Homenaje: Yo soy la voz que habla para adentro
El filósofo Daniel Dannett, quien afirmó que la conciencia, nuestra conciencia, es una ilusión, murió este 19 de abril. Aquí un homenaje con mucha magia.
Sebastian Giraldo Medina, especial para El Espectador
Ahora recuerdo el programa de televisión de Val Valentino, que se llamaba “Grandes secretos de magia por fin revelados”. ¿A alguien le suena? Era el mago de traje negro y oscura máscara veteada de líneas blancas. El programa estaba dedicado a romper el hechizo, a destruir las ilusiones, a mostrar el truco debajo de la manga y el agujero al fondo del sombrero. Las imágenes eran típicas: una mujer que es partida en dos por un serrucho, un mago que levita unos cuantos metros del suelo, un escapista encadenado de pies a cabeza y sumergido en un tanque de agua, objetos que levitan entre las manos del prestidigitador.
Al final de cada acto de magia comprendíamos que los pies de la asistente partida en dos eran falsos, sabíamos que detrás del mago había un brazo mecánico que lo elevaba del suelo, descubríamos que al fondo del tanque había una llave escondida que abre los candados que atan al mago, y vislumbrábamos que los objetos que levitaban estaban atados a hilos diminutos que salían de los guantes del ilusionista.
Recuerdo ese programa porque ha muerto el filósofo Daniel Dennett. No hubo un pensador que hubiera dedicado más su trabajo a desmontar ilusiones. En el caso particular de Daniel Dennett, la ilusión más grande a diluir en el ácido corrosivo de la filosofía cientificista era la conciencia. Todos, la mayor parte de mortales supersticiosos que poblamos la tierra, pensamos que la conciencia, nuestra conciencia, es una voz que habla para dentro. Los más visuales experimentan la conciencia como una cinta de video que se reproduce incesantemente cuando estamos despiertos. Por la misma razón, nos cuesta creer que los deseos, las creencias, las sensaciones y los pensamientos son una tormenta eléctrica generada por la actividad de millones de neuronas que resuenan como cigarras que entonan distintos coros dentro de un domo óseo.
Siempre que operaba a algún paciente, el neurocirujano Henry Marsh decía: “La idea de que mi aspirador [el aspirador ultrasónico que usan los cirujanos para remover tumores cerebrales] avance a través del pensamiento en sí, de la emoción y la razón, de que los recuerdos, los sueños y las reflexiones puedan formar parte de esa gelatina, resulta demasiado extraña para comprenderla”.
Si abrimos el cráneo de alguien como lo haría un neurocirujano, es probable que veamos algo parecido a un pudín o un flan desagradable. En pocas palabras, en lugar de observar la conciencia del pobre que acaba de ser trepanado, encontramos materia insulsa.
Dennett, a contra corriente de una larga tradición filosófica iniciada con Platón y fortalecida con Descartes, afirmó que la conciencia es eso, esa gelatina. Para ser más precisos, la conciencia es la actividad eléctrica que genera esa materia. A la manera de un desilusionado mago Val Valentino de la filosofía de la mente, Dennett descorrió los velos que ocultan el truco y nos mostró que la conciencia es la dama que oculta sus verdaderas piernas en un compartimiento secreto, el brazo mecánico que eleva al mago, la llave al fondo del tanque, los hilos invisibles que salen de la manga del ilusionista.
Quizá lo que más me impresiona de la filosofía de Daniel Dennett es el elegante razonamiento que usó para llegar a esa conclusión elemental. Si nos atenemos a la filosofía de la mente de René Descartes –que fue la filosofía dominante durante siglos–, la mente se puede representar como la sala de un cine en la que hay un solo espectador. La película es proyectada en la pantalla, y el espectador ve cómo pasan proyectados sus recuerdos, sensaciones, deseos, creencias, pensamientos, miedos y reflexiones. Nuestra conciencia es el espectador que ve una película en la sala vacía de un cine. Dennett mostró la inconsistencia de esa analogía. Si nuestra conciencia es un espectador en una sala de cine que ve una película, en la mente de ese espectador debe haber otra sala de cine con otro observador solitario; y en la mente de ese observador solitario habría otro teatro con un asistente en soledad; y en la mente de ese asistente… y así hasta el infinito.
La solución de Daniel Dennett consistió en afirmar que, en lugar de una película visualizada por un solo espectador, la conciencia era un cúmulo de pequeños trabajadores que realizan tareas, y a su vez otros pequeños trabajadores que realizan sub-tareas que les han delegado, y a su vez otros pequeños homúnculos que realizan sub-sub-tareas, hasta llegar un nivel de simplicidad tal, que las tareas son hechas mecánicamente. Detrás del telón del show de magia hay millones de operadores, asistentes de camerino, maquilladores, ingenieros, técnicos y utileros que contribuyen mecánicamente (sin pensar) a la ilusión del mago Val Valentino.
Como último acto de magia –pues qué es más mágico que ver palabras en lugar de manchas negras en la pantalla de un computador–, me gustaría mencionar una faceta que se ha destacado poco de Daniel Dennett. Su faceta de escritor de ciencia ficción.
En un libro maravilloso titulado El ojo de la mente, Dennett y Douglas Hofstadter hacen una compilación de cuentos de ciencia ficción relacionados con el problema de la conciencia. Daniel Dennett incluyó un cuento propio en esa compilación, que se titula “¿Dónde estoy?”. El argumento es que Dennett, que es el protagonista del relato, debe escindir su mente de su cuerpo usando diferentes herramientas tecnológicas. El resultado es desternillante. A lo largo de la historia no sabemos en dónde ha quedado la conciencia del filósofo.
Espero que, en caso de que Dennett estuviera equivocado y la mente sea algo más que un cúmulo de homúnculos descerebrados haciendo tareas, la conciencia del filósofo esté en un lugar feliz.
Ahora recuerdo el programa de televisión de Val Valentino, que se llamaba “Grandes secretos de magia por fin revelados”. ¿A alguien le suena? Era el mago de traje negro y oscura máscara veteada de líneas blancas. El programa estaba dedicado a romper el hechizo, a destruir las ilusiones, a mostrar el truco debajo de la manga y el agujero al fondo del sombrero. Las imágenes eran típicas: una mujer que es partida en dos por un serrucho, un mago que levita unos cuantos metros del suelo, un escapista encadenado de pies a cabeza y sumergido en un tanque de agua, objetos que levitan entre las manos del prestidigitador.
Al final de cada acto de magia comprendíamos que los pies de la asistente partida en dos eran falsos, sabíamos que detrás del mago había un brazo mecánico que lo elevaba del suelo, descubríamos que al fondo del tanque había una llave escondida que abre los candados que atan al mago, y vislumbrábamos que los objetos que levitaban estaban atados a hilos diminutos que salían de los guantes del ilusionista.
Recuerdo ese programa porque ha muerto el filósofo Daniel Dennett. No hubo un pensador que hubiera dedicado más su trabajo a desmontar ilusiones. En el caso particular de Daniel Dennett, la ilusión más grande a diluir en el ácido corrosivo de la filosofía cientificista era la conciencia. Todos, la mayor parte de mortales supersticiosos que poblamos la tierra, pensamos que la conciencia, nuestra conciencia, es una voz que habla para dentro. Los más visuales experimentan la conciencia como una cinta de video que se reproduce incesantemente cuando estamos despiertos. Por la misma razón, nos cuesta creer que los deseos, las creencias, las sensaciones y los pensamientos son una tormenta eléctrica generada por la actividad de millones de neuronas que resuenan como cigarras que entonan distintos coros dentro de un domo óseo.
Siempre que operaba a algún paciente, el neurocirujano Henry Marsh decía: “La idea de que mi aspirador [el aspirador ultrasónico que usan los cirujanos para remover tumores cerebrales] avance a través del pensamiento en sí, de la emoción y la razón, de que los recuerdos, los sueños y las reflexiones puedan formar parte de esa gelatina, resulta demasiado extraña para comprenderla”.
Si abrimos el cráneo de alguien como lo haría un neurocirujano, es probable que veamos algo parecido a un pudín o un flan desagradable. En pocas palabras, en lugar de observar la conciencia del pobre que acaba de ser trepanado, encontramos materia insulsa.
Dennett, a contra corriente de una larga tradición filosófica iniciada con Platón y fortalecida con Descartes, afirmó que la conciencia es eso, esa gelatina. Para ser más precisos, la conciencia es la actividad eléctrica que genera esa materia. A la manera de un desilusionado mago Val Valentino de la filosofía de la mente, Dennett descorrió los velos que ocultan el truco y nos mostró que la conciencia es la dama que oculta sus verdaderas piernas en un compartimiento secreto, el brazo mecánico que eleva al mago, la llave al fondo del tanque, los hilos invisibles que salen de la manga del ilusionista.
Quizá lo que más me impresiona de la filosofía de Daniel Dennett es el elegante razonamiento que usó para llegar a esa conclusión elemental. Si nos atenemos a la filosofía de la mente de René Descartes –que fue la filosofía dominante durante siglos–, la mente se puede representar como la sala de un cine en la que hay un solo espectador. La película es proyectada en la pantalla, y el espectador ve cómo pasan proyectados sus recuerdos, sensaciones, deseos, creencias, pensamientos, miedos y reflexiones. Nuestra conciencia es el espectador que ve una película en la sala vacía de un cine. Dennett mostró la inconsistencia de esa analogía. Si nuestra conciencia es un espectador en una sala de cine que ve una película, en la mente de ese espectador debe haber otra sala de cine con otro observador solitario; y en la mente de ese observador solitario habría otro teatro con un asistente en soledad; y en la mente de ese asistente… y así hasta el infinito.
La solución de Daniel Dennett consistió en afirmar que, en lugar de una película visualizada por un solo espectador, la conciencia era un cúmulo de pequeños trabajadores que realizan tareas, y a su vez otros pequeños trabajadores que realizan sub-tareas que les han delegado, y a su vez otros pequeños homúnculos que realizan sub-sub-tareas, hasta llegar un nivel de simplicidad tal, que las tareas son hechas mecánicamente. Detrás del telón del show de magia hay millones de operadores, asistentes de camerino, maquilladores, ingenieros, técnicos y utileros que contribuyen mecánicamente (sin pensar) a la ilusión del mago Val Valentino.
Como último acto de magia –pues qué es más mágico que ver palabras en lugar de manchas negras en la pantalla de un computador–, me gustaría mencionar una faceta que se ha destacado poco de Daniel Dennett. Su faceta de escritor de ciencia ficción.
En un libro maravilloso titulado El ojo de la mente, Dennett y Douglas Hofstadter hacen una compilación de cuentos de ciencia ficción relacionados con el problema de la conciencia. Daniel Dennett incluyó un cuento propio en esa compilación, que se titula “¿Dónde estoy?”. El argumento es que Dennett, que es el protagonista del relato, debe escindir su mente de su cuerpo usando diferentes herramientas tecnológicas. El resultado es desternillante. A lo largo de la historia no sabemos en dónde ha quedado la conciencia del filósofo.
Espero que, en caso de que Dennett estuviera equivocado y la mente sea algo más que un cúmulo de homúnculos descerebrados haciendo tareas, la conciencia del filósofo esté en un lugar feliz.