Cuatro horas junto a un poeta
Llegué una tarde buscando a Jesús Espicasa, un amigo suyo, pues días antes fue multado por vender poesía en un parque de Usaquén. Nunca llegó. A cambio terminé conociendo a Santiago Vargas Cataño, el protagonista de este relato.
Andrés Osorio Guillott
Había llegado al centro de Bogotá con el fin de encontrarme con Jesús Espicasa, un escritor que ha dedicado sus últimos años de vida a vender poemas en la calle. Días anteriores, en este mismo diario, William Ospina escribió en su columna del día domingo que el escritor ya mencionado había sido multado por la venta de versos en Usaquén.
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Había llegado al centro de Bogotá con el fin de encontrarme con Jesús Espicasa, un escritor que ha dedicado sus últimos años de vida a vender poemas en la calle. Días anteriores, en este mismo diario, William Ospina escribió en su columna del día domingo que el escritor ya mencionado había sido multado por la venta de versos en Usaquén.
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Llegué sobre las 2:30 p.m. a la calle once con carrera sexta, en pleno centro de Bogotá. Ese corredor, como tantos otros que componen este sector de la capital, suele estar lleno de comerciantes, vendedores ambulantes, hippies, habitantes de calle, artistas, trabajadores y estudiantes. Pequeños mercados se van construyendo en los pisos de estos rincones citadinos.
En medio de los extranjeros que visten de pantaloneta, camiseta y sandalias, entre un ruido estrepitoso que mezcla las conversaciones entre amigos, las discusiones de trabajo por el celular, la limosna que piden algunos habitantes de calle y los anuncios de las frutas, accesorios o demás productos que ofrecen los vendedores ambulantes del sector apareció ante mis ojos un joven delgado, de cabello ondulado y corto, que estaba sentado dándole la espalda a una de las paredes cafés del capitolio nacional. En una butaca, el joven sostenía en sus piernas una pequeña máquina de escribir de color blanco. A su lado derecho tenía una especie de caja forrada en bolsas de plástico de color negro, y en el centro de la caja una hoja en blanco que decía: “poemas por limosna”.
Me acerqué y le pregunté si de casualidad conocía a Jesús Espicasa. Eran conocidos. Le comenté que tenía una cita con él. Lastimosamente nunca llegó. Santiago Vargas Cataño, quien me atendió, me habló de él por unos minutos. Me advirtió que era probable que no llegara. Decidí esperar. La timidez de siempre me impidió seguir conversando. Me senté en la acera del frente y me dediqué a observar su oficio mientras esperaba la llegada de Espicasa.
Rara vez dejó de escribir. No entendía si todos sus poemas iban a encontrar algún destinatario. No sabía si todos los tenía de reserva, si eran borradores o simplemente creaciones que correspondían con las sensaciones del momento. (¿Qué sería del destino de ese y todos los poemas que nunca encuentran un segundo lector? ¿Qué tanto puede cambiar el sentido y la esencia de la poesía que alguna vez quiso resaltar Martín Heidegger cuando hablaba de Friedrich Hölderlin, el poeta alemán, cuando un poema está sujeto al dinero? ¿No es esto lo que sucede de todas maneras, pero a una escala mayor, con los libros de poesía que se venden en todo el mundo?).
Ciudadanos del común y extranjeros se detenían a observar el trabajo de Santiago Vargas. Unos pocos se acercaban a pedir el poema. Él preguntaba si el tema era libre o si lo quería de algún tópico específico. (¿Qué tan virtuoso hay que ser para escribir un poema en el momento sobre algo en particular? ¿Es la inspiración algo que perdura por su naturalidad? ¿Su poesía era entonces el resultado de un regalo de los dioses, de una disciplina o de una necesidad por sobrevivir con base en su don de la rima, la métrica y la sensibilidad que despierta en quienes se acercan a él?).
Por un momento dejé de preguntarme por la poesía. El hambre me hizo preguntarme si en algún momento podría almorzar. Eran de esos días en los que el salario ya no alcanzaba. “Es difícil llegar a fin de mes sin tener que sudar y sudar pa’ ganar nuestro pan”, dice El vals del obrero, un ska que se canta como un himno en algunas fiestas no tan tradicionales y arraigadas a la moda del mundo actual. Decidí olvidarme de la comida. Decidí acercarme al poeta citadino y callejero y conversar con él sin parámetros, sin direcciones. Quería que hablara de lo que el diálogo dictara.
No sé por cuanto tiempo hablamos. Me expresó que en este país la vida es una contradicción, que las políticas públicas y los dirigentes que nos gobiernan coartan el curso mismo de nuestra libertad. Su voz ya había adaptado el ritmo mismo de la poesía. Su modo de hablar era más una declamación de las ideas y de su cotidianeidad.
Caí en el lugar del común de las anécdotas, de pretender ser el portador de un gran secreto que merecía saber, como si yo, un total desconocido, inspirara la confianza suficiente para ser el receptor de una historia que develara las razones por las que él estaba ahí y era lo que era, o lo que seguirá siendo, o lo que podrá ser en unos años. Ese afán de la chiva, de lo novedoso, de aquello que nos termina por perjudicar, que nos hace creer que nuestro carné es la licencia para saberlo todo. Cuánta inocencia en esa sed de omnisciencia.
Pese a ese pecado, y no en un sentido católico, aquel poeta me terminó contando que por sus poemas ha terminado viajando, que una vez se enamoró de una extranjera, que, como ella, hay muchas mujeres que son un talón de Aquiles para él. Era una mujer rubia y de ojos claros, que deseaba salir de este país con memorias que justifiquen la locura de venir a Colombia. La viajera errante y el poeta vagabundo terminaron en el eje cafetero. Un fin de semana de mucho sexo y poesía, dijo él con una sonrisa que reflejaba el orgullo de aquel recuerdo. Un relato que le puso a su rostro el retrato de Charles Bukowski, que me hizo recordar ese poema que dice ¿Así que quieres ser escritor? Si no te sale ardiendo de dentro, / a pesar de todo,/ no lo hagas. / A no ser que salga espontáneamente de tu corazón/ y de tu mente y de tu boca / y de tus tripas, / no lo hagas. Si tienes que sentarte durante horas/ con la mirada fija en la pantalla del computador / o clavado en tu máquina de escribir / buscando las palabras, / no lo hagas./ Si lo haces por dinero o fama, / no lo hagas. / Si lo haces porque quieres mujeres en tu cama, / no lo hagas. / Si tienes que sentarte / y reescribirlo una y otra vez, / no lo hagas. / Si te cansa solo pensar en hacerlo, / no lo hagas. / Si estás intentando escribir como cualquier otro, / olvídalo. / Si tienes que esperar a que salga rugiendo de ti, / espera pacientemente. / Si nunca sale rugiendo de ti, / haz otra cosa. / Si primero tienes que leerlo a tu esposa/ o a tu novia o a tu novio / o a tus padres o a cualquiera, / no estás preparado. / No seas como tantos escritores, / no seas como tantos miles de personas / que se llaman a sí mismos escritores, / no seas soso y aburrido y pretencioso, / no te consumas en tu amor propio. / Las bibliotecas del mundo bostezan / hasta dormirse con esa gente. / No seas uno de ellos. / No lo hagas. / A no ser que salga de tu alma como un cohete, / a no ser que quedarte quieto / pudiera llevarte a la locura, / al suicidio o al asesinato, / no lo hagas. / A no ser que el sol dentro de ti / esté quemando tus tripas, / no lo hagas. / Cuando sea verdaderamente el momento,/ y si has sido elegido, / sucederá por sí solo / y seguirá sucediendo hasta que mueras / o hasta que muera en ti. / No hay otro camino. / Y nunca lo hubo.
La conversación parecía desgastarse, así que me retiré. Ya el sol había caído. El poeta urbano empezaba a guardar sus cosas para volver a la pensión donde dormía en un pequeño cuarto, donde solamente contaba con algunas conversaciones con Jesús Espicasa, donde la poesía no estaba en los libros sino en la vida misma, en una existencia que honraba a los cínicos griegos. Al final, antes de irse, Santiago Vargas me recordó que aquel colega de escritos citadinos no llegaría. Sus zapatos negros, raspados en las puntas por el paso del tiempo y del exceso de uso se fueron perdiendo entre tantos otros que deambulan y también exceden sus vidas, al punto de desgastarse y agotarse. Yo me levanté del andén que olía a comida, a orines y al sudor de todos los que terminamos en tardes y calles como esa buscando el sentido de lo que hacemos y esperando que llegue el día en que todo responda a los anhelos que resisten a los malestares del mundo.