Dante Alighieri: “Los poetas son elegidos por Dios”
Un día como hoy, hace 700 años, murió en Rávena (Italia) Dante Alighieri, precursor de la lengua italiana, autor de “La divina comedia”, uno de los libros esenciales de la literatura universal.
Fernando Araújo Vélez
Estaban sus ideas, que por supuesto, debieron ir cambiando en la medida en que pasaban los días, al ritmo lento de aquellos días del siglo XIII, y estaban las hojas en papeles gruesos de pergamino en las que él iba anotando lo que editaba en la mente de lo que se le ocurría, de lo que veía o leía. Estaban el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Estaba él, Dante Alighieri, tan atormentado como esperanzado, tan decepcionado por el amor como ilusionado con él, por él, y estaba Beatriz, tan real como ficticia, tan cruda como platónica, tan dolorosa como soñada, un ideal de niña-adolescente-mujer que representaba el amor para Dante: “Un amor ardiente que mueve al sol y las demás estrellas”, a quien él conoció a los nueve años como Beatriz Portinari, luego volvió a verla nueve años más tarde y nunca más.
Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.
Estaban sus ideas, que por supuesto, debieron ir cambiando en la medida en que pasaban los días, al ritmo lento de aquellos días del siglo XIII, y estaban las hojas en papeles gruesos de pergamino en las que él iba anotando lo que editaba en la mente de lo que se le ocurría, de lo que veía o leía. Estaban el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Estaba él, Dante Alighieri, tan atormentado como esperanzado, tan decepcionado por el amor como ilusionado con él, por él, y estaba Beatriz, tan real como ficticia, tan cruda como platónica, tan dolorosa como soñada, un ideal de niña-adolescente-mujer que representaba el amor para Dante: “Un amor ardiente que mueve al sol y las demás estrellas”, a quien él conoció a los nueve años como Beatriz Portinari, luego volvió a verla nueve años más tarde y nunca más.
Estaban el exilio, la amargura, la crueldad y el deseo de comprender, y estaban las preguntas, que por fortuna, jamás tuvieron ni tendrían respuesta. Estaban las letras y las palabras de una lengua que apenas comenzaba a crearse, o a afianzarse, y estaban los miles de miles de conceptos que flotaban más allá de las palabras, y que por ello aún no tenían palabras que los definiera. Estaban las plumas de ganso, de cisne o de cuervo, con las que aquellos pocos que sabían escribir plasmaban sus pensamientos y los hechos siempre sin confirmar de un tiempo en el que una hoja escrita, una sola hoja, era un acontecimiento, e incluso un milagro a los ojos de los pobladores de un mundo en el que más que certezas había fe, y más que fe, analfabetos a quienes no les es quedaba una salida distinta en la vida que creer.
Estaban las fortalezas de piedra, los castillos de los señores, las murallas, los fosos, las guerras de todos contra todos y año tras año, y estaban los caminos de polvo y la convicción de que todos los senderos llevaban a un destino que siempre era justo. Estaba la mujer, única, idealizada, un camino a Dios y hacia la sabiduría, la espiritualización de la vida, representada por Beatriz, y estaba el hombre amante de las batallas, de sus ancestros, de lo pasado, la historia y las ciudades, a los que defendía como si fueran Dios o más aún, pues, a fin de cuentas, el hombre era su ciudad y su ayer. Estaban los valores de lealtad, bondad, entrega, fe, honor y dignidad, y estaban los conspiradores, los amantes del vicio y del poder, del dinero fácil, cuyo centro y razón de ser era el florín, al que Dante representó como el lobo, símbolo supremo de la codicia.
Estaban Florencia y la Toscana, los territorios en los que Dante creció, se paseó, aprendió, amó y odió, “el telón de fondo que después será predominante en La divina comedia, dominada también por el recuerdo que Dante tiene de su ciudad y de las luchas en su ciudad, en su región, en toda la Toscana”, como aclaró Massimo Cacciari en su libro Dante y la divina comedia, y estaban el campo y el recorrido de ese campo y las ilusiones por un mundo mejor, un paraíso con el que Dante soñó y al que quiso volver años más tarde, cuando sufrió por el exilio al que lo habían condenado, acusado de traición y de cargos que nadie pudo comprobar, que más que exilio era estar condenado a morir en vida. Estaban Venecia, Milán, Nápoles, Roma, Génova y Turín, ciudades que eran en sí reinos y que él fue conociendo por las voces de las voces.
Estaba Guido Cavalcanti, uno de los mejores amigos de Dante, quizás el más cercano, a quien admiraba, un hombre herético, condenado por la Iglesia, como terminó siéndolo él. Estaban las prohibiciones y los libros prohibidos, como los suyos, que acabaron por salir de las listas negras de la Iglesia hacia el año 1800, y estaban los excomulgados, los perseguidos, que promulgaban la duda y la ubicaban por encima de todas las creencias e, incluso, de todos los saberes. Estaba el lenguaje para que Alighieri escribiera cosas como “no menos que el saber me place el dudar”, y estaba su voz para repetir lo que había plasmado en una hoja, y estaban sus discípulos y sus amigos para multiplicar sus conceptos, y también sus enemigos, que censurándolos lograban todo lo contrario de lo que pretendían.
Estaba Dios, estaban el cristianismo y sus valores, y estaban los poetas, que para Dante eran elegidos por Dios, pues solo los poetas podían darles sentido a los misterios divinos a través del único lenguaje para acercarse a la Biblia, que era la poesía, su divinidad y su misterio. Estaban los versos de Dante, por supuesto, dictados desde la convicción de que eran mensajes que enviaba Dios, “un Dios que entusiasma, que entra en el poeta”, como escribió Cacciari, que hace que el poeta esté seguro de que “es el amor el que dicta y yo el que digo”. Estaban los detractores de la poesía y los defensores de la ciencia y la filosofía, y más que nada, estaban todos aquellos que consideraban que la humanidad solo se podría salvar por medio del poder político, los edictos y las decisiones gubernamentales.
Estaba la idealización, punto sagrado de las relaciones humanas y del deber ser, y por lo tanto, estaba la idealización del amor, que comenzó a ser ese amor que se fue construyendo muy lentamente hasta este siglo XXI, un amor que todo lo daba a cambio de nada, un amor casi imposible en el que no importaban la presencia del otro ni lo físico ni las conveniencias del día a día o los intereses mundanos, y que se iba formando a fuerza de voluntad. Estaban el usted, la salvación del usted, el vivir por y para el usted, y el sacrificio del yo. Estaban la fe y la espiritualización encarnadas en Beatriz, que de alguna manera y según miles de estudiosos de La divina comedia, como la llamó Boccaccio, fueron los ideales a los que aspiraba Dante, y el símbolo que puso Dios en su camino para que llegara a él.
Estaban los santos, el ejemplo que transmitían, su palabra, y estaban los doctos de la Iglesia, que para Dante eran lobos que se devoraban entre sí y vendían la doctrina de Cristo. Estaban los pobres de la tierra, Francisco de Asís, por ejemplo, y su prédica y sus actos, y estaban los que solo decían, y diciendo, mentían y engañaban con el propósito de volverse ricos y acumular poder. Estaban las contradicciones de la Iglesia, de la gran iglesia, a la que Dante criticaba. Estaba De monarchia, obra prácticamente contemporánea a la redacción del Paraíso, es la gran obra política donde Dante condena del modo más áspero al poder temporal de la Iglesia, como escribió Cacciari, y estaba Alighieri, convencido de que los representantes de Dios en la tierra debían ser pobres, volver a la pobreza, para poder concentrarse en lo esencial.
Estaba y estuvo La comedia, que era comedia porque vislumbraba un final positivo, una esperanza, una toma de consciencia, una expiación de culpas y una posterior salvación, en contraposición con la eterna tragedia, que terminaba siempre en desgracia. Estaba Virgilio recorriendo con Dante el Infierno y el Purgatorio, y estaban los nueve círculos de Dite, la ciudad infernal, con sus condenas y suplicios, y con los lujuriosos, golosos, avaros, herejes, iracundos y perezosos, y los cobardes que Dante eligió, plasmó y acompañó en su obra. Estaba Lucifer en el noveno círculo, al final, mordiendo y masticando con sus tres bocas a los más abyectos traidores de la historia: Judas, Bruto y Casio, y estaban los falsos consejeros, con Ulises mezclado entre diez papas traicioneros encabezando la lista.
Estaba, en fin, lo esencial, que era lo humano, y estaba escrito en la lengua de todos para que todos tuvieran acceso a lo divino, como ocurrió setecientos y tantos años atrás, y luego, y hoy y mañana.