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El tesoro del inmigrante italiano (Cuento de sábado en la tarde)

En medio de la agitación de la Guerra de los Mil Días, un inmigrante italiano en la región bananera de Colombia enterró un misterioso tesoro que generaciones después sus descendientes seguirían buscando.

Eduardo Márceles Dacont
12 de octubre de 2024 - 07:00 p. m.
"Don Antonio Sindici era un hombre precavido y ahorrador que había logrado amasar una fortuna con sus negocios".
"Don Antonio Sindici era un hombre precavido y ahorrador que había logrado amasar una fortuna con sus negocios".
Foto: Óscar Pérez

Como a la espera de una tormenta tropical, en aquellos aciagos tiempos, el horizonte de Colombia no hacía más que oscurecerse. La confrontación bélica estremecía las raíces más profundas de nuestra nacionalidad. Para completar la incertidumbre, el 13 de octubre de 1902 se libró una de las batallas más cruentas de la llamada Guerra de los Mil Días en el Caribe colombiano. El general Rafael Uribe Uribe, en representación del partido liberal, atacó la ciudad de Ciénaga, para tener acceso a Santa Marta, importante centro comercial y político, así como estratégico puerto marítimo. La confrontación ocasionó numerosas bajas a las huestes del partido conservador cuyos combatientes, en retirada, se refugiaron en el navío Nely Gazan, anclado en la bahía, desde el cual siguieron bombardeando la ciudad. La guerra civil también se sentía hacia el interior de la Zona Bananera y la población de Garzal sufría de alguna manera las consecuencias de la lucha armada.

La concordia provisional llegaría cuando se firmó, entre los actores del conflicto, el Tratado de Neerlandia el 24 de octubre de 1902, y un mes más tarde se firmaría el tratado de paz definitivo en el acorazado estadounidense Wisconsin, el cual puso fin a la guerra el 21 de noviembre de 1902. Por la región empezaron a circular bandas de desertores, cuatreros y pandillas de renegados que asaltaban comercios, fincas y casas de familia. Era común entre pandilleros errantes, expropiar reses, saquear los mercados y las estanterías domésticas para procurarse dinero y alimentación en los días finales, y aún después de terminada, esta guerra fratricida.

Por aquella época, el inmigrante italiano Antonio Sindici, pariente lejano de Oreste Sindici, el célebre compositor del himno nacional de Colombia, tenía su bien surtida tienda de víveres y abarrotes en la plaza central de Garzal. Era la única casa de madera con dos pisos y arquitectura caribeña frente a la iglesia y el parque central. Desde allí don Antonio, como era conocido por todos, observaba el devenir diario conversando con sus amigos y la clientela que llegaba desde diferentes rincones de la Zona Bananera para abastecerse de productos nacionales e importados. En su oficina mantenía media docena de termos con café caliente, una bandeja con sus pocillos, la escudilla del azúcar y una ponchera con agua donde los visitantes enjuagaban las tazas después de disfrutar del tinto mañanero, buena estrategia para conquistar parroquianos y contertulios.

Sentado en una mecedora vienesa esterillada, fumaba una larga pipa de mazorca mientras dialogaba con ellos sobre la situación de la región en momentos de incertidumbre. En ocasiones, don Antonio preparaba un queso criollo en cuyo centro ahuecado vertía una botella de vino que cubría para destapar una semana más tarde dispuesto a disfrutar, chuzándolos con un palillo, los gusanos regordetes que compartía con sus amigos y el grupo de inmigrantes italianos que se reunían por las tardes para partidas de dominó o charlas nostálgicas sobre su bella y lejana región calabresa.

Don Antonio Sindici era un hombre precavido y ahorrador que había logrado amasar una fortuna con sus negocios. Además de su tienda El Vesubio, era propietario de numerosas casas y de La Somalia, hermosa finca bananera a orillas de un río de aguas cristalinas que se precipitan por un lecho de arena fina y piedras monumentales desde las cimas de la Sierra Nevada de Santa Marta hasta desembocar en la Ciénaga Grande de Santa Marta.

Por esos días se comentaba entre los clientes y visitantes a la tienda de don Antonio, que corría el rumor de que una banda de pandilleros cansados, andrajosos y hambrientos, andaba despojando de sus pertenencias a finqueros y entrando a saco en negocios y casas para robar cuanto encontraban a su paso. Fuese falso o verdadero, esos comentarios comenzaron a generar pánico y desasosiego entre los habitantes de Garzal que desde temprana hora se encerraban en sus hogares con tranca y cerrojo. Después de las 6 de la tarde era un pueblo fantasma barrido por el viento del crepúsculo bajo la lánguida luz de las lámparas y los mechones de kerosene.

Don Antonio no era la excepción, con su mujer María de los Ángeles y sus hijos Umberto y Galileo cerraban la tienda y se refugiaban en sus habitaciones, dormitaban a sobresaltos; cualquier mínimo ruido los despertaba de su letargo y quedaban sentados sobre la cama intentando desenmarañar las telarañas de sus ojos. El sol mañanero era saludado con alegría en todos los rostros, renacía la actividad cotidiana, los aguadores llenaban las tinajas y los inmigrantes árabes ofrecían de casa en casa sus telas y baratijas a crédito mientras observaban las lentas carretas de bueyes transportar racimos de banano hacia los vagones del tren de carga.

El tren especial llegaba a Garzal a las 11 de la mañana desde Santa Marta pasando por Ciénaga y la Zona Bananera. A esa hora el pueblo reverberaba de actividad, viajeros que llegaban o salían, caras felices de personas que abrazaban a recién llegados o caras tristes y llorosas de quienes despedían a sus seres queridos. En ese tren llegaban los diarios con las noticias del mundo, los bloques de hielo protegidos por aserrín y virutas de madera, los mariscos y el pescado de mar, el correo y las encomiendas, entre ellas, los artículos que importaba desde Barranquilla, Santa Marta o, incluso, de Europa, don Antonio Sindici. Cuando el tren era solo una nube de humo negro en la distancia, el pueblo volvía a su espesa rutina, a la soledad de los quebrantos y la inseguridad de esos tiempos tormentosos.

En su negocio de víveres, abarrotes y ferretería, el inmigrante italiano atendía a sus clientes que pagaban con papel moneda o morrocotas de oro que seguían circulando en el país a pesar de que ya eran de escaso tráfico por cuanto los garzaleños preferían ahorrarlas para tiempos difíciles. Pero el inmigrante italiano les tenía otro destino. En un barril de madera donde llegaban las grapas para sujetar el alambre de púas a los horcones, el tendero hizo una hendidura de alcancía y allí depositaba las morrocotas de oro a medida que iban llegando a sus manos.

Una noche que parecía tranquila, de repente encendió las alarmas de todos cuando se escucharon en la distancia gritos de socorro, sonido de disparos y alarma generalizada. Don Antonio terminó de despertarse perturbado por el ruido, encendió una lámpara de kerosene, introdujo sus pies en las babuchas orientales y bajó las escaleras hasta la tienda. Desde abajo se escuchaba la angustiada voz de María de los Ángeles reclamando que tuviera cautela y serenidad. Allí, en medio de la oscuridad, atinó a ver el barril con las morrocotas de oro y de inmediato una chispa iluminó su cerebro.

Sobre una carretilla montó el barril y con una pala salió por la puerta de atrás hasta el traspatio iluminado por la luna llena que parecía cómplice de sus designios en aquel momento. Había llovido el día anterior y la tierra estaba blanda, así que empezó a cavar hasta alcanzar una profundidad convincente. Entonces, sin mayor preámbulo, enterró el barril, aplanó con la pala la última capa de tierra y, sudoroso, volvió a la cama para consolar a su esposa que lloraba debajo de la sábana por las vicisitudes de aquella noche de pesadilla.

El tiempo pasó de manera imperceptible por la comarca caliente y húmeda, rodeada de plantaciones de banano y surcada de acequias tentadoras donde los niños chapoteaban felices y alborotados para refrescarse y evadir la resolana del mediodía. Don Antonio seguía su rutina de conversar con sus amigos y compatriotas de la remota Italia, bebiendo a sorbos el café tinto que el obsequioso tendero ofrecía a sus visitantes, y poco a poco fue olvidando el tesoro que había enterrado en el traspatio de su casa.

Cuando era ya inminente su traslado a una casa más grande en el sector de Las cuatro esquinas que exigía la ampliación del negocio, intentó encontrar el sitio donde había puesto a buen recaudo sus ahorros. Excavó aquí y allá, hurgó la tierra con una varilla de hierro intentando percibir algún sonido, hasta que el terreno tuvo el aspecto de un paisaje lunar con cráteres en toda su extensión. Pero fue en vano, no pudo recordar dónde, en aquella nefasta noche, había depositado el barril, pero guardó el secreto por el resto de su vida.

Hasta que, muchos años después, mientras agonizaba en su cama de bronce, rodeado de hijos y nietos, reveló aquel secreto para sorpresa de todos. No tardaron sus descendientes, a través de diferentes generaciones, de excavar por todos los sitios, primero de manera manual, y más tarde, utilizando herramientas tecnológicas como detectores de metal, examinaron cada centímetro cuadrado del traspatio, sin lograr encontrar el tesoro. Se decía entonces que el abuelo Antonio se inventó el cuento o que en realidad había sido un sueño que volvió realidad en sus fantasías de moribundo.

Sin embargo, como se vino a saber más tarde a través de un vecino en estado agónico, desertor del ejército de Uribe Uribe, aquella noche de luna llena, despertó en su hamaca con la barahúnda de alguna disputa cercana y, sintiendo golpes de pala en el patio contiguo, se asomó sobre la cerca para ver el espectáculo del dueño de la tienda cavando un hueco en la tierra húmeda. Cuando terminó de enterrar el barril supo de inmediato que se trataba de algún objeto valioso.

Una vez el inmigrante italiano regresó a su cama, buscó una pala, saltó la tapia y, con la tierra aún blanda, sacó el barril y lo llevó a su casa. Vivió el resto de su vida vendiendo en diferentes ciudades del país, una a una, las morrocotas de oro sin que ninguna persona del lugar llegara a sospechar la procedencia de sus ingresos, hasta que, en su hora final, el remordimiento por sus acciones lo obligó a descorrer el velo de su secreto.

Por Eduardo Márceles Dacont

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