Ese es un patriota. Un colombiano berraco”, grita mientras monta a Armero, su caballo.
En la zona cuentan que los paramilitares tienen una alianza con el diablo, el otro; el ángel caído. Dicen que por esa alianza que tienen con el demonio las balas no los tocan y que, por eso, como perros de caza, siempre están listos para la guerra, pero que, en la noche, cuando dejan de echar plomo, el miedo los carcome. Muchos se pintaron de negro las uñas de la mano izquierda para evitar ser poseídos por las almas, pero ha sido inútil. Las almas llegan, los muerden, los aruñan, los halan del pelo. Les temen tanto que prohibieron a los lugareños sacar los cuerpos del río porque “a los muertos hay que dejarlos quietos” y quien se atreva a hacerlo terminará desmembrado.
La película del director colombo-belga Nicolás Rincón Gille muestra ese viaje que, contra todo y todos, emprenden cientos de colombianos en busca de ese ser querido que les asesinaron. La única pretensión es encontrarlos para darles sepultura y evitar que se conviertan en almas en pena. El duelo, como necesidad vital para reconstruir la vida después de la muerte, es uno de los ejes de la película, que se destaca por la estética visual en la que no hay una sola imagen de violencia explícita, pero sí mucha reflexión en medio de los paisajes naturales de un país hecho pedazos, como explica Nicolás Rincón: “Del cuerpo de los difuntos depende su memoria. Sin duelo, el recuerdo se vuelve omnipresente y la posibilidad de reconstruirse para seguir viviendo es casi imposible. El asesinato colectivo, la desaparición de los cuerpos en los ríos, la prohibición de buscarlos para darles sepultura fue el modus operandi con el que los grupos paramilitares sometieron a la población campesina colombiana”.
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La película es una coproducción entre Colombia, Brasil, Francia y Bélgica, país en el que reside el director desde hace varios años, desde donde le sigue la pista a su natal Colombia. Fue rodada en el municipio de Simití, en el sur de Bolívar.
José M, interpretado por el actor natural Arley de Jesús Carvallido, representa en la cinta el dolor, la obstinación y la fe a la que tienen que aferrarse miles de colombianos que tienen el duelo de la muerte como un objetivo de vida.
“Busqué que fueran actores naturales por la historia en sí. Arley es un pescador que conoce muy bien el río. Eso nos daba la garantía de poder rodar sin peligro porque el río es muy traicionero. Su cuerpo, la manera de nadar, de remar, todo eso era una necesidad del personaje y no se hubiera logrado con un actor por más profesional que fuera. Todos son actores naturales, salvo Carlos y Pedro, que hacen los papeles de un jefe y un joven paramilitar”, explica el director de la película.
Hay una razón más de fondo para que Rincón Gille decidiera trabajar con actores naturales: “Ellos aportan mucho con el conocimiento de los saberes que tienen las comunidades y me gusta mucho eso en el cine: guardar un registro documental y antropológico de la vida real de la gente”.
A la santa cruz de mayo, a san Antonio, al santo juez, a María Auxiliadora, al diablo. La película deja ver esa comunicación que puede ser tan consagrada como tan contradictoria que los humanos, buenos y malos, creen tener con alguna deidad para lograr sus objetivos: para vivir o para matar.
El origen de Tantas almas
El director colombo-belga Nicolás Rincón Gille cuenta que la película, que se estrenará en Colombia el próximo 16 de septiembre, tiene su origen en Los abrazos del río, el segundo largo documental que dirigió.
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“Para ese trabajo hice un extenso recorrido por el río Magdalena y sus poblaciones aledañas, recogiendo testimonios de familias que habían sufrido la violencia paramilitar. Al mismo tiempo, iba recopilando los testimonios y creencias de las víctimas. Ese proceso se terminó convirtiendo en el proceso de investigación en terreno para Tantas almas”, dice Rincón Gille en diálogo para El Espectador.
La película, dice el director, se desarrolla en 2002 porque “es el pico más alto de la violencia paramilitar en Colombia y justo en el momento que hay un cambio de poder, cosa que explica un poco la manera de organización sistemática y terrorífica en la que el ejército paramilitar actuó por todo el país”.
Fue filmada en Simití, Bolívar, zona golpeada fuertemente por la violencia y el abandono estatal.