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¿Cuántos años para la memoria?: Las “stolpersteine” para Gisela y Leo en Berlín

Alejandra Ciro, especial para El Espectador
04 de noviembre de 2023 - 05:09 p. m.
La stolpersteine de Gisela y Leo da sus nombres, fecha y lugar de nacimiento, fecha de deportación y fecha de su muerte.
La stolpersteine de Gisela y Leo da sus nombres, fecha y lugar de nacimiento, fecha de deportación y fecha de su muerte.
Foto: Alejandra Ciro
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Un soleado domingo de junio, sobre el andén frente a Weinsbergweg 10, en el centro de Berlín, un pequeño grupo de personas se reúne alrededor de una sencilla ceremonia. El artista alemán Gunter Demnig, de 75 años, levanta con una pequeña palanca metálica un un adoquín y coloca dos bloques de cemento de 10x10 cm cubiertos con una placa de latón color dorado. Son las llamadas, stolpersteine, “piedras de tropiezo” en castellano, para conmemorar la vida de Gisela y Leo Finder, dos personas del común, madre e hijo, que fueron deportados el 25 de noviembre de 1941 en el marco de la persecución nazi contra la población judía.

¿Cuántos años tuvieron que pasar y cuánto tuvo que transformarse en Alemania para que se conmemorara la vida de Leo y de Gisela?

Así como la de Gisela, actualmente hay más de 10.000 stolpersteine en Berlín y más de 100.000 en 28 países europeos. Las stolpersteine pueden considerarse el memorial descentralizado más grande del mundo y la lista de colocaciones pendientes en Berlín crece exponencialmente. Actualmente hay 350 colocaciones en lista de espera, la demora está dada por la filosofía del proyecto: la producción de las stolpersteine no puede ser masiva y solo unos pocos talleres se encargan de un trabajo que es artesanal. La iniciativa Stolpersteine opera en los barrios y está conformada por vecinos voluntarios. Pensionadas que se vuelven historiadoras, arquitectos que se encargan de instalar las placas, jóvenes estudiantes que hacen jornadas de limpieza. La reconstrucción de la memoria se facilita porque, como dice un voluntario, “somos alemanes”; la casi obsesión alemana por los documentos y el registro hace de los archivos instituciones prolíficas.

Cada evento de colocación es diferente; hay tanta diversidad como historias familiares. Para honrar la vida de Gisela y de Leo incluso vino un rabino de Estados Unidos. Días antes, en otro evento de colocación, la familia, reticente a regresar a Alemania pero cumpliendo con una antigua promesa, permanecía con lágrimas silenciosas ante el sonido de Harry Styles cantando “Sign of the Times”. A otro evento de colocación de tres stolpersteinen, días después, solo asistieron un padre y su hijo, juntos en viaje por Europa tras las huellas de sus ancestros. Los dos se bastaban para recordar las historias de la abuela sobre su infancia en Berlín.

Hoy en día Alemania se considera un referente en la forma en que, a través de la memoria, ha asumido su responsabilidad con el pasado nazi. Sin embargo, tras este aparente logro se encuentra una historia de luchas políticas que aún continúa y que se complejiza ante los retos contemporáneos que implican coyunturas actuales como la migración y la guerra en Ucrania. En Alemania la disputa por la memoria no está necesariamente saldada y una pequeña muestra de ello es que a la ceremonia de colocación de las stolpersteinen para Gisela y Leo no solo no asistió ningún vecino o residente actual del edificio sino que los carteles que invitaban al evento fueron retirados inexplicablemente por algún desconocido.

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Para llegar a que naciese un proyecto como el de Stolpersteine, Alemania recorrió un largo camino. El proceso de construcción de la memoria estuvo mediado por las dinámicas políticas de la posguerra, la división alemana y la Guerra Fría. Asumir responsabilidad por los crímenes de la Alemania nazi no fue un proceso ni natural ni espontáneo. En los años siguientes al fin de la guerra, la presión por recordar a las víctimas vino principalmente de los familiares y supervivientes. En la Alemania occidental, los memoriales que se inauguraban durante estos primeros años eran tolerados por el gobierno, pero no apoyados. El apoyo estatal era para los grupos que hacían campañas de memoria por los soldados y civiles alemanes muertos en la guerra y por las comunidades alemanas desplazadas de los territorios orientales. Esta indiferencia frente a las víctimas no era solo alemana, como plantea el historiador Enzo Traverso, la cultura de la posguerra en el mundo occidental se caracterizó por el silencio en relación al exterminio de los judíos europeos.

El inicio de la Guerra Fría limitó los alcances de la justicia transicional y los procesos de desnazificación; la prioridad era enfrentar a la URSS y el nuevo gobierno de Alemania occidental buscaba asegurarse el apoyo de la población y no remover el pasado nazi. Esto se hacía al tiempo que el canciller Adenauer buscaba recuperar la confianza internacional reconociendo la responsabilidad de Alemania, acordando una reparación económica a las víctimas y apoyando públicamente al estado de Israel.

El difícil camino de la memoria en Alemania occidental se puede rastrear cronológicamente a partir de sus monumentos. En 1951, la asociación de víctimas del stalinismo, conformada por antiguos soldados presos en la zona soviética, inauguró el Memorial a las Víctimas del Stalinismo en Steinplatz en Berlin-Charlottenburg. En 1953, directamente al frente, en la misma plaza, una organización de víctimas instaló el primer Memorial a las Víctimas del Nazismo en Berlín occidental. La memoria iba de un lado al otro y mostraba la competencia entre el Estado y la sociedad por el tipo de memoria que se debía construir. En 1957, el canciller Adenauer mandó construir el Heimkehrerdenkmal, “monumento a los retornados”, como un sitio para conmemorar a los soldados alemanes que fueron prisioneros de guerra.

Con el cambio generacional de la década de los sesentas, la balanza se terminó inclinando hacia el reconocimiento a las víctimas del nazismo. Una ola de grafittis antisemitas en 1959 fue respondida con la movilización de más de 10.000 personas contra el antisemitismo y los neonazis en enero de 1960 en Berlín. La clave de esta transformación fue el cambio generacional. La movilización estudiantil que empezó en estos años se enfrentó directamente a la generación de sus padres, confrontándolos por el pasado nazi y por la pervivencia de patrones culturales asociados al nacismo.

Estas movilizaciones tuvieron efectos en la democratización de la sociedad civil que permitió una nueva forma de acercarse al pasado. En 1962, el estudio del periodo nazi se hizo obligatorio en las escuelas alemanas y se expandió exponencialmente la visita de grupos escolares a los campos de concentración. Durante esa década por primera vez se sintió una mayoría a favor de confrontar el pasado. Tanto es así que, para 1967, a la inauguración del Heimkehrerdenkmal encargado por Adenauer diez años antes, no asistió ningún representante del gobierno.

Los ochentas marcaron un boom de los procesos de memoria. Durante este periodo hubo récord en consumo de libros de historia y visitas a museos. En 1979, se presentó en televisión pública la miniserie norteamericana “Holocausto”, que narra el destino de una familia judía en Berlín durante el nazismo y contó con una audiencia de 20 millones de personas en Alemania. En este periodo se presentó una disputa entre la posición oficial que buscaba, como dice el historiador Jeffrey Olick, “normalizar” el pasado nazi y las iniciativas alternativas de memoria que dieron inicio al movimiento de contramonumentos.

Así, mientras el canciller Kohl sostenía que Alemania no debía seguir cargando con el pasado nazi cuando otros países también eran responsables de crímenes atroces, artistas exploraban nuevas formas de conmemorar a las víctimas del nazismo. Los contramonumentos se oponían a los monumentos tradicionales que buscan glorificar el pasado. En esta misma línea, en 1985 se inauguró en Kassel la fuente “Aschrott”, la silueta invertida de una antigüa fuente construida por un empresario judío y destruida en 1939. Esta memoria alternativa se construyó reflexionando alrededor de los vacíos que dejaba el exterminio de la población judía en la vida de las ciudades alemanas.

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En Alemania oriental, por su parte, el proceso de memoria fue controlado rápidamente por el gobierno comunista y orientado a hacer procesos de memoria principalmente de víctimas comunistas. Otros tipos de víctimas fueron invisibilizadas, las iniciativas civiles fueron suprimidas y el proceso de memoria instrumentalizado institucionalmente. Tampoco se ofrecieron reparaciones a las víctimas, pues sostenían que un gobierno comunista alemán representaba de entrada un acto de compensación y una ruptura con el fascismo. Los líderes comunistas, sin embargo, desconfiaban de la población alemana que gobernaban y esa era la justificación para la dictadura. Por todas estas razones no hubo tampoco un proceso de desnazificación y de transición democrática y aún hoy en día la extrema derecha y los grupos neonazis se concentran mayoritariamente en la antigüa Alemania comunista.

Tras la reunificación de las dos Alemanias hubo una confrontación más inclusiva del pasado Nazi. Los monumentos más emblemáticos hoy en día son del periodo posterior a la caída del muro. Los contramonumentos hacen ya parte del mainstream y muchos de los artistas que iniciaron por fuera del establecimiento en la década de los ochentas ya hacen parte de instituciones estatales. El éxito de la política de memoria alemana genera nuevos retos. Así, paradójicamente, a partir de los noventas, la memoria del pasado nazi y el reconocimiento de la responsabilidad alemana se convirtió en un recurso positivo para la identidad alemana y permitió una nueva forma de confianza nacional. Sin embargo, historiadores como Marc David Baer han cuestionado cómo la cultura alemana de la memoria ha hecho del reconocimiento del pasado nazi un elemento importante de la identidad nacional, que sobre todo compete a los alemanes étnicos, privando de esta identidad a los alemanes con otros orígenes. La memoria de este mito fundacional debería corresponder con una sociedad alemana cada vez más diversa.

La pregunta es ¿cómo hacer que un mito fundacional de la Alemania moderna, como es el Holocausto, no se convierta en un elemento que excluya sino más bien que ayude a dar luces sobre escenarios del presente? Como dice la historiadora Tatjana Louis, el reconocimiento de la culpa alemana ha sido abstracto, pues a los alemanes no les tocó convivir con sus víctimas en este proceso de memoria. Sin embargo, la diferencia sí sigue estando presente en Alemania después de décadas de una migración en aumento. ¿Cómo pensar la historia del Holocausto a partir de los retos actuales? ¿Cuál es el lugar de la memoria sobre el Holocausto en un escenario en el que Alemania vuelve a rearmarse ante la invasión rusa a Ucrania? El ejemplo alemán muestra que la memoria está siempre viva y ayuda a comprender escenarios como el colombiano en el que las disputas por la memoria están vigentes y donde a veces nos preocupamos porque el proceso sea tan difícil.

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Las stolpersteine son resultado del movimiento de contramonumentos y han podido crecer en el nuevo contexto dado por la reunificación. En mayo de 1993, poco después del aniversario número 40 de la deportación de las comunidades Sinti y Roma en Colonia, Demning, con ayuda de sobrevivientes, trazó con pintura blanca la ruta de deportación hasta la estación de tren. Este fue un primer intento de descentralizar la memoria y buscar que entrara en la cotidianidad de la ciudad. En 1996, Demning instaló oficialmente las primeras stolpersteine en Berlín, que en un principio fueron puestas de forma ilegal, para conmemorar a los perseguidos políticos, homosexuales, Sinti y Roma, Testigos de Jehová, judíos y miembros de la resistencia perseguidos por el nacional socialismo. En el trasfondo estaba el interés por llevar la memoria a la calle, a la vida diaria de los barrios y el interés porque el deber de la memoria fuera asumido por los habitantes.

La recepción de los stolpersteine no ha sido siempre positiva; en ocasiones los residentes de los edificios se han molestado y se han quejado ante las autoridades. Creen que el memorial desvalorizará sus propiedades, o que los volverá objetivo de actos vandálicos. No son aislados los casos de stolpersteine vandalizadas o robadas. Sin embargo, actualmente la lista de espera para la colocación de piedras conmemorativas puede ser de hasta cuatro años debido al crecimiento exponencial del número de solicitudes. El poder de las stolpersteine radica en su carácter descentralizado, en la suma de miles de iniciativas individuales, de familiares y voluntarios. Este es el trasfondo del homenaje a Gisela y Leo.

Según la memoria que han reconstruido sus familiares, entre ellos su sobrina, nombrada Giselle en su honor, Gisela Grünfeld había nacido en 1909 en Tarnow, actual Polonia, y teniendo cuatro años migró con su familia a Berlín donde sus padres pusieron un taller de sastrería. Allí tuvo una infancia feliz. Su hermana menor guardó memorias de los juegos de infancia en el parque, frente a su casa, y de las canciones infantiles que cantaban. Gisela se casó en 1930 y tuvo a Leo en 1933, el mismo año en que Hitler llegó al poder. Poco después su esposo la abandonó. Gisela permaneció con Leo en Berlín e intentó migrar en 1936 con su familia a Brasil; sin embargo, por tener el apellido de su esposo, no pudo viajar. El resto de la familia logró huir en 1940 rumbo a Shangai; sin embargo, nuevamente Gisela se quedó con Leo en Berlín. De este año es una foto de Leo con el tradicional cono alemán lleno de dulces que sus familias les regalan a los niños que empiezan la escuela. La stolpersteine de Gisela y Leo da sus nombres, fecha y lugar de nacimiento, fecha de deportación y fecha de su muerte pero sobre todo indica algo, el lugar donde Gisela pasó su infancia y vivió la misma cotidianidad que viven hoy quienes transitan frente a su antigua casa entre coches de bebés y helados.

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Por Alejandra Ciro, especial para El Espectador

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