Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Unos Cristos se movían por lo alto al ritmo de la muchedumbre. La Virgen, custodiada por ángeles, también iba sobre hombros desconocidos.
Eran las procesiones de Semana Santa en Neira, Caldas, cuando David Manzur creía que así como la madera de esos santos era la piel de su madre. Tenía cuatro años y aquella semana sería la última que viviría en mucho tiempo en su pueblo. Su familia se lo llevaría a vivir a la Guinea Española (hoy Ecuatorial), en África, cuando apenas si conocía el español.
De camino al continente más viejo se concentró en el barco. Y esa visión se volvió una suerte de motivo en su obra: “Yo confundía a mi mamá con una santa de la iglesia, creía que mi mamá era de madera por dentro y eso influye incluso hoy en mi trabajo cuando usando el collage busco una especie de rigidez enorme en las figuras: tal vez la madera de la memoria esté volviendo a los cuadros”.
En Bata, en la Guinea Española, vivió el confrontamiento entre los republicanos y el bando nacional. Recuerda que su pequeña casa estaba separada de la playa por un barco hundido y “ese barco hundido se convirtió en una fuerza, la fuerza del color, la fuerza de la textura, el hierro oxidado, el color del mar con esa luz africana, con la espuma blanca. El barco hundido fue una especie de punto de partida. A esa edad yo creía que era un juguete mío y se fue convirtiendo en una estructura parecida a la que me generaron los santos, que se fueron fundiendo con el tiempo. Estoy recuperándolos hoy a la edad que tengo. Es la memoria la que está trabajando y me lo hace ver como una especie de fantasma”.
En 1938 sus padres lo enviaron a un internado en las Islas Canarias, a dos semanas en barco de distancia. Y allí, en plena Segunda Guerra se dio cuenta de que “a pesar de la escasez, la belleza tenía su vigencia: los coros cantaban en las iglesias no para los turistas, sino para calmar el hambre; los cuadros estaban no para los turistas, sino para reflexionar sobre la historia; y aunque a mí no me dictaban ese tipo de cosas en el internado, hoy en día reconozco la importancia de haber visto un Velázquez, un Rivera”.
A sus imágenes de los santos, los barcos y la guerra se sumaron Las Meninas de Velázquez. Y mientras veía los aviones subir y bajar por el cielo, se preguntaba qué le estaba diciendo esa menina que había visto, ese bodegón, ese caballo.
Pasada la guerra, pasada la juventud, en 1947 volvió a Colombia y se hospedó en Armenia en la casa cural de un tío. Porque venía de España su tío creía que sabía pintar. Allí vivió el Bogotazo. Estuvieron a poco de perderlo todo por el fuego de esos días. En 1951 se fue a Bogotá a estudiar a Bellas Artes, en lo que luego se fusionaría con la Universidad Nacional. Hena Rodríguez fue su maestra durante ese año. Expuso por primera vez en 1953, en el Museo Nacional. En 1956 se fue por una beca a Nueva York y en 1960 volvió a irse por el mismo motivo.
***
¿Qué contrastes había entre el ámbito artístico de Bogotá y el de Nueva York?
Ya el arte colombiano se ubicaba fuera de lo puramente parroquial, buscando conceptos más universales. Ya sonaban artistas del nivel de Obregón. También Marta Traba, que influyó en superar aquí ese arte del siglo XIX. Cuando voy la segunda vez a Estados Unidos ya llevo un interrogante sobre la modernidad y en particular la contemporaneidad.
***
El segundo viaje a Nueva York fue otro hito en su vida. Vio por primera vez un Picasso, el Guernica, en el Museo de Arte Moderno. Conoció a Willem de Kooning, “veía en él un enorme encuentro entre su pensamiento y lo que ejecutaba, era un acoplamiento perfecto”. Y a Naum Gabo, a quien en Chicago le preguntó si podía ser su alumno, “yo no doy clase, pero necesito un ayudante”, le respondió. Con él tuvo una introducción de la forma geométrica y su repercusión en lo cinético y en lo óptico. Manzur quería seguir esa huella del constructivismo de Gabo, jugaba con efectos visuales intentando el acoplamiento que buscaba. Hasta que un día, en una de sus visitas a Estados Unidos, le mostró unos dibujos que había hecho: “Yo, si tuviera tu edad, estaría dibujando”, le dijo su maestro. Era 1973.
“¿Por qué soy artista?, ¿para qué soy artista?, ¿qué es lo que quiero decir con este lenguaje? Son interrogantes que sigo pensando, como si tuviera veinte años. La historia tremenda del arte, la vida y la memoria me vuelcan hacia esas preguntas”, hoy, con casi 91 años.
En 1967 regresó a Colombia y montó su taller. Durante estos setenta años de carrera ha tenido alrededor de cien exposiciones. De sus obras la que más le interesa es la que no ha hecho y apunta, conversando desde su casa en Barichara, que “los grandes artistas nunca terminaron su obra porque en lo que uno piensa y ejecuta es demasiado para la vida que Dios da. Miguel Ángel murió de 89 años, pero dejó un proyecto que hubiera tomado 400 años para realizarlo. Pero esos 400 años luego se van llenando con los artistas que van surgiendo. Yo sigo trabajando sin saber a dónde voy. Tal vez otras generaciones continúen lo que yo no termine”.