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Ese sábado en la mañana, mientras hablaba en la radio sobre equidad y brechas sociales, Pepe Mujica dijo una frase de titular de entrevista: “Los hombres pasan, pero sus causas quedan”. Había renunciado un par de días antes a su silla como senador vitalicio.
Dos décadas atrás, a la orilla de un cayo rocoso del caribe colombiano, yo había escuchado y anotado esa misma frase en una pequeña libreta. Casi la misma: “Los hombres pasan, sus cosas quedan”, me dijo mi padre en ese entonces, con la mirada encallada en el Nicodemus. Un viejo barco carguero, partido en dos y oxidado por el paso del tiempo, motivó la reflexión.
¿Cuánto tiempo lleva ahí? ¿Cuántos años más quedará detenida esa embarcación, como punto disonante en este paisaje de azules? Nos preguntábamos y coincidíamos en que la nave seguramente duraría muchos años más de los que nosotros podríamos confirmar en vida.
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Cosas y causas. Motivos y razones que movilizan las acciones, tantas veces convertidas en cuerpos inertes que duran más que mil vidas humanas, latiendo en sucesivo. Hay objetos de objetos, hay de causas de causas. Así como barcos, algunos muros permanecen en pie muchos más años de los que llegan a vivir las personas que los construyeron.
Por ejemplo, han pasado dieciséis siglos desde que el emperador Constantino I “el Grande” murió, y todavía están ahí, aunque transformadas, las murallas de Constantinopla que él ordenó construir. En la actual Estambul, capital de Turquía, esas paredes fueron construidas para proteger el antiguo imperio Bizantino de las arremetidas de los ávaros, los árabes, los rusos y los búlgaros. Y resistieron más que el imperio mismo.
O el Muro de Adriano, edificación de piedra que otro emperador, Adriano, ordenó construir en el siglo II. Aún se conservan los vestigios y buena parte del recorrido, gracias a las labores de conservación. No obstante, Adriano vive en las memorias de quienes lo hemos seguido, pero él mismo se ha perdido casi veinte siglos de la historia de sus tapias. Y así se podría completar la lista de paredes célebres y longevas: el muro de los lamentos, la gran muralla china, el muro de Berlín.
Este último, tuvo una vida activa por casi treinta años, pero hoy todavía quedan sus vestigios. Desde su instalación, el 13 de agosto de 1961, fue un símbolo de la división de Europa. Y del mundo, disputado por dos grandes potencias: Estados Unidos y la Unión Soviética. Cumplió la misión hasta su caída, el 9 de noviembre de 1989.
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Pocos meses después, en medio del fervor por lo que significaba su desplome, más de cien artistas pintaron un tramo interior con murales. Convocado y con el mismo arrojo, Roger Waters, para ese entonces ex miembro de Pink Floyd, se presentó en la Potsdamer Platz de Berlín. El 21 de julio de 1990, el legendario concierto “The Wall” fue el acto simbólico que conmovió al mundo.
Millones de personas lo vieron en vivo, en directo o en diferido. Finalmente, una acción poética que prometía comunicar no solo a Alemania oriental y occidental, tras décadas de abrupta separación, sino al mundo entero. Y aunque hoy en día, ese sueño pacificador de 1990 parece inalcanzable, la sociedad ha sido forjada también por esa banda sonora y esas imágenes trasmitidas de generación en generación.
La película The Wall, de 1982, forjó un pensamiento crítico frente a la sociedad, a la guerra y a los sistemas de educación en occidente. La historia de un muchacho que creció en un mundo escabroso, luego de la segunda guerra mundial, hizo parte de la canasta familiar como alimento dinamita de mentes y sensibilidades.
Todos los jóvenes adeptos fuimos, o intentamos ser, ese alguien que, frente a la miseria de su realidad, se encierra y construye un gran muro que lo protege de los demás. Es lo que hace Pink, el protagonista, quien finalmente no logra resguardarse de sí mismo. Después de cuarenta años de su estreno, sigo pensando que hay más coraje en mirarse y develarse a uno mismo, que en señalar con el dedo lo que está mal en el mundo. Caminar nuestro propio paisaje extraño es la manera más potente de incorporar la crítica a los preceptos sociales como entes enajenantes. El espejo como verdadero grito de auxilio, desde el sin sentido humano. La efectiva caída del muro que nos impide el encuentro con nosotros mismos, que somos el otro.
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El resto de la historia es auto referencial. El muro, exitoso en ventas, se instaló en la mitad de la banda. Roger Waters, quien escribió la mayoría de las canciones, reclamó el control artístico exclusivo. Luego vino su salida de Pink Floyd. Cuentan que una vez le preguntaron a Waters, en una entrevista, si volvería a interpretar la obra en su totalidad. Respondió que no, “pero si cae el Muro de Berlín, quizá lo reconsidere”, concluyó.
Pude ver esto en vivo. No en 1990 sino en su gira del 2012. El Estadio de los Yankees, en Nueva York, estaba a reventar. Casi tanto como el entusiasmo de la audiencia. En la espectacular puesta en escena, el muro en el escenario fue derribado por un gran avión que bajó volando desde las más altas graderías. Todo esto me devolvió a las imágenes de la caída de las torres gemelas. ¿Hasta cuando seguirá vigente la crítica?
“Los muros no son eternos”, decía un graffiti en esa gran pared alemana, en 1989. Y si hasta ellos tienen fecha de defunción (ya hemos visto que esas construcciones duran muchos milenios más que las vidas humanas) entonces podríamos decir que la mayoría de nuestras disputas son tan breves como el brillo de una luciérnaga. Quizás eso bastaría para que, frente al espejo y sin muros de por medio, regresáramos a la justa proporción y encausáramos en otra dirección nuestros intentos.
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