Mi manta negra (Cuentos de sábado en la tarde)
Hay objetos de la infancia que al volver a verlos sentimos que regresamos a ella. En mi caso cargo con una manta negra.
Andrés Osorio Guillott
No podía ser otro día. Los domingos son melancólicos, dan la sensación de que cada ocho días se visita el acantilado y puede uno sentir la inmensidad del mundo y la fragilidad nuestra. Cada domingo en la noche se siente que algo se pierde. Esta vez no se sintió. Esta vez sucedió. Quizá la madrugada del lunes más pesada en años. No quise ver qué había en la bolsa. Tuvieron que pasar dos días para asomarme a ver qué iba a encontrar de vuelta.
Había lo obvio, lo inmediato, lo del último tiempo. Aunque siempre me ha pertenecido, y fui yo quien la ha construido desde los ocho años y hasta ahora, me devolviste algo que no sabes que estaba en esa bolsa. Otra vez estaba conmigo mi manta negra.
Puede leer: Te llevaré a La Habana, amor…
Hay objetos de la infancia que al volver a verlos sentimos que regresamos a ella. De nuestro interior salta ese niño como si lo hubiera hecho de un trampolín y se avalancha sobre nosotros como si en nuestras manos estuviera su tiquete de regreso a este mundo. El carro que nos acompañó desde siempre y es protagonista de nuestras primeras memorias; el peluche de un dinosaurio; un sonajero que se resistió al tiempo y se conserva intacto; la taza de la leche chocolatada; la cobija con la que nos arrullaron y que aunque su olor es del paso de los años, pareciera que en él y en su textura conservan lo que alguna vez fuimos.
En mi caso cargo con una manta negra. Por el acontecer del tiempo ya no es tersa. A veces la cantidad de motas corroen, y algunas de ellas se quedan pegadas a mi ropa, que no es indiferente a ese efecto de la tela y también se van convirtiendo en prendas que están llenas de puntos de algodón. Pero mi manta es diferente a las demás. Esta tiene el poder de ser liviana y luego de ser pesada, de convertirse en una carga, en una especie de manta de hierro que pesa toneladas y toneladas y que es cada vez más difícil de quitar.
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Esa manta la tengo desde que falleció mi mamá. Me recuerda a ese tiempo y las transformaciones que he tenido porque siempre me ha acompañado. Me he mudado unas cuatro veces desde entonces, y podría irme a otro país, incluso a ciudades donde primen las altas temperaturas y esa manta me va a acompañar. La hice yo en ese momento, cuando tenía ocho años y me quedaba en mi habitación porque no entendía por qué la piel de mi mamá se pigmentaba y cada día le era más difícil levantarse de la cama que estaba en el cuarto de paredes curuba, en el tercer piso de la casa de mis abuelos.
Esa manta negra me acompaña sobre todo en los malos momentos. En los buenos es liviana, en los malos es muy pesada. Me arropa ella sola y se encarga de taparme por varios días cuando las decisiones no tomadas o las malas decisiones derivan en renuncias, en pérdidas. Cuando es liviana casi no la siento. Y justamente por tener esa capacidad de hacerse casi que imperceptible es que olvidé o ignoré por muchos años que estaba conmigo.
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Hasta hace pocos días me hice consciente de su virtud omnipresente. Pero ahora que sé que me va a acompañar toda la vida porque hace parte de mí, y ahora que entiendo qué factor implica su transformación, puedo abrirle un campo mucho más visible en donde sea que viva. Quiero que esté bien doblada, que la vea cada vez que llegue a ese rincón del armario. No la quiero tirada entre los cajones como si ocurre muchas veces con mi ropa por el afán o la pereza de organizarla después de un largo día. Quizá sea lo más ordenado que tenga porque sé que siempre la voy a querer tener guardada. Esta semana no he necesitado cobijas, pues en las noches, antes de quedarme dormido, ella sola se despliega y me cubre, me hace compañía y me inmoviliza, me anula y me incapacita. No me desvela, no tiene el poder de la vigilia, pero sí el de aparecer automáticamente e inmediatamente en el momento en que me vuelvo una y otra vez a deconstruir un error, cuando reconstruyo de manera masoquista todos los pasos para llegar al instante en que la verdad revela mis incapacidades, que derivan al poco tiempo en heridas, que evocan la herida de origen, y que se expanden como grietas de una montaña que está a punto de derrumbarse.
Este cuento se publicó originalmente en el blog El divagarium.
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No podía ser otro día. Los domingos son melancólicos, dan la sensación de que cada ocho días se visita el acantilado y puede uno sentir la inmensidad del mundo y la fragilidad nuestra. Cada domingo en la noche se siente que algo se pierde. Esta vez no se sintió. Esta vez sucedió. Quizá la madrugada del lunes más pesada en años. No quise ver qué había en la bolsa. Tuvieron que pasar dos días para asomarme a ver qué iba a encontrar de vuelta.
Había lo obvio, lo inmediato, lo del último tiempo. Aunque siempre me ha pertenecido, y fui yo quien la ha construido desde los ocho años y hasta ahora, me devolviste algo que no sabes que estaba en esa bolsa. Otra vez estaba conmigo mi manta negra.
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Hay objetos de la infancia que al volver a verlos sentimos que regresamos a ella. De nuestro interior salta ese niño como si lo hubiera hecho de un trampolín y se avalancha sobre nosotros como si en nuestras manos estuviera su tiquete de regreso a este mundo. El carro que nos acompañó desde siempre y es protagonista de nuestras primeras memorias; el peluche de un dinosaurio; un sonajero que se resistió al tiempo y se conserva intacto; la taza de la leche chocolatada; la cobija con la que nos arrullaron y que aunque su olor es del paso de los años, pareciera que en él y en su textura conservan lo que alguna vez fuimos.
En mi caso cargo con una manta negra. Por el acontecer del tiempo ya no es tersa. A veces la cantidad de motas corroen, y algunas de ellas se quedan pegadas a mi ropa, que no es indiferente a ese efecto de la tela y también se van convirtiendo en prendas que están llenas de puntos de algodón. Pero mi manta es diferente a las demás. Esta tiene el poder de ser liviana y luego de ser pesada, de convertirse en una carga, en una especie de manta de hierro que pesa toneladas y toneladas y que es cada vez más difícil de quitar.
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Esa manta la tengo desde que falleció mi mamá. Me recuerda a ese tiempo y las transformaciones que he tenido porque siempre me ha acompañado. Me he mudado unas cuatro veces desde entonces, y podría irme a otro país, incluso a ciudades donde primen las altas temperaturas y esa manta me va a acompañar. La hice yo en ese momento, cuando tenía ocho años y me quedaba en mi habitación porque no entendía por qué la piel de mi mamá se pigmentaba y cada día le era más difícil levantarse de la cama que estaba en el cuarto de paredes curuba, en el tercer piso de la casa de mis abuelos.
Esa manta negra me acompaña sobre todo en los malos momentos. En los buenos es liviana, en los malos es muy pesada. Me arropa ella sola y se encarga de taparme por varios días cuando las decisiones no tomadas o las malas decisiones derivan en renuncias, en pérdidas. Cuando es liviana casi no la siento. Y justamente por tener esa capacidad de hacerse casi que imperceptible es que olvidé o ignoré por muchos años que estaba conmigo.
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