De Chaplin a Charlot (II)
Algo más de medio siglo atrás (1972), Charles Chaplin recibió un Óscar por su carrera en el cine, pero mucho más allá de ese premio, su nombre quedó grabado para siempre en la historia del arte por sus películas, por mostrar lo que pocos veían y eran capaces de mostrar, y por hacer de su obra un legado. Fue perseguido, bendecido, amado y odiado por sus posturas políticas, y, sin embargo, jamás pudo ser etiquetado, pues tenía claro que sólo lograría influir en el público si elegía la sugerencia en lugar del panfleto.
Fernando Araújo Vélez
En 1940, 19 años después de que le hubiera confesado a su compañero de trabajos y de gloria, Buster Keaton, que él estaba de acuerdo con algunas de las posturas esenciales del comunismo, y que la revolución de los bolcheviques de 1917 podía comenzar a cambiar el mundo, Charles Chaplin cerró con algunas palabras un encuentro de actores, directores, productores y gente del cine independiente que pretendía derrotar al nazismo. La organización, promovida por el Partido Comunista de los Estados Unidos, había definido su nombre, ‘Frente de artistas para ganar la guerra’, por el voto de casi todos sus integrantes, y se proclamaba fundamentalmente libre e indiscutiblemente independiente. Cuando Chaplin tomó la palabra en el legendario escenario del Carnegie Hall, Nueva York, la multitud que había asistido a aquella especie de mitin lo llamó “camarada”.
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En 1940, 19 años después de que le hubiera confesado a su compañero de trabajos y de gloria, Buster Keaton, que él estaba de acuerdo con algunas de las posturas esenciales del comunismo, y que la revolución de los bolcheviques de 1917 podía comenzar a cambiar el mundo, Charles Chaplin cerró con algunas palabras un encuentro de actores, directores, productores y gente del cine independiente que pretendía derrotar al nazismo. La organización, promovida por el Partido Comunista de los Estados Unidos, había definido su nombre, ‘Frente de artistas para ganar la guerra’, por el voto de casi todos sus integrantes, y se proclamaba fundamentalmente libre e indiscutiblemente independiente. Cuando Chaplin tomó la palabra en el legendario escenario del Carnegie Hall, Nueva York, la multitud que había asistido a aquella especie de mitin lo llamó “camarada”.
Entre conversaciones, tragos, encuentros y caminatas, había dicho y diría que eran varias las cosas que lo habían impactado de la Unión Soviética, y en general, en principio, de los comunistas, comenzando por la manera en que resistieron y se enfrentaron al bando franquista en la Guerra Civil española del 36 al 39. Consideraba que el trabajador solo podría liberarse del yugo opresor capitalista en el régimen soviético, o dentro de uno similar, y que como lo decían y lo habían repetido una y cientos de veces los bolcheviques, el futuro era del proletariado. La historia, por supuesto, aún estaba escribiéndose, y el mismo Chaplin no tenía ni idea de las purgas de Stalin, de los goulags y de la persecución de su gobierno a todo el que pensara diferente a él, o incluso, a todo aquel que no le hiciera reverencias. El gran dictador era Hitler en imagen, y de Hitler sacó Chaplin su personaje, pero también era Stalin, y serían decenas de dictadores en el siglo XX.
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Chaplin tomó el micrófono en el Carnegie Hall, hizo señas para que el público guardara algo de silencio, y tomando al vuelo las palabras del gentío, comenzó a hablar de los comunistas, a responder sin que le preguntaran qué era ser comunista y quiénes eran los comunistas, y dijo: “camaradas, gente como nosotros, que ama la belleza y la vida. Dicen que el comunismo puede extenderse por todo el mundo. Y yo digo, ¿y qué? No soy comunista, pero me enorgullece decir que me siento bastante procomunista”. Por aquellos primeros meses de la década de los 40, ya Chaplin era poco menos que venerado, tanto en Estados Unidos como en Europa, y acababa de estrenarse “El gran dictador”, una película a la que etiquetaba como su más profunda sátira sobre el fascismo y sus consecuencias. Allí logró prever lo que unos años más tarde ocurriría.
Mientras la película comenzaba a rodar por los teatros más renombrados de Europa y Estados Unidos, de Suramérica, e incluso de algunos países de Oriente, el mundo se sumergía en una profunda guerra que dejaría millones y millones de víctimas, y en el horror de la estupidez. En 1940 aún la tragedia estaba comenzando. Los reportes de las muertes, de las invasiones de Hitler y el nazismo, y la adhesión a sus políticas de Italia y Japón se esparcían lentamente en un mundo que todavía vivía en cámara lenta. Por eso El gran dictador impactó a tanta gente que no sabía o no quería saber a ciencia cierta lo que estaba ocurriendo más allá de las fronteras. Los rumores se multiplicaban, igual que las peguntas y las suposiciones, pero no había mayores certezas. Chaplin las tuvo y empezó a filmar en septiembre del 39, apenas ocho días después de que Alemania invadiera a Polonia.
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En su filme, el primero hablado, Charles Chaplin plasmó lo que iba ocurriendo, y buena parte de lo que había acontecido en la primera Guerra Mundial y en muchas de las guerras anteriores de la historia de la humanidad. Antes que actor o director, siempre fue un hombre que buscaba tomarle el pulso a la humanidad, y que hablaba constantemente de lo que iba sucediendo y de lo que había pasado. A fin de cuentas, sus temas estaban allí, entre las hendijas de las noticias que publicaban los diarios. Se mimetizaban entre el dolor y las difuminadas gotas de alegría que tenía la gente como Charlot. Cuando se estrenó El gran dictador, el 15 de octubre de 1940, el diario The New York Times publicó que había sido “un magnífico logro de un artista verdaderamente grande y, tal vez, la película más significativa jamás producida”.
Pasados algunos años, Chaplin explicó que si hubiera conocido lo que ocurría en los campos de concentración creados por los nazis, sus horrores, los vejámenes, el absurdo, la muerte, jamás habría podido siquiera escribir El gran dictador, para no hablar de filmarla. En Alemania, la película solo se proyectó al final de la guerra, y apenas en algunos pequeños teatros y con espectadores elegidos. Pasado un tiempo, hubo diversos debates entre distintos sectores de la sociedad, que una y mil veces analizaban las posibles consecuencias de presentar la obra de Chaplin a gran escala. La imagen de los alemanes, su futuro, el lastre que arrastrarían por tiempo indefinido, por no decir que infinito, el efecto que cualquier mención al nazismo o a Hitler tuviera en los niños y un montón de razones más estaban sobre la mesa.
Triunfaron los cautos, pues El gran dictador apenas se presentó en las salas de cine de Alemania en 1958, con su infinita carga de consecuencias.
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