Cueste lo que cueste
Crónica de Héctor Leyva Olivo sobre la travesía que emprendió una madre ucraniana residida en París para salvar a sus dos hijos y su madre, quienes vivían en una ciudad cercana a Kiev. La mujer cruzó cinco países junto a su esposo para lograr este fin.
Héctor Leyva Olivo
Natalia tiene cinco años viviendo en París. De lunes a sábado, toma su pequeño carro gris plata y se traslada desde su casa en los suburbios, hasta la Place de la Bastille, en la parte céntrica de la Ciudad Luz. Ahí trabaja como técnica profesional en extensión de pestañas en un establecimiento que alquila desde hace dos años. Antes de empezar a trabajar ahí, rentaba lugares por temporadas o se trasladaba a la casa de cada cliente. Habla ucraniano, ruso y un poco de polaco, pero la lengua que más utiliza es el inglés. Aunque no lo domina, está obligada a utilizar este idioma porque todavía no se puede comunicar en la lengua de Moliere.
Gracias a que gana euros, tiene los medios suficientes para pagar su vida y enviar dinero a su país para los gastos de sus dos hijos. En los suburbios parisinos, vive con su esposo Oganes, quien es originario de Moldavia. Él vive en Francia desde hace siete años, cuando llegó para hacer prácticas profesionales. Desde hace uno se inscribió en una formación para convertirse en profesional de la construcción de techos. Aquí en Francia esa disciplina se la toman muy en serio, tanto así que en París, un comité, envió hace algunos años la petición a la UNESCO para incluir los techos parisinos en la lista del patrimonio de la humanidad.
A pesar de la distancia entre el país donde nació hace 29 años y su casa en los suburbios parisinos, Natalia había logrado organizarse para pasar tiempo con sus hijos. Dos semanas trabajando en París y dos semanas de descanso en Ucrania. Había estado haciendo ese viaje durante cuatro años. Ya era rutina para ella y con el hábito, cualquier viaje se termina percibiendo como más corto.
Si los tiempos fueran normales, en dos semanas Natalia hubiera tomado tranquilamente un avión en Charles de Gaulle y tres horas más tarde hubiera aterrizado en el aeropuerto Borispol en Kiev, después hubiese tomado un tren con dirección a Vinnitsa, la ciudad donde se encuentra la única familia que le queda en su tierra natal.
“No hay nadie mejor que mi madre para cuidar a mis hijos” dice Natalia con seguridad. Galina, su mamá, fue profesora en Jardín de niños durante 14 años cuando el territorio ucraniano hacia parte de la Unión Soviética. Tras disolverse la U.R.S.S, siguió cuidando pequeños, pero esta vez como niñera en familias particulares con las que todavía conserva muy buenas relaciones.
Tras dar a luz, Natalia propuso a su madre dejar de trabajar con niños ajenos y ocuparse de sus nietos. Ella está segura de que sus hijos son muy inteligentes y están más despiertos que otros niños de edades similares gracias al profesionalismo de su madre. Además de los aspectos positivos que conlleva el que la abuela se haga cargo de los nietos, también resulta más barato hacer el viaje de ida y vuelta cada dos semanas hasta Ucrania que pagar una niñera en París.
Hoy Natalia se ha despertado y ha visto 20 llamadas perdidas en su teléfono. Como usuaria activa de redes sociales se dio cuenta rápidamente de las noticias negativas desde su país. El presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin anunció el envío de tropas a las dos regiones en conflicto del este de Ucrania, que apenas un día antes había reconocido como naciones independientes. Esto, según el Kremlin, porque los dirigentes de la República Popular de Donetsk y de la República Popular de Luhansk, pidieron ese apoyo a Rusia. Mientras el mundo tardaba en reaccionar ante este panorama, para Natalia solo significaba una cosa: la guerra contra Rusia había comenzado. A partir de ese momento, ya no verá más a Vladimir Vladimirovitch Putin con los mismos ojos.
Al este de Ucrania, en la región del Donbass, la más industrializada del país y con gran parte de la población de origen ruso, los bombardeos son cosa común desde 2014. Ese conflicto armado es desgraciadamente y desde hace ocho años parte de la vida de los ucranianos. Volodomir Zelensky, el último presidente elegido, excomediante y estrella de la televisión, prometió, sin cumplir, poner fin a ese conflicto que enfrenta a dos pueblos con culturas muy cercanas y que ha dejado más de 140 mil muertos en ambos lados. La Rus de Kiev, que comprendía los territorios de las actuales Bielorrusia, Ucrania y Rusia Occidental, se remonta a finales del siglo IX y es reivindicada tanto por Rusia y Ucrania como Estado fundacional. Para entender la proximidad cultural de estos pueblos basta el ejemplo mismo de Natalia: con su esposo de origen moldavo y sus hijos se comunican en ruso. Con su mamá siempre en ucraniano. La identidad en esa parte del mundo va más allá del idioma, como aseguran medios de Occidente, y muchos territorios se han quedado huérfanos desde la caída da la Unión Soviética. Algunos de los nuevos países tuvieron la suerte de ser aceptados y ayudados por la Unión Europea; pero otros, como Ucrania o Moldavia, fueron hechos a un lado, quedándose en un limbo identitario.
Lo primero en que Natalia pensó tras digerir lo que pasaba en su país fue en cómo hacer para salvar de esta guerra a su hija Magdalena, de casi cuatro años, a su hijo Nikodim, de dos, y por supuesto, a su madre, quien se ocupa de ellos. Aunque Magdalena y Nikodim son franceses de nacimiento han estado gran parte de su vida en Vinnitsa, Ucrania, una ciudad en el centro del país, tres horas al sur de Kiev. Para la abuela resultaba imposible moverse hacia cualquier frontera con dos bebés en un escenario bélico.
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Dirección: la guerra
Natalia y su esposo Oganes dejaron París hace tres horas y casi llegan a Estrasburgo, la última ciudad francesa antes de encontrase con el río Rin, la vía fluvial más utilizada en Europa. Tuvieron que hacerlo en su Toyota Yaris porque desafortunadamente no hubo otra opción. Ninguna de las compañías de alquiler de coches que consultaron les otorgó el servicio.
Llegar por tierra al conflicto armado más mediatizado del momento es la única opción, ya que el espacio aéreo ucraniano ha sido cerrado desde el día uno de la invasión. Van a contracorriente de muchos de sus compatriotas y con ninguna certeza, ni siquiera de qué será lo más complicado, la entrada a Ucrania o el regreso a la Unión Europea. Pero todo eso ahora no importa, lo principal es llegar allá y regresar lo más rápido posible. Natalia tiene una sola idea en la mente y es clara: buscar a sus hijos cueste lo que cueste.
El pequeño Toyota color plata que todos los días la lleva al centro de París, parece muy frágil para el gran viaje que le espera. Además, el camino que tomarán será más largo de lo habitual porque buscan evitar recorrer en la medida de lo posible territorio ucraniano. Su itinerario los llevará por Alemania, Austria, Hungría, Rumania y finalmente, ya fuera de la Unión Europea, cruzarán la República de Moldavia, la tierra de su esposo. Al llegar a la frontera sur de Ucrania, les esperan doscientos kilómetros más para llegar a Vinnitsa, en el centro del país.
Los más de dos mil kilómetros cruzando pueblos, montañas, autopistas, ciudades y cinco fronteras pasaron desapercibidos. Solo hicieron una pausa en Viena. Trataron de descansar un par de horas dentro del coche en el estacionamiento de una gasolinería. De todas maneras, con las ansias por llegar al destino y el estrés por la situación en la que se encuentra ella misma, su esposo y su familia, no hubiera podido dormir mucho tiempo más.
En Hungría, pasaron siete horas en la aduana porque las máquinas con las que operan en la frontera son sumamente lentas y no hay suficientes. Pocas veces hay tanta gente recorriendo esos caminos. Todavía les esperaban otras siete horas para llegar a Ucrania.
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En territorio hostil
En Vinnitsa, Galina, la abuela, y los dos pequeños han estado escuchando aviones cruzando el cielo y bombas cayendo a lo lejos o las dos cosas a la vez, es imposible saber qué es exactamente. El cielo ha estado muy agitado y lo único que les queda hacer es esperar con paciencia el momento de partir.
El día de ayer pasaron algunas horas en el sótano pues escucharon explosiones cerca de la ciudad. Lo incómodo de estar bajo tierra es que ahí no hay calefacción ni un lugar confortable para esperar. Hoy deberán dormir también bajo tierra, en ese sótano donde tampoco hay colchones. A lo lejos, viniendo desde la superficie, se alcanza a escuchar el sonido de las sirenas que no han parado desde hace días indicando peligro constante de bombardeo. Aunque incómodo, el sótano en donde se encuentran es el lugar más seguro donde se puede estar en ese momento.
Tras dos días manejando, la pareja pudo entrar a Ucrania vía Moldavia. Pasaron cuatro o cinco retenes en los doscientos kilómetros que separan la ciudad fronteriza de Mogilev-Podilsky con Vinnitsa. En cada uno de los retenes revisaron los pasaportes y las maletas. Había un ambiente de tensa tranquilidad, con mucha gente colaborando y siendo solidaria. Como si se tratara de música constante en off, las sirenas que previenen bombardeos aéreos no paraban de sonar. El panorama en ese momento de la invasión rusa a Ucrania ya era desolador.
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Regreso en Paz
Al momento de llegar a su casa de Vinnitsa, las cosas que se llevarían consigo a Francia ya estaban preparadas, pero los niños dormían. No es todo lo que hubiesen querido empacar, pero la prisa por salir del lugar hizo más fácil la toma de decisiones. El plan era regresar a Francia al instante, pero aquel día llegaron cerca de la hora del toque de queda, por lo que tuvieron que pasar una larga noche dentro del territorio atacado por uno de los ejércitos más poderosos del mundo.
Mientras Natalia y su esposo Oganes viajaban hacia la guerra para salvar a su familia, los 27 países que conforman la Unión Europea anunciaron facilidades para el ingreso de los ucranianos en calidad de refugiados y con todos los derechos de los que cualquier ciudadano europeo goza.
Cinco días después de emprender el viaje de regreso, esta vez en dos coches, pues trajeron el que utilizaban en Ucrania, la familia llegó a la capital francesa. Optaron por salir de Ucrania lo más rápido posible porque cada vez era más peligroso manejar por sus caminos. Después de haber dejado Ucrania y atravesado Moldavia, entraron a la Unión Europea por Rumania. Manejar en dos coches diferentes a través de los sinuosos caminos que atraviesan la cadena montañosa de los Cárpatos en la región de Transilvania les causó miedo. Esa fue la primera y última vez que lo sintieron durante todo el tiempo que duró su travesía, digna de un cuento épico.
Nadie lo hubiera podido saber, pero Natalia y Oganes actuaron a tiempo para salvar a su familia. Cuatro días después de que llegaron a París, el aeropuerto de Vinnitsa fue destruido por misiles rusos. La tierra en donde nació cada vez se ve más sumergida en el conflicto y la destrucción. Sin embargo, otro combate acaba de comenzar para millones de ucranianos. La adaptación a una nueva realidad que se les presentó a la fuerza. Para la mamá y los hijos de Natalia es Francia. En su nueva vida. Los pequeños deberán comenzar a ir a la escuela en muy poco tiempo. Pero para la abuela Galina es diferente. Comenzando por el alfabeto y por el idioma. En Francia se siente de nuevo como un bebé, le es imposible comunicarse, leer y hasta salir por su propia cuenta.
“Es una pena que haya sido de esta manera en que el mundo haya mirado hacia Ucrania”, me comenta Natalia en el último mensaje de WhatsApp que intercambiamos para escribir este relato. “Es una desgracia que tanta gente en mi país haya sufrido y también que tanta se haya vuelto tan agresiva en tan poco tiempo; espero que aquellos que han llegado a Europa, no manchen la imagen de mi nación… la gente no debería volverse loca por lo que ve y por lo que se muestra en la televisión, en mi familia vemos las noticias y revisamos internet, sacamos nuestras propias conclusiones, es por eso que yo no estoy enojada contra los rusos, ellos no tienen la culpa de lo que los políticos hacen”.
Natalia tiene cinco años viviendo en París. De lunes a sábado, toma su pequeño carro gris plata y se traslada desde su casa en los suburbios, hasta la Place de la Bastille, en la parte céntrica de la Ciudad Luz. Ahí trabaja como técnica profesional en extensión de pestañas en un establecimiento que alquila desde hace dos años. Antes de empezar a trabajar ahí, rentaba lugares por temporadas o se trasladaba a la casa de cada cliente. Habla ucraniano, ruso y un poco de polaco, pero la lengua que más utiliza es el inglés. Aunque no lo domina, está obligada a utilizar este idioma porque todavía no se puede comunicar en la lengua de Moliere.
Gracias a que gana euros, tiene los medios suficientes para pagar su vida y enviar dinero a su país para los gastos de sus dos hijos. En los suburbios parisinos, vive con su esposo Oganes, quien es originario de Moldavia. Él vive en Francia desde hace siete años, cuando llegó para hacer prácticas profesionales. Desde hace uno se inscribió en una formación para convertirse en profesional de la construcción de techos. Aquí en Francia esa disciplina se la toman muy en serio, tanto así que en París, un comité, envió hace algunos años la petición a la UNESCO para incluir los techos parisinos en la lista del patrimonio de la humanidad.
A pesar de la distancia entre el país donde nació hace 29 años y su casa en los suburbios parisinos, Natalia había logrado organizarse para pasar tiempo con sus hijos. Dos semanas trabajando en París y dos semanas de descanso en Ucrania. Había estado haciendo ese viaje durante cuatro años. Ya era rutina para ella y con el hábito, cualquier viaje se termina percibiendo como más corto.
Si los tiempos fueran normales, en dos semanas Natalia hubiera tomado tranquilamente un avión en Charles de Gaulle y tres horas más tarde hubiera aterrizado en el aeropuerto Borispol en Kiev, después hubiese tomado un tren con dirección a Vinnitsa, la ciudad donde se encuentra la única familia que le queda en su tierra natal.
“No hay nadie mejor que mi madre para cuidar a mis hijos” dice Natalia con seguridad. Galina, su mamá, fue profesora en Jardín de niños durante 14 años cuando el territorio ucraniano hacia parte de la Unión Soviética. Tras disolverse la U.R.S.S, siguió cuidando pequeños, pero esta vez como niñera en familias particulares con las que todavía conserva muy buenas relaciones.
Tras dar a luz, Natalia propuso a su madre dejar de trabajar con niños ajenos y ocuparse de sus nietos. Ella está segura de que sus hijos son muy inteligentes y están más despiertos que otros niños de edades similares gracias al profesionalismo de su madre. Además de los aspectos positivos que conlleva el que la abuela se haga cargo de los nietos, también resulta más barato hacer el viaje de ida y vuelta cada dos semanas hasta Ucrania que pagar una niñera en París.
Hoy Natalia se ha despertado y ha visto 20 llamadas perdidas en su teléfono. Como usuaria activa de redes sociales se dio cuenta rápidamente de las noticias negativas desde su país. El presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin anunció el envío de tropas a las dos regiones en conflicto del este de Ucrania, que apenas un día antes había reconocido como naciones independientes. Esto, según el Kremlin, porque los dirigentes de la República Popular de Donetsk y de la República Popular de Luhansk, pidieron ese apoyo a Rusia. Mientras el mundo tardaba en reaccionar ante este panorama, para Natalia solo significaba una cosa: la guerra contra Rusia había comenzado. A partir de ese momento, ya no verá más a Vladimir Vladimirovitch Putin con los mismos ojos.
Al este de Ucrania, en la región del Donbass, la más industrializada del país y con gran parte de la población de origen ruso, los bombardeos son cosa común desde 2014. Ese conflicto armado es desgraciadamente y desde hace ocho años parte de la vida de los ucranianos. Volodomir Zelensky, el último presidente elegido, excomediante y estrella de la televisión, prometió, sin cumplir, poner fin a ese conflicto que enfrenta a dos pueblos con culturas muy cercanas y que ha dejado más de 140 mil muertos en ambos lados. La Rus de Kiev, que comprendía los territorios de las actuales Bielorrusia, Ucrania y Rusia Occidental, se remonta a finales del siglo IX y es reivindicada tanto por Rusia y Ucrania como Estado fundacional. Para entender la proximidad cultural de estos pueblos basta el ejemplo mismo de Natalia: con su esposo de origen moldavo y sus hijos se comunican en ruso. Con su mamá siempre en ucraniano. La identidad en esa parte del mundo va más allá del idioma, como aseguran medios de Occidente, y muchos territorios se han quedado huérfanos desde la caída da la Unión Soviética. Algunos de los nuevos países tuvieron la suerte de ser aceptados y ayudados por la Unión Europea; pero otros, como Ucrania o Moldavia, fueron hechos a un lado, quedándose en un limbo identitario.
Lo primero en que Natalia pensó tras digerir lo que pasaba en su país fue en cómo hacer para salvar de esta guerra a su hija Magdalena, de casi cuatro años, a su hijo Nikodim, de dos, y por supuesto, a su madre, quien se ocupa de ellos. Aunque Magdalena y Nikodim son franceses de nacimiento han estado gran parte de su vida en Vinnitsa, Ucrania, una ciudad en el centro del país, tres horas al sur de Kiev. Para la abuela resultaba imposible moverse hacia cualquier frontera con dos bebés en un escenario bélico.
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Dirección: la guerra
Natalia y su esposo Oganes dejaron París hace tres horas y casi llegan a Estrasburgo, la última ciudad francesa antes de encontrase con el río Rin, la vía fluvial más utilizada en Europa. Tuvieron que hacerlo en su Toyota Yaris porque desafortunadamente no hubo otra opción. Ninguna de las compañías de alquiler de coches que consultaron les otorgó el servicio.
Llegar por tierra al conflicto armado más mediatizado del momento es la única opción, ya que el espacio aéreo ucraniano ha sido cerrado desde el día uno de la invasión. Van a contracorriente de muchos de sus compatriotas y con ninguna certeza, ni siquiera de qué será lo más complicado, la entrada a Ucrania o el regreso a la Unión Europea. Pero todo eso ahora no importa, lo principal es llegar allá y regresar lo más rápido posible. Natalia tiene una sola idea en la mente y es clara: buscar a sus hijos cueste lo que cueste.
El pequeño Toyota color plata que todos los días la lleva al centro de París, parece muy frágil para el gran viaje que le espera. Además, el camino que tomarán será más largo de lo habitual porque buscan evitar recorrer en la medida de lo posible territorio ucraniano. Su itinerario los llevará por Alemania, Austria, Hungría, Rumania y finalmente, ya fuera de la Unión Europea, cruzarán la República de Moldavia, la tierra de su esposo. Al llegar a la frontera sur de Ucrania, les esperan doscientos kilómetros más para llegar a Vinnitsa, en el centro del país.
Los más de dos mil kilómetros cruzando pueblos, montañas, autopistas, ciudades y cinco fronteras pasaron desapercibidos. Solo hicieron una pausa en Viena. Trataron de descansar un par de horas dentro del coche en el estacionamiento de una gasolinería. De todas maneras, con las ansias por llegar al destino y el estrés por la situación en la que se encuentra ella misma, su esposo y su familia, no hubiera podido dormir mucho tiempo más.
En Hungría, pasaron siete horas en la aduana porque las máquinas con las que operan en la frontera son sumamente lentas y no hay suficientes. Pocas veces hay tanta gente recorriendo esos caminos. Todavía les esperaban otras siete horas para llegar a Ucrania.
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En territorio hostil
En Vinnitsa, Galina, la abuela, y los dos pequeños han estado escuchando aviones cruzando el cielo y bombas cayendo a lo lejos o las dos cosas a la vez, es imposible saber qué es exactamente. El cielo ha estado muy agitado y lo único que les queda hacer es esperar con paciencia el momento de partir.
El día de ayer pasaron algunas horas en el sótano pues escucharon explosiones cerca de la ciudad. Lo incómodo de estar bajo tierra es que ahí no hay calefacción ni un lugar confortable para esperar. Hoy deberán dormir también bajo tierra, en ese sótano donde tampoco hay colchones. A lo lejos, viniendo desde la superficie, se alcanza a escuchar el sonido de las sirenas que no han parado desde hace días indicando peligro constante de bombardeo. Aunque incómodo, el sótano en donde se encuentran es el lugar más seguro donde se puede estar en ese momento.
Tras dos días manejando, la pareja pudo entrar a Ucrania vía Moldavia. Pasaron cuatro o cinco retenes en los doscientos kilómetros que separan la ciudad fronteriza de Mogilev-Podilsky con Vinnitsa. En cada uno de los retenes revisaron los pasaportes y las maletas. Había un ambiente de tensa tranquilidad, con mucha gente colaborando y siendo solidaria. Como si se tratara de música constante en off, las sirenas que previenen bombardeos aéreos no paraban de sonar. El panorama en ese momento de la invasión rusa a Ucrania ya era desolador.
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Regreso en Paz
Al momento de llegar a su casa de Vinnitsa, las cosas que se llevarían consigo a Francia ya estaban preparadas, pero los niños dormían. No es todo lo que hubiesen querido empacar, pero la prisa por salir del lugar hizo más fácil la toma de decisiones. El plan era regresar a Francia al instante, pero aquel día llegaron cerca de la hora del toque de queda, por lo que tuvieron que pasar una larga noche dentro del territorio atacado por uno de los ejércitos más poderosos del mundo.
Mientras Natalia y su esposo Oganes viajaban hacia la guerra para salvar a su familia, los 27 países que conforman la Unión Europea anunciaron facilidades para el ingreso de los ucranianos en calidad de refugiados y con todos los derechos de los que cualquier ciudadano europeo goza.
Cinco días después de emprender el viaje de regreso, esta vez en dos coches, pues trajeron el que utilizaban en Ucrania, la familia llegó a la capital francesa. Optaron por salir de Ucrania lo más rápido posible porque cada vez era más peligroso manejar por sus caminos. Después de haber dejado Ucrania y atravesado Moldavia, entraron a la Unión Europea por Rumania. Manejar en dos coches diferentes a través de los sinuosos caminos que atraviesan la cadena montañosa de los Cárpatos en la región de Transilvania les causó miedo. Esa fue la primera y última vez que lo sintieron durante todo el tiempo que duró su travesía, digna de un cuento épico.
Nadie lo hubiera podido saber, pero Natalia y Oganes actuaron a tiempo para salvar a su familia. Cuatro días después de que llegaron a París, el aeropuerto de Vinnitsa fue destruido por misiles rusos. La tierra en donde nació cada vez se ve más sumergida en el conflicto y la destrucción. Sin embargo, otro combate acaba de comenzar para millones de ucranianos. La adaptación a una nueva realidad que se les presentó a la fuerza. Para la mamá y los hijos de Natalia es Francia. En su nueva vida. Los pequeños deberán comenzar a ir a la escuela en muy poco tiempo. Pero para la abuela Galina es diferente. Comenzando por el alfabeto y por el idioma. En Francia se siente de nuevo como un bebé, le es imposible comunicarse, leer y hasta salir por su propia cuenta.
“Es una pena que haya sido de esta manera en que el mundo haya mirado hacia Ucrania”, me comenta Natalia en el último mensaje de WhatsApp que intercambiamos para escribir este relato. “Es una desgracia que tanta gente en mi país haya sufrido y también que tanta se haya vuelto tan agresiva en tan poco tiempo; espero que aquellos que han llegado a Europa, no manchen la imagen de mi nación… la gente no debería volverse loca por lo que ve y por lo que se muestra en la televisión, en mi familia vemos las noticias y revisamos internet, sacamos nuestras propias conclusiones, es por eso que yo no estoy enojada contra los rusos, ellos no tienen la culpa de lo que los políticos hacen”.