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David Manzur: 70 años de trayectoria artística

La obra de David Manzur recorre el amplio espectro de sus intereses visuales, desde bodegones con instrumentos musicales y retratos de personajes anónimos, pasando por sensuales desnudos masculinos y femeninos.

Eduardo Márceles Daconte
09 de julio de 2023 - 02:00 p. m.
Pintor Colombiano
Pintor Colombiano
Foto: El Espectador - Gustavo Torrijos Zuluaga

El pasado jueves 15 de junio se lanzó, en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, el monumental libro David Manzur, que traza la trayectoria de este reconocido maestro para celebrar sus 70 años de vida artística. El autor de los textos que analizan su valiosa contribución a nuestro patrimonio artístico es Eugenio Viola, curador del MAMBO, en lujosa edición de la casa italiana Skira Editores. La obra de este legendario artista colombiano, nacido el 14 de diciembre de 1929 en Neira (Caldas), siempre sorprende por la sobriedad emocional de sus dibujos y la intensidad dramática de sus pinturas que, según Viola, conservan el espíritu neorrenancentista que ha caracterizado su pintura. Sus llamados estudios, dibujos independientes a lápiz, se constituyen en emblemáticos estados de ánimo de sus modelos. En ellos se patentiza de manera precisa la pesadumbre, el desconsuelo, el cansancio o la ansiedad de sus personajes, así como el grito sordo de una víctima o su metamorfosis en pájaro, que recuerda el admirado Jardín de las delicias, del artista flamenco Jerónimo Bosch.

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Es en sus pinturas, sin embargo, donde alcanza la maestría de sus enunciados plásticos. Manzur se ha mantenido fiel a ciertos elementos simbólicos que proyectan la contundencia vital que se propone, recordando su Obra negra, en esos toros que representan los agónicos momentos de una faena taurina. Son masas de tonalidades oscuras y texturas nervudas en un ámbito opresivo que dan cuenta de su rechazo a la crueldad de las corridas, aunque evitando la socorrida connotación trágica de la sangre sobre la arena. A diferencia de otros artistas que han abordado la tauromaquia, no se trata de la fiesta brava, sino de un espectro de pesadilla que remite a un nocturno poético de aciagas evocaciones, como las que hemos vivido en Colombia en más de medio siglo de conflicto armado de baja intensidad.

Uno de sus méritos artísticos es la magistral representación de sus caballos, los cuales tienen el sello inconfundible de Manzur. Son ejemplares vivaces que protagonizan escenas renacentistas, destacándose en ellos su nacarada pelambre y los atuendos de los jinetes a la usanza de la comedia del arte que, en ocasiones, explora el collage con tiras de lienzo que imprimen volumen a sus colores en composiciones geométricas que aluden a anónimos caballeros o damas donde enfatiza el rojo alizarina de su dignidad aristocrática.

También utiliza esta técnica en Las cuatro estaciones, su homenaje a la conocida obra del célebre compositor Antonio Vivaldi, en la que se observan, además de las partituras reales encoladas sobre el lienzo, el laúd o mandolina, un leitmotiv en su producción artística como símbolo de la música. En esas pinturas de grandes formatos es fácil advertir los cambios cromáticos que se suceden durante el año. La luz del verano se fragmenta con un sol de ocres rojizos que ilumina esta cálida época y, como en las otras estaciones, un paisaje de horizontes difusos complementa su investigación sobre el tema.

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La obra de David Manzur recorre el amplio espectro de sus intereses visuales, desde bodegones con instrumentos musicales y retratos de personajes anónimos, pasando por sensuales desnudos masculinos y femeninos, hasta llegar a escenas de connotaciones mitológicas o religiosas. Además de la pintura y el dibujo, ha trabajado el mural, el vitral, las artes gráficas y el constructivismo de tejidos con hilos multicolores. Su obra está sustentada por un dibujo preciosista de elocuentes claroscuros en la tradición clásica, de manera especial de los artistas holandeses, destellos de un Vermeer o un Rembrandt resplandecen en pinturas que aluden a sueños fantásticos de una imaginación que también es evocadora de los españoles Zurbarán y Sánchez Cotán.

Su experiencia juvenil en Guinea Ecuatorial (África), donde vivió hasta los 17 años, y su paso por un colegio regentado por religiosos en España, dejaron un sello permanente en sus preferencias visuales. Las imágenes torturadas de san Sebastián, por ejemplo, recrean los crueles castigos y leyendas de mártires cristianos que asimiló en su clase de historia sagrada, como son también las visiones de intenso placer que experimenta el éxtasis de Santa Teresa. Las referencias a la lucha de san Jorge y el Dragón o las imágenes de juicios sumarios con curas inquisitoriales aluden a un pasado que dejó profundas huellas en su sensibilidad artística. Lejos de la estridencia tropical, Manzur utiliza una gama controlada de colores sobrios en la que la luz asume un papel protagónico que recuerda el efecto dramático que imprimía Caravaggio a sus pinturas.

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Desde 1953, cuando hizo su primera exposición en el Museo Nacional de Colombia en Bogotá, a los 24 años de edad, su trabajo se ha caracterizado por la perfección de sus imágenes, de un realismo que definen mejor sus majestuosos caballos, símbolos de fuerza y elegancia, que suelen ubicarse como foco central de sus composiciones. Son jinetes y guerreros que se enfrentan enemigos ocultos, o un Quijote que combate molinos fantásticos y gigantes legendarios. En ellos, en lugar de violencia se manifiesta el aliento poético de una serenata con mandolina y conjuntos de música esotérica en el contexto de una arquitectura imaginaria de plazas urbanas o espacios interiores que pueden interpretarse también como una escenografía para el drama que representan. En algunas de sus pinturas, Manzur utiliza el recurso del collage o el trompe l’oeil para engañar el ojo con moscas que, a punto de emprender el vuelo, parecen caminar sobre la superficie del lienzo.

Una fase menos conocida de Manzur es su vocación pacifista. Fue miembro de una comisión de paz durante los diálogos con la guerrilla de las FARC en San Vicente del Caguán. Es un convencido de la necesidad de negociar el fin del conflicto armado, que ha significado para el país millones de víctimas entre actores armados y población civil. De ahí que, de cierta manera, una de sus series más conocidas como es el martirio de San Sebastián sea una metáfora de los sufrimientos y torturas que ha sufrido Colombia durante más de cinco décadas. De hecho, después de terminar quizás una de sus últimas pinturas sobre este tema, decidió ablandar la rigurosa precisión de su pincelada para incursionar en una pintura más espontánea y emotiva que se traduce en esas imágenes que conservan la lucidez de sus presupuestos figurativos, pero dentro de parámetros más expresionistas.

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No obstante, es preciso recordar que no siempre fue así. En la década del 50 al 60, en pleno furor de la abstracción, sucumbió a sus cantos de sirena y se integró a un grupo de artistas colombianos e internacionales que por aquella época exploraban sus matices conceptuales. Más tarde pasó por una etapa constructivista que dejó un legado importante en su trayectoria artística. Su vocación experimentalista se ha manifestado con mayor intensidad en un recurso que caracteriza la posmodernidad, el cual se nutre de los temas recurrentes de la historia del arte como fuente de inspiración. Es como dar continuidad a los intereses que motivaron a aquellos artistas en sus investigaciones plásticas.

También es preciso recordar su etapa de maestro docente en su famoso taller, por donde pasaron en el transcurso de 22 años más de 18.000 aspirantes a pintores. Muchos de ellos son en la actualidad reconocidos artistas visuales que bebieron de sus enseñanzas y directrices, pero considera que quien más se benefició de esa experiencia fue él mismo porque, más que enseñar, aprendió con cada uno de ellos a mirar el arte desde perspectivas diferentes. A pesar de ser considerado un artista de talla internacional, Manzur, cuya valiosa contribución a nuestro patrimonio artístico es innegable, se considera un obrero del arte, un creador que, con su ejemplo, dedicación y espíritu innovador, ha dejado una huella imborrable en la historia del arte colombiano.

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Por Eduardo Márceles Daconte

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