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Insurrección o resurrección
“Si he de vivir que sea sin timón y en el delirio”. Este verso de Mario Santiago, convertido en epígrafe para La pista de hielo (1993), segunda novela de Roberto Bolaño en solitario, da luces de la apuesta poética del gran autor chileno: un llamado urgente a la vida auténtica. Su literatura enmarca una especie muy matizada de vitalismo; sus cuentos, sus novelas e, incluso, sus conferencias, remiten siempre, de una u otra forma, a esa cuestión. No se trata del vitalismo nietzscheano, moderno, de aspiración emancipadora, sino de una apuesta mucho más problemática, que surge del desencanto y de una profunda conciencia del fracaso de las grandes ideologías modernas, pero que, aun así, plantea una revitalización de la condición humana. Sin embargo, el autor comprende, como Piglia, el quiebre radical de la experiencia en la modernidad tardía (más conocida como “posmodernidad”) y, como Piglia, aboga también por un rescate, pero no solo del significado de la experiencia genuina, sino de la experiencia misma. Bolaño plantea entonces ya no tanto un desvelamiento del artificio literario, sino la indagación sobre lo que considera el único origen posible de la creación artística: la vida genuina. Sus personajes encarnan auténticas experiencias vitales, verdaderas vidas en revuelta (Julia Kristeva) y, por lo tanto, genuinamente poéticas. Así, el proyecto artístico de Bolaño intenta traer la vida de vuelta a la vida. Si Nietzsche anuncia la muerte de Dios y, décadas más tarde, Foucault decreta la del hombre, Bolaño anuncia su propia declaración tanática y subversiva, la vanguardia ha muerto, pero la insurrección ante el panorama contemporáneo de ilegitimidad generalizada ha de revitalizar la experiencia humana. Aunque Bolaño sabe que la vida auténtica, junto con la organización y comprensión del mundo, parecen haber terminado en la modernidad, es de dicha conciencia crítica que surge su deseo de traer la vida de vuelta. Su conjuro de resurrección está en su literatura.
Se ha dicho siempre que Bolaño tuvo una especial preferencia por los personajes marginales, abyectos, aislados de las convenciones sociales establecidas, pero poco se explica dicha predilección, que habría de entenderse como fruto de una profunda inconformidad lúcida del autor, que lo lleva a intervenir la homogeneidad contemporánea, a cuestionar el statu quo tanto de la moral imperante como de la forma inauténtica en que el mundo contemporáneo busca obligar a quienes lo habitan a sobrellevar la vida. Los personajes poetas en las obras de Bolaño intentan resistir ante tal imposición. La experiencia artística, tematizada numerosas veces en la obra de Bolaño, es el gesto rebelde que se opone a dicha inautenticidad. Pero entonces surge el interrogante: ¿qué tipo de experiencia artística tiene cabida en la contemporaneidad?
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Sabemos que Piglia considera la vanguardia como un género; Bolaño sigue la misma línea y entiende que la experiencia artística está también agotada. En su novela Los detectives salvajes, por ejemplo, nunca leemos un solo texto de los jóvenes poetas que la protagonizan, lo cual ocurre, en parte, porque, para el autor, la vida auténtica es el sucedáneo actual de la experiencia de creación genuina, es decir, de vanguardia, a la cual ya no se puede acceder mediante el ejercicio artístico. Esta radical negación hacia la creación literaria (o artística en general) tiene puntos de encuentro con lo que Vila-Matas denominó el “laberinto del no”, una negatividad total y absoluta por parte del escritor frente a su posible obra. Y entonces, no queda más camino para el artista (paradigma de quien busca una experiencia vital auténtica en Bolaño) que el de la pura experiencia, autónoma, sin mediaciones ni representaciones: la vitalidad misma. La obra de arte no es, no puede ser otra cosa que la vida propia.[1]
En los cuentos de Bolaño, dicha búsqueda conlleva además un padecimiento irremediable. La vida, como la literatura, tiene los rasgos de la enfermedad[2]. Una parte importante de la obra de Bolaño consagra este sentir. Tal es el caso de “El Ojo Silva”, incluido en su libro Putas asesinas (2001). Allí, se recrea el extremo máximo de la opción vital sobre la creación artística. Mauricio Silva, apodado El Ojo, ha decidido escapar de la violencia del Chile de los años setenta y ha emprendido el camino del artista solitario que intenta sostenerse, como bien puede, trabajando como fotógrafo. Primero en México, donde conoce a jóvenes poetas y traba amistad con alguno de ellos, aunque también es despreciado en los círculos de inmigrantes, posiblemente por su homosexualidad; después trabaja en París y luego en la India, a donde es enviado con propósitos documentales. Allí, imprevisiblemente, El Ojo encuentra el momento de mayor intensidad artística (involuntaria, puesto que el personaje no tiene aspiraciones artísticas manifiestas) que es, a la vez, el punto de inflexión de su experiencia vital. El Ojo, en la India, encuentra una vida más genuina, pero, a la vez, trágica y terrible, cuyas peripecias le cuenta a su amigo (quien narra), muchos años después, una noche pasmosa en Berlín. El artista sin obra que es El Ojo ha tenido que presenciar por sí mismo la violencia más desoladora: un rito mediante el cual algunos niños de familias muy pobres son castrados y ofrecidos a un dios infame. Este acto les arrebata a los niños, de antemano, cualquier futuro posible, puesto que, a la postre, son despreciados por sus familias y condenados a la prostitución futura. En un burdel sórdido, El Ojo interviene casi accidentalmente, como por instinto, en favor de los jóvenes eunucos, para lo cual se ve obligado a asesinar a uno de los proxenetas y, de nuevo, a huir de esa otra violencia. Pero, al cabo, los niños mueren a causa de las condiciones adversas en que han vivido y por la enfermedad. Entonces, El Ojo vuelve a Europa, ante la más rotunda impavidez del mundo frente al horror que ha cambiado su vida para siempre.
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La huida, que configura todo el relato y la vida del protagonista, es tanto la forma iniciática del viaje del poeta adolescente, del artista cachorro, como el término del mismo: la huida es nada menos que un vago rodeo del irremediable retorno al origen, al destino violento, fatal, de la autenticidad. La violencia de la que El Ojo desea alejarse inicialmente vuelve siempre, es su condición de posibilidad: “De la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende”, dice el narrador en las primeras líneas del relato. La violencia es, entonces, la condición de posibilidad de la autenticidad que desea el artista cachorro, y quien toma ese camino, está condenado de antemano a sufrirla. La vida auténtica conlleva dicha condición, la vida como única obra artística posible, aunque el arte la consuma.
En dos de sus conferencias, Derivas de la pesada (2002) y Los mitos de Cthulhu (2003), Bolaño se concentra en el problema de la autenticidad de la literatura contemporánea. En la segunda conferencia denuncia a las figuras mediáticas, siempre a la búsqueda de la respetabilidad y el glamur, propios de una pretenciosa “clase media” de la literatura, que siguen la carrera vergonzante tras el ascenso social y el prestigio. Pérez-Reverte o Sánchez Dragó son el modelo del arribismo intelectual o literario[3] y de la escritura “clara y amena”, dos signos de inautenticidad de la lectura fácil, digerible, de afán comercial. Así mismo, Bolaño denuncia la cursilería, el sentimentalismo y la corrección política de los pululantes epígonos de García Márquez o de Octavio Paz (entre ellos Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Ángeles Mastretta, Tomás Eloy Martínez, etc.). Pero Bolaño, brillante polemista, vuelve su crítica mordaz sobre la misma preocupación que toca el centro de su obra cuentística: la idea de que la literatura es el mecanismo por excelencia para la autenticidad, que el autor ve cada vez más agonizante. En la primera conferencia, Bolaño evalúa otra perspectiva de dicho panorama en la tradición de la literatura argentina, que para él es la literatura de más hondo calado crítico en Latinoamérica y, como posible salida ante el oscuro panorama que observa, prescribe releer a Borges. ¿Hay un autor más auténtico que Borges para revitalizar la literatura?
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Poco antes de su muerte prematura, en una llamativa conversación con Piglia, Bolaño interpela al argentino sobre cuál puede ser la manera de hacer “callar a los epígonos” (a raíz del planteamiento nietzscheano del argentino, en su libro Formas breves). Lo que más me llama la atención de la pregunta no es tanto la respuesta de Piglia (que tiene que ver, a propósito de la obra de Gombrowicz, con un “cambio de lengua” literaria), sino el interés reiterado de Bolaño en la autenticidad. Acallar a los epígonos es, claro, un gesto de resistencia ante al utilitarismo en el campo cultural, que confirma la importancia de la búsqueda legítima por revivir la experiencia del ser (digamos latinoamericano) mediante la literatura, la obsesiva necesidad de arrebatarle al reino de la inautenticidad actual la vida misma y, por lo tanto, el arte, que solo en ella podría existir.
[1] Diana Diaconu ha esbozado un perfil similar para el colombiano Fernando Vallejo, a quien sitúa en una posición estética que denomina “neoquínica”, la cual aspira a hacer de la vida una obra de arte, siguiendo el modelo de los cínicos antiguos. Al respecto, véase su libro Fernando Vallejo y la autoficcion. Coordenadas de un nuevo genero narrativo. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2013.
[2] Al respecto, véase su conferencia “Literatura + enfermedad = enfermedad” (2003).
[3] 20 años después, ahora rondan los epígonos del propio Bolaño. O, en Colombia, de Fernando Vallejo, también a la búsqueda de respetabilidad, tratando de tú a los presidenciables en mesitas capitales, segurísimos de ser Cambio cuando son puro reencauche.