De Chaplin a Charlot (I)
Algo más de medio siglo atrás (1972), Charles Chaplin recibió un Óscar por su carrera en el cine, pero mucho más allá de ese premio, su nombre quedó grabado para siempre en la historia del arte por sus películas, por mostrar lo que pocos veían y eran capaces de mostrar, y por hacer de su obra un legado. Fue perseguido, bendecido, amado y odiado por sus posturas políticas, y, sin embargo, jamás pudo ser etiquetado, pues tenía claro que solo lograría influir en el público si elegía la sugerencia en lugar del panfleto.
Fernando Araújo Vélez
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Algunas de las amarillentas y casi perdidas crónicas de mediados del siglo XX, “problemático y febril”, para citar a Enrique Santos Discépolo, hablaban de Charles Chaplin como un eterno perseguido por los organismos de seguridad de los Estados Unidos. Decían que tenía tratos más que profundos con los partidos comunistas de Europa, y que solía encontrarse en oscuros sótanos de diversas ciudades con algunos personajes que buscaban “cambiar el mundo”. Una y otra y otra vez, Chaplin había mostrado la cruda realidad en la que vivían los trabajadores por aquellos años, la opresión, el maltrato y la explotación, el sinsentido, el vacío, y también, había hecho énfasis en que todas aquellas condiciones transformarían a los humanos en robots de robots que trabajaban para robots y satisfacían necesidades o simples caprichos de otros robots.
Alguna vez, hacia la primavera de 1912, en la cubierta de un barco que llevó a su grupo de cómicos desde Inglaterra a los Estados Unidos, Chaplin le escuchó decir a Stan Laurel, ‘El flaco’, quien sería una leyenda algunos años más tarde, junto a Oliver Hardy, ‘El gordo’, y luego el olvido, ya entrados los 60, que al paso que iban, el cine iba a acabar con los actores cómicos. “Sí -dijo y buscó la mirada de su compañero de actos, Charles Spencer Chaplin-, como decía mi padre, el cine matará a los payasos”. Chaplin le devolvió la mirada, mientras a lo lejos lograba ver la silueta de Nueva York, y le respondió entre seco e irónico, “pero no a los artistas”. Acababa de cumplir 13 años. Ya era consciente de que el antídoto contra todos los males que hubiera en la tierra era el arte, y dentro del arte, para él, la actuación. “Más que maquinaria, necesitamos humanidad”, diría pasados algunos años.
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Él luchaba por no ser un robot, muy a pesar de que la industria del cine, con sus galas y premios, con sus múltiples millones de dólares y su glamour, buscaba que lo fuera. Sus luchas, ante todo, eran con su obra, que eran sus películas. Tenía claro que aquella alienación en la que caerían los trabajadores que había presagiado Karl Marx, solo podía combatirse con humanidad, y que lo más humano de lo humano era la creación. La invención. En últimas, la obra. Para Charles Chaplin, la felicidad era la obra. “Yo ya no aspiro a mi felicidad, aspiro a mi obra”, como lo había escrito Federico Nietzsche en mil ochocientos y tantos. Su obra hablaría por él. Su obra lo sacaría del anonimato, lo libraría de caer en la eterna duda de ser o no ser, del peso de levantarse todas las mañanas, y quedaría por los tiempos de los tiempos como el testimonio de un hombre que vivió y creó en los albores del mundo moderno.
La parte esencial, o por lo menos la más visible y recordable de su obra, fue haber creado a Charlot, al vagabundo Charlot, luego de sus viajes y sus pequeños personajes cómicos en obras de teatro de barrio de sus años adolescentes. Charlot, que era él en parte, y lo que él quería ser e incluso lo que no era o no podía ser, era un sujeto que se debatía entre los extremos de la vida. Como diría Chaplin con el tiempo, “Indeciso entre parecer joven o mayor, pero recordando que Sennett quería que pareciera una persona de mucha más edad, agregué un pequeño bigote que, pensé, agregaría más edad sin ocultar mi expresión. No tenía ninguna idea del personaje, pero tan pronto estuve preparado, el maquillaje y las ropas me hicieron sentir el personaje, comencé a conocerlo y cuando llegué al escenario ya había nacido por completo”.
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Charlot apareció en más de 60 cortos de cine mudo. Su sola apariencia ya encerraba una crítica a la sociedad que vivía. Su andar, la ropa que usaba, sus gestos, por supuesto. Chaplin había nacido en Londres, el 16 de abril de 1889, en tiempos de plena desigualdad, de febril trabajo, de fábricas y horarios, de mecanización, de humo y mucho humo y de ambientes negros y curtidos de sudor. La revolución industrial, creada en Inglaterra por sus compatriotas y multiplicada y padecida por sus ancestros, lo había trastocado todo, desde la economía hasta el poder y las relaciones de poder, desde las costumbres más sencillas hasta la manera de enfrentar el amor, la vida, la familia y hasta a dios. Desde niño había escuchado a sus padres hablar y maldecir aquellos tiempos. Los dos, Charles Spencer Chaplin Sr y Lilly Harley, actuaban y cantaban.
Y los dos, cada uno a su manera, trataban de inculcarle a su hijo algo de humanidad. Cuando surgió Charlot, ya Chaplin estaba impregnado de los viejos valores de sus padres, y como ellos, estaba convencido de que cada gesto, cada palabra, debían contener un mensaje. Y lo eran. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Chaplin endureció sus formas, aunque no se notara demasiado. Era consciente de que su rabia, aquel malestar por el mundo y la sociedad que lo desbordaban, no debían ser obvios, y menos, encima de un escenario. Igual, recorrían su piel, sus huesos, sus músculos, y salían a la luz con sus actos, pero para él era claro que su gran rebeldía, su gran mensaje, era el conjunto de su obra, no pequeños y esporádicos panfletos en forma de actuación. Si años atrás le había dicho a Stan Laurel que el cine no podría matar a los artistas, cada día debía estar más a la altura de su afirmación.
“Mi vagabundo -decía, según informes de elciudadanoweb.com- está siempre a punto de ser destrozado por los chacales, llámense empresarios u hombres de negocio o políticos inescrupulosos, pero él siempre será un hombre digno como cualquiera que integre la clase trabajadora, los pobres, que siempre tienen ingenio y dignidad, nadie puede quitarles esos atributos, y, por lo tanto, no será posible derrotarlos. El individualismo es cada vez más feroz y así el hombre está cada vez más dominado”. A su manera, envuelto en pasajes de humor, Charlot iba criticando la realidad de los primeros años del Siglo XX. Provocaba risas en quienes solo tenían sus risas para sobrevivir, y en el fondo, generaba odios entre quienes solo veían en él el signo dólares. Desde que se había radicado en Estados Unidos, su creador, Charles Chaplin, había sido señalado por unos y por los otros.
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Para los de abajo, era su redención cada vez que se estrenaba una de sus películas, o cuando los periódicos de la época le hacían alguna nota o colgaban su foto en cualquiera de sus páginas de espectáculos. Los más asiduos a sus filmes, los que soñaban con él y buscaban la mejor manera de parecérsele, recortaban de los diarios y las revistas los artículos que hablaban de él, para bien o para mal, y los guardaban, tal vez para verlo y leerlo todas las mañanas y sacar de él fuerzas con que enfrentar otra eterna jornada de trabajos maquinales y de oprobio. Así, de tiempo en tiempo, con recortes, con recuerdos, con comentarios de la gente o charlas de café, todos aquellos personajes que se ufanaban de ser como él, y buscaban ser como él, fueron construyendo el mito del mito, la leyenda de un hombre solo que se enfrentaba a lo que no aprobaba con simples pasos y gestos.
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