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Solo cabían veinte en la lancha, pero todo el pueblo quería viajar. Las que más lo necesitaban eran las abuelas que requerían atención médica desde hacía mucho tiempo, otros eran los niños que nunca habían salido de ahí. Y luego las cantadoras. Algo estaba claro, había una sola lancha y no todos cabían en ella.
—¿Cuándo tendremos otra oportunidad de salir? —dijo una mujer gorda que cojeaba.
Todo el pueblo quería viajar. Mientras tanto, un hombre recordó que atrás de un rancho había otra embarcación de madera más grande, abandonada hacía años. Fue hasta allá para comprobarlo.
—Si tan solo funcionara, podríamos viajar más de cuarenta —pensó. Estaba en tan mal estado que repararla, en menos de veinticuatro horas, era imposible.
—Se necesita muchísima gente pa’ reparar esta vaina —dijo mientras se rascaba la cabeza. Y su voz rompió el hondo silencio de la selva pacífica.
Luego de un rato, sin pronunciar palabra, los pobladores empezaron a moverse. Fueron llegando uno a uno al punto detrás de la casa. Cera, caucho y viruta para poder reparar los huecos de la madera, troncos para luego llevar la lancha hasta el río. Cada cuerpo iba cargando con algo.
Nadie discutía sobre quién iba a viajar, no se escuchaba ni una sola voz, pero desde las ocho de la mañana ya todos trabajaban. Rodeados del espeso monte, bregaban con el sol en la espalda y bajo la mirada de un papagayo colgado de los remiendos en los cables de la luz.
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Al ver lo que estaba ocurriendo, un músico foráneo dijo que mandaría a matar un marrano.
—¿Cómo se te ocurre? —le advirtió un colega, en voz baja.
Pero él no lo escuchó. Sobre el mediodía, todo el pueblo ya estaba comiendo del manjar. Las cantadoras, los hombres armados, los niños, las abuelas, los campesinos y los músicos, mientras las gruesas gotas de sudor eran el síntoma de la alegría, que empezaba a hacer ebullición en los cuerpos.
A las tres, el silencio se rompió:
—Empujen, empujen.
Todo el pueblo empujaba, sudaba. Nadie sabía quién iba a viajar.
Lograron llevar la lancha al río, probaron a ver si flotaba. Pero el agua empezó a meterse por los rotos de la madera.
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De nuevo los hombres más fuertes sacaron la embarcación a la orilla. Al momento, volvió a escucharse:
—Empujen, empujen.
Esta vez la lancha flotó y permaneció seca por dentro.
Las sonrisas eran luces blancas en la espesura del río, en mitad de la selva. A las cinco en punto de la tarde, muchos no podían creer que, entre todos, habían logrado reparar la lancha. Iban a viajar, y no solo eso, iban a viajar cuarenta.
Al otro día, a las ocho de la mañana, las cantadoras fueron subiendo una a una a la embarcación. Entre ellas, iban las abuelas enfermas, algunos niños y otros más. Al final, eran cuarenta y cinco en una lancha de más de diez metros de largo y con un motor pequeñito. Tuvieron que sacar los canaletes y empezar a remar.
Río arriba empezaron los cantos: “Dentra, dentra para adentro, y sentate en tu reposo, ándate a cuidar los niños, que están en el calabozo”. Les habían otorgado un permiso para salir del pueblo, únicamente por cinco días. La licencia tenía que ver con una encomienda musical. Debían a reunirse con las cantadoras de otros municipios, para llevarla a cabo.
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No obstante, el consentimiento tenía una advertencia sigilosa: tan pronto como terminaran los cantos, todos tendrían que volver al pueblo. Ni uno solo podía quedarse. Volver completos era una cuestión de supervivencia.
Río arriba, las mujeres siguieron cantando con rostros alegres, como espantando las nubes: “La virgen se azara mucho, cuando un alma va pa’ allá, dicen que ha llegado un alma, sin Dios mandarla a llamar”.