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Una de las personas que más he querido a lo largo de mi vida fue mi abuelo. Murió cuando yo tenía nueve o diez años, pero no se fue. Era médico y su consultorio estaba en el segundo piso de su casa; un lugar misterioso, siempre en penumbra, con una persiana entrecerrada y un aroma particular que nunca supe de qué se componía, y que no he vuelto a percibir jamás.
Entré pocas veces allí, nunca estando mi abuelo presente. Lo hacía cuando nadie me veía. No buscaba nada en particular, sin embargo adentro estaba todo: un mueble extraño de color verde menta, similar a una cama —pero muy alto para serlo—, con un cilindro mullido forrado en el mismo material plástico y corrugado, que parecía una almohada —sin serlo—, era el diván donde se recostaban sus pacientes.
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Un sólido escritorio y una enorme silla, en la que me daba miedo sentarme, ocupaban casi todo el espacio. Era una poltrona amplia, de cuero negro y frío, que giraba sobre sí misma y parecía más un trono que una silla de trabajo. Su escritorio, siempre ordenado, tenía encima un protector de cuero con una gran mancha de tinta negra en una esquina; al levantar la tapa se descubría una hoja donde mi abuelo escribía las citas de cada día y algunas anotaciones, me imagino, de sus pacientes. Nunca las leí.
Detrás del escritorio se destacaba sobre la pared blanca, un diploma con letras adornadas que le conferían el título de Doctor en Medicina. El marco de madera no estaba envejecido, era genuinamente antiguo; tenía tres tonos de caoba y un reborde similar a una trenza. Me gustaba mirarlo, detallarlo, pasar el dedo por la madera pulida y tratar de leer esas letras enmarañadas de color rojo oscuro y dorado.
El pomo de la puerta era otro objeto encantador, redondo, macizo, dorado. Recuerdo el reflejo de mi nariz agrandada y deforme sobre su superficie brillante, y el placer de mirar a través del ojo de la cerradura antes de darle vuelta para abrir la puerta de madera, dividida en seis rectángulos. Nunca estaba puesta la llave, quizá se había perdido.
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Detrás de la puerta —oculto cuando esta estaba abierta—, se encontraba el cuadro que me impresionó profundamente en mi niñez: una reproducción de El doctor, de Sir Luke Fildes.
En una habitación en penumbra iluminada parcialmente por una lámpara de aceite, sobre una cama hecha con dos sillas de madera, que no son del mismo mobiliario, yace una niña rubia. Su cabeza descansa sobre una gran almohada; está arropada por una tela amarilla, que se percibe pesada y áspera, una cobija improvisada, al igual que la cama.
Al fondo, entre las sombras, se ve borrosa y de pie la figura de quien podría ser el padre. A la derecha de la escena se insinúan los muebles de una sala o un comedor y al frente sobre una mesita cerca de la cabecera, se ve un aguamanil. La niña parece dormida o está desmayada; los rizos revueltos, una mano sobre el pecho, la otra extendida, lánguida.
Lo más bello del cuadro es, sin duda, la escena que se ve a la izquierda, detallada gracias a la luz de la lámpara: el doctor victoriano, de facciones hermosas, reflejando una dignidad increíble, mira a la niña. Está sentado a su lado. La barbilla se apoya en su mano izquierda que, a su vez, toma la barba canosa; en su dedo alcanza a verse el anillo de graduación. Está elegantemente vestido: camisa con cuello de pajarita, traje, chaleco y corbatín de color café. Su expresión no nos dice nada o quizá lo dice todo. ¿Estará esperando la reacción de la pequeña tras haberle administrado unas gotitas del contenido del frasco de vidrio que reposa sobre la mesa a su lado, junto a la taza del café que acaba de tomar?
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Cuando observaba el cuadro, siendo pequeña, pensaba que la expresión del doctor era de desconsuelo, de no saber qué más hacer. En su mirada hay tristeza, debe estar preguntándose muchas cosas: ¿qué omitió, qué hizo mal? ¿Está buscando, quizás, las palabras para enfrentar al padre que lo mira en silencio? Siempre pensé que la niña estaría apunto de morir. Tal vez ya ha muerto en esta escena y el doctor se rinde ante la impotencia.
Es un cuadro hermoso que me sacudió. Me enseñó a admirar el arte de manera desprevenida y natural. Amo las pinturas realistas, la perfección de las pieles, el brillo de las miradas, las texturas, el movimiento de las telas, la armonía de las formas. No sé qué pasó con este cuadro con el paso del tiempo; hubiera querido conservarlo para mí, pero claramente no habría sabido dónde ponerlo. Era enorme, además, o yo era muy pequeña y las proporciones eran otras.
La frase “Curar a veces, aliviar a menudo, consolar siempre” es un aforismo antiguo respecto a la actuación del médico y de la enfermera, que encierra una verdad irrebatible que se extiende, en mi caso, al recuerdo entrañable de mi abuelo y a mi relación poco profunda con el arte. La imagen de quien me quiso sin ninguna condición, su abrazo protector, los consejos que aún resuenan en mis oídos, sus chistes, su risa, o extasiarme con los colores de un atardecer maravilloso o el brillo de una mirada que conmueve, me han curado a veces, me han aliviado a menudo y me han consolado siempre.
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