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El lituano-polaco Czeslaw Milosz es uno de los nobeles de literatura menos conocido pero no por eso con una obra menos trascendente. Me acerqué a su poesía y a su novela más reconocida por recomendación de mi profesor de literatura en la Universidad de la Sabana, Bogdan Piotrowski. Él, de origen polaco, se quedó en Colombia por amor a una colombiana y a la literatura latinoamericana y desde aquí tradujo al español a escritores de la antigua cortina de hierro.
En el caso de Milosz empezó a hacerlo el 14 de agosto de 2014, día en que murió. “Cuando me enteré de su muerte, inmediatamente pensé que tenía que volver a acercar al lector hispano a este excepcional poeta polaco, norteamericano y, finalmente, universal. Pero ¿cómo escribir, en unas pocas páginas, sobre Milosz si sólo una nota biográfica fácilmente daría para una cautivante y ágil novela llena de acontecimientos inimaginables? No hay ninguna exageración en afirmar que con su muerte se cierra la historia de la literatura del siglo XX”.
En segundo lugar quien me habló de Milosz con una emoción similar fue el exsenador y exalcalde de Bogotá Antanas Mockus. Cuando fue candidato a la Presidencia de la República lo entrevisté para un perfil que se publicó en El Espectador y para desconectarse de la barahúnda de la plaza pública, luego de una gira por la costa Atlántica que lo dejó casi sin voz, me mostró en su casa del Bosque Izquierdo que el mejor antídoto era tirarse en el sofá y volver a la serenidad religiosa de los versos de Milosz, el Nobel de Literatura 1980, creador de un Estado apolítico y sin fronteras obra de poetas que sólo quieren ser regidos por las ideas y las palabras. Y me leyó: “Sin entender de dónde vienen los años de éxtasis y a la vez de penas, / Aceptando mi destino y suplicando el otro, / No me consentía, apretaba mis labios. / Me siento orgulloso de una sola, por mí conocida, /virtud: / Azotarme con una disciplina de varios brazos”.
Piotrowski, doctor en Ciencias Humanas por la Universidad de Varsovia y actual decano de la Facultad de Filosofía y Ciencias Humanas de la Universidad de La Sabana, dice: “Jamás olvidaré mi primer contacto con la poesía de Milosz. Aún recuerdo la fascinación que me invadió al conocer sus poemas. En los años setenta, su creación fue censurada por el gobierno comunista de Polonia y sus libros, publicados por la oposición o en el exterior, circulaban clandestinamente de mano en mano. Al ser sorprendidos, nosotros, los estudiantes universitarios, pudimos haber sido hasta expulsados de nuestra alma mater, la medieval Universidad Jagellona de Cracovia. Recuerdo que un amigo, estudiante de la filología polaca, me prestó por una noche un volumen de la poesía de Milosz. Lo leí extasiado durante toda la noche. Como no era posible fotocopiar, copié a mano varios de sus poemas. ¡Más de veinte! Nunca antes lo había hecho con ninguna poesía, pero esta vez quería conservar algunos de sus versos. No admitía privarme de su conservación. Quería tenerlos a mano, siempre cerca”.
¿Por qué Milosz?, le pregunté a Mockus y el me respondió que no sólo porque nació en Lituania, como él, -aunque su obra la escribió en polaco y se universalizó en inglés-, no sólo porque se salvó de las dos guerras mundiales, de la Revolución Bolchevique y del régimen stalinista del que era un ex diplomático arrepentido, sino porque su obra lo acompañó en un momento definitivo de su vida. La trágica muerte de su padre, Alfonsas Mockus, le generó una profunda crisis existencial. Antanas o ‘Antonio’, como le decían los allegados, tenía apenas 14 años y su papá, de 44, era su ejemplo y guía. “Me afectó mucho, tanto que cambié de perspectiva y me refugié en la literatura por él y en el arte por mi madre escultora”.
Piotrowski tampoco olvida octubre de 1980. Estaba haciendo un posgrado en Bogotá, en el Instituto Caro y Cuervo. “Ya era de noche y me llamó por teléfono Ángel, un colega chileno, y me preguntó si ya conocía la gran noticia de que un poeta polaco había ganado el Premio Nobel. Por mi mente desfilaron varios apellidos de los poetas polacos candidatizados a este galardón –Tadeusz Rózewicz, Zbigniew Herbert, Wislawa Szymborska (quien también lo recibió dieciséis años después)–, pero no creí –lo reconozco– que un poeta condenado al ostracismo, exiliado en los Estados Unidos, profesor de la Universidad de Berkeley, se llevara esta valiosa presea. Es comprensible mi gran euforia cuando supe que era Milosz quien había ganado el Nobel”.
A Mockus lo conecta con sus raíces lituanas como si fuera el pequeño Tomás en El valle del Issa y recorriera los lagos y bosques bálticos del añorado Gran Ducado de Lituania, el país más grande de Europa en el siglo XV, ahora uno de los más pequeños –del tamaño de Cundinamarca- aunque por fin libre de yugos. Fábulas, tragedias, ángeles y demonios. Así es la esa novela, así es la vida. Para el tantas veces irreverente Mockus es casi un cómplice: “Lamento mis necedades/ entonces y más tarde y ahora, / por lo cual mucho/ me gustaría ser perdonado”.
¿Y qué resulta de traducirlo al español? Piotrowski, también traductor de la obra poética del papa polaco Juan Pablo II, cuenta que en el caso de Milosz un punto de referencia que le dio claridad fue el norteamericano, pues en universidades como Berkeley lo reconocían y admiraban como su poeta más grande de la época contemporánea. “Su Tratado poético es reconocido en los Estados Unidos como el libro de poesía más importante del siglo XX al lado de La tierra asolada de Eliot. Esta circunstancia de que la traducción de un texto elaborado en otra lengua se vuelva un modelo clásico es realmente excepcional y sólo ocurre con las obras de alcance universal. Cuando Milosz decidió establecerse definitivamente en Cracovia, muchos poetas norteamericanos venían a los coloquios poéticos que se organizaban periódicamente en Cracovia para poder departir y conversar con su gran maestro”.
En Berkeley escribió el poema “Cuántas magníficas intenciones”. Esta es la traducción de Piotrowski:
Cuántas magníficas intenciones, cuántos juegos y manejos,
Cuando, mis amigos, eran nuestros patrones
Las nubes, monumentos de la selvática gloria,
Y encima de la estrecha calle de San Juan los ángeles-águilas.
Tuvieron que perder y no lo supieron.
Tuvieron que perder y yo lo supe,
Sin reconocer ante ustedes, ni ante de mi, las vanas iniciaciones.
Y ahora todo está hecho. El viento juega con las sombras de los nombres,
Hasta que después de la dinastía llegue
El silencio nevoso.
Quien sabía pensar escogía doctrinas
En que lucía, centelleando, la carcoma diabólica.
Quien tenía corazón se dejaba seducir por el amor al hombre.
Quien quería la belleza esculpía otra piedra en la piedra.
Así paga nuestro siglo a quienes confiaron
En su desesperación y su esperanza.
¿Y qué significaba ganar? Callarse en la mitad de la palabra.
Oír el grito, el homenaje al engaño, porque la verdad desapareció.
Fingir la hermandad, evitando las tumbas.
Y, contándose a sí mismo entre los elegidos,
Sentir con todo el cuerpo
La vergüenza.
Otro ejemplo es el poema “El pobre cristiano mira el gueto”, inspirado en el drama de la insurrección de los judíos de Varsovia en contra de sus verdugos hitlerianos:
Las abejas construyen alrededor del hígado rojo,
Las hormigas construyen alrededor del hueso negro,
Comienza el desgarramiento, el pisoteo de las sedas,
Comienza el rompimiento de vidrio, de madera, de cobre, de níquel, de plata, de espumas,
De yeso, de lata, de cuerdas, de trompetas, de hojas, de bolas, de cristales–
¡Chas! El fuego de fósforo de paredes amarillas
Absorbe el cabello humano y la piel animal.
Las abejas construyen alrededor del pulmón,
Las hormigas construyen alrededor del hueso blanco,
Se rompe papel, caucho, tela, cuero, lino,
Tejidos, materias, celulosa, pelo, escama de serpiente, alambres,
En el fuego se cae el techo, la pared y la quemazón abraza el fundamento.
Ya sólo queda la tierra
Arenosa, pisoteada, con un árbol sin hojas.
A mí me encanta “La cuenta”, en versión de Piotrowski:
La historia de mi estupidez llenaría muchos volúmenes.
Unos serían consagrados a la acción en contra de la conciencia,
Como el vuelo de la mariposa nocturna que, aunque supiera,
De todas maneras tendría que volar a la llama de la vela.
Otros tratarían sobre el modo de calmar la angustia,
El susurro que avisa pero que no es escuchado.
Aparte trataría la satisfacción y el orgullo,
Cuando yo era ese al que parece,
Y que pisa victoriosamente y no sospecha.
Y todo tendría como objeto el deseo
Si fuera el mío propio. Pero no. Lamentablemente.
Lo perseguía porque quería hacer iguales a los demás.
Sentí miedo ante lo salvaje y lo lujurioso que hay en mí.
Ya no escribiré la historia de mi estupidez
Porque ya es demasiado tarde y difícil descubrir la verdad.