De Comala a Macondo: un árbol de sangre (Letras de feria)
Presentamos el prefacio del libro “Colombia y México: entre la sangre y la palabra”, de Juan Camilo Rincón. Como parte del especial Letras de feria, a propósito de la Feria Internacional del Libro de Bogotá, publicamos el fragmento del libro publicado por la editorial Palabra Libre.
Juan Camilo Rincón
A unos cuantos kilómetros de Cartagena y a pocas horas de Aracataca, cuna de los incomparables Gabriel García Márquez y Leo Matiz, se encuentra San Pedro Consolado, corregimiento de la mítica región colombiana Montes de María. En lugar de deleitarse con vallenatos y hablar con acento costeño, sus habitantes se visten como mexicanos y hablan con la acentuada tonada de ese país. En Yucatán, el bambuco es tradición desde 1908 cuando a la península llegaron Pelón Santamarta y Adolfo Marín, integrantes del Dueto Antioqueño, cuya producción en suelo mexicano supera los veinte discos. Estas son historias dignas del realismo mágico que comparten las diversas regiones de este continente y que reflejan la profunda cercanía existente entre Colombia y México.
Ejemplos hay muchos más. Mi padre me contó alguna vez que en su infancia iba al cine de Arboledas, el pueblo nortesantandereano donde se crio, para maravillarse con las películas protagonizadas por luminarias como Pedro Infante, María Félix, Jorge Negrete, Silvia Pinal, Pedro Armendáriz y otros más que marcaron varias generaciones para las que el charro era símbolo de bravura y fuerza, y que envidiaban la belleza de las mujeres nacidas en suelo mexicano. La pantalla grande logró traer a estas latitudes el estilo de vida de ese país, mostrándonos esa nación otrora lejana e intrigante.
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También la música llegó a nosotros; desde las rancheras hasta el rock, muchas notas tocaron nuestras ciudades para amenizar con sus compases la cotidianidad y las fiestas de todas las clases sociales. Algo similar ocurrió con la televisión, colmada de telenovelas y series cómicas que nos entretuvieron por varias décadas. Así, México fue tornándose en un referente permanente para Colombia: nos es común ver mariachis en varias esquinas de Bogotá listos para dar una serenata; México nos enseñó a pedir perdón, a llevar las penas y a no morir por ellas.
Este libro trata, precisamente, sobre los elementos fundantes de los lazos literarios entre ambos países. Desarrollé una especie de árbol cuyas ramas se entrelazan, mostrando la forma en que, en los últimos cien años, el campo literario mexicano se abrió a ellos y estos, a su vez, lo transformaron en una puesta en juego de todo su capital social y simbólico. Así, durante décadas, grandes personajes de la literatura de Colombia y México han establecido vínculos que han alimentado nuestras letras y artes de forma magistral, haciendo de ellos dos hermanos que se nutren y crecen juntos.
Así lo señala Germán Arciniegas:
En México se repite un rasgo que es común a ciertas ciudades de América que se convierten en hogar abierto a los hombres libres, muchas veces exiliados, y en todo caso a escritores o artistas, a hombres de pensamiento para quienes la ciudad de México resulta tan suya como la de su propia tierra. Así, desde los tiempos de José María de Heredia o de José Martí han pasado por allí gentes de toda la América Hispana. Gabriela Mistral, invitada por Vasconcelos, escribió allí parte de su obra. Pedro Henríquez Ureña (1844-1946), dominicano que lo mismo vivió en Buenos Aires que en México, pasó los últimos años ejerciendo un magisterio continental. El hondureño Rafael Heliodoro Valle (1891-1959) con muchos otros centroamericanos, realizó casi toda su formidable obra de erudito en México. Los colombianos Porfirio Barba Jacob (1883-1942) -poeta que va por encima del modernismo y que figura en las antologías unas veces como colombiano, otras como mexicano-, y Germán Pardo García (n. 1902), cuyos veinte volúmenes de poesía han aparecido en México, allí han hecho su vida intelectual, como la suya artística otros dos colombianos, los escultores Rómulo Rozo (1899-1964) y Rodrigo Arenas Betancourt. Entre los venezolanos, Rómulo Gallegos pasó allí sus años de destierro, y el poeta Andrés Eloy Blanco (1897-1955), estrella de primera magnitud en la poesía latinoamericana, murió en ese exilio[1].
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Lo que revela el texto de Arciniegas es que hay vetas más profundas y siempre latentes, como los intentos del intelectual mexicano Justo Sierra por que Jorge Isaacs fuera cónsul de Colombia en esa nación; las gestiones del escritor, diplomático y académico Lorenzo Marroquín quien, desde finales del siglo XIX promovió el intercambio entre las bibliotecas de ambos países para lograr la divulgación y el estudio de las producciones literarias y científicas de uno y otro; y la conversación, hoy más vigente que nunca, sobre la escritora, poeta y columnista bogotana Emilia Ayarza de Herrera, reconocida en México por la importancia de su obra para las letras latinoamericanas. Sus cátedras, recitales, tertulias y conferencias fueron recibidas con entusiasmo no solo por la calidad de su poesía, vital y profunda, sino también por su recia voz política.
Los colombianos que se instalaron en México, ya fuera por algunos meses o para toda la vida, coinciden en algo: aquel país les dio la posibilidad de continuar enriqueciendo su producción, de seguir ampliando su mirada, de renovar el lenguaje para ese algo que latía dentro y necesitaba articularse, explicitarse, hacerse tangible.
Personajes como Julio Flórez, Germán Pardo García, Porfirio Barba Jacob, Germán Arciniegas, Álvaro Mutis, Gabriel García Márquez y, por otra parte, Alfonso Reyes, José Gorostiza, Octavio Paz, Juan Rulfo, Gilberto Owen, Agustín Yáñez y otros tantos, fueron los puntos con los que entretejí esta historia de fraternidad artística. Aquí cabe mencionar al fotógrafo cataquero Leo Matiz, quien retrató a los más destacados representantes de la cultura mexicana de mitad del siglo XX, razón por la que tiene un capítulo propio.
El libro está construido a partir de una extensa investigación bibliográfica de aproximadamente diez años, enriquecida por textos provenientes de cartas inéditas de Germán Arciniegas y entrevistas que hice a los mexicanos Elena Poniatowska, Paco Ignacio Taibo II, Élmer Mendoza, Guillermo Arriaga, Susana Fischer, Jorge Volpi, Juan Villoro, Margo Glantz y Daniel Salinas Basave; a los colombianos Santiago Mutis, William Ospina, Mario Mendoza, Piedad Bonnett, Nahum Montt, Jorge Franco, Roberto Burgos Cantor, Juan Gustavo Cobo Borda, Álvaro Castillo Granada, Fabio Jurado Valencia, Fernando Quiroz y Dasso Saldívar; al chileno Pablo Simonetti y al español Xavi Ayén, quienes complementan la mirada sobre los vasos comunicantes que alimentan las artes y, especialmente, la literatura de ambos países.
Incluyo, además, un capítulo destinado específicamente a las relaciones entre artistas y los hitos que vinculan a pintores como Rómulo Rozo, Rodrigo Arenas Betancourt, Ignacio Gómez Jaramillo, Pedro Nel Gómez, Fernando Botero, Omar Rayo, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y José Luis Cuevas.
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Colombia y México: entre la sangre y la palabra es una alusión a las gestas que hermanan a los dos países y los han vinculado durante siglos. Se trata de la sangre como fuerza poderosa y vital que arrastra consigo los vestigios de lo que hacemos; como herencia que circula y se instala para recordarnos quiénes somos. La palabra es esa otra potencia, impulso humano, corriente y flujo que transmite y lleva, también enérgica, las memorias de lo que fuimos para crear lo que seremos. La relación entre Colombia y México es como un árbol de sangre pues −lo dijo alguna vez el poeta Octavio Paz− como “Árbol de sangre, el hombre siente, piensa, florece / y da frutos insólitos: palabras. / Se enlazan lo sentido y lo pensado, / tocamos las ideas: son cuerpos y son números”[2].
Se trata, en fin, de las historias de los creadores, sus grandes obras y la riquísima influencia recíproca entre dos países que se deben mucho más que un par de anécdotas y unos reposados. Es un recorrido por historias que han fortalecido los elementos clave de la literatura latinoamericana, permitiéndole dejar una huella imborrable en la cultura occidental. Es un hijo que habita en el corazón de cada uno de nosotros; ese corazón que bombea una sangre ligada por algo más que la pertenencia a un mismo continente y que nos hace hermanos, amigos, cómplices y herederos de un legado identitario invaluable para que las próximas generaciones se sientan tan colombianas, mexicanas y latinoamericanas como la vida misma.
[1] Arciniegas, G. (1989). “Letras mexicanas después de la revolución” en El continente de siete colores. Bogotá: Santillana. P. 442.
[2] “Respuesta y reconciliación. Diálogo con Francisco de Quevedo” en revista Vuelta nro. 259 (junio de 1998), p. 9.
A unos cuantos kilómetros de Cartagena y a pocas horas de Aracataca, cuna de los incomparables Gabriel García Márquez y Leo Matiz, se encuentra San Pedro Consolado, corregimiento de la mítica región colombiana Montes de María. En lugar de deleitarse con vallenatos y hablar con acento costeño, sus habitantes se visten como mexicanos y hablan con la acentuada tonada de ese país. En Yucatán, el bambuco es tradición desde 1908 cuando a la península llegaron Pelón Santamarta y Adolfo Marín, integrantes del Dueto Antioqueño, cuya producción en suelo mexicano supera los veinte discos. Estas son historias dignas del realismo mágico que comparten las diversas regiones de este continente y que reflejan la profunda cercanía existente entre Colombia y México.
Ejemplos hay muchos más. Mi padre me contó alguna vez que en su infancia iba al cine de Arboledas, el pueblo nortesantandereano donde se crio, para maravillarse con las películas protagonizadas por luminarias como Pedro Infante, María Félix, Jorge Negrete, Silvia Pinal, Pedro Armendáriz y otros más que marcaron varias generaciones para las que el charro era símbolo de bravura y fuerza, y que envidiaban la belleza de las mujeres nacidas en suelo mexicano. La pantalla grande logró traer a estas latitudes el estilo de vida de ese país, mostrándonos esa nación otrora lejana e intrigante.
Le sugerimos: Reseña: El árbol rojo, una historia bien contada
También la música llegó a nosotros; desde las rancheras hasta el rock, muchas notas tocaron nuestras ciudades para amenizar con sus compases la cotidianidad y las fiestas de todas las clases sociales. Algo similar ocurrió con la televisión, colmada de telenovelas y series cómicas que nos entretuvieron por varias décadas. Así, México fue tornándose en un referente permanente para Colombia: nos es común ver mariachis en varias esquinas de Bogotá listos para dar una serenata; México nos enseñó a pedir perdón, a llevar las penas y a no morir por ellas.
Este libro trata, precisamente, sobre los elementos fundantes de los lazos literarios entre ambos países. Desarrollé una especie de árbol cuyas ramas se entrelazan, mostrando la forma en que, en los últimos cien años, el campo literario mexicano se abrió a ellos y estos, a su vez, lo transformaron en una puesta en juego de todo su capital social y simbólico. Así, durante décadas, grandes personajes de la literatura de Colombia y México han establecido vínculos que han alimentado nuestras letras y artes de forma magistral, haciendo de ellos dos hermanos que se nutren y crecen juntos.
Así lo señala Germán Arciniegas:
En México se repite un rasgo que es común a ciertas ciudades de América que se convierten en hogar abierto a los hombres libres, muchas veces exiliados, y en todo caso a escritores o artistas, a hombres de pensamiento para quienes la ciudad de México resulta tan suya como la de su propia tierra. Así, desde los tiempos de José María de Heredia o de José Martí han pasado por allí gentes de toda la América Hispana. Gabriela Mistral, invitada por Vasconcelos, escribió allí parte de su obra. Pedro Henríquez Ureña (1844-1946), dominicano que lo mismo vivió en Buenos Aires que en México, pasó los últimos años ejerciendo un magisterio continental. El hondureño Rafael Heliodoro Valle (1891-1959) con muchos otros centroamericanos, realizó casi toda su formidable obra de erudito en México. Los colombianos Porfirio Barba Jacob (1883-1942) -poeta que va por encima del modernismo y que figura en las antologías unas veces como colombiano, otras como mexicano-, y Germán Pardo García (n. 1902), cuyos veinte volúmenes de poesía han aparecido en México, allí han hecho su vida intelectual, como la suya artística otros dos colombianos, los escultores Rómulo Rozo (1899-1964) y Rodrigo Arenas Betancourt. Entre los venezolanos, Rómulo Gallegos pasó allí sus años de destierro, y el poeta Andrés Eloy Blanco (1897-1955), estrella de primera magnitud en la poesía latinoamericana, murió en ese exilio[1].
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Lo que revela el texto de Arciniegas es que hay vetas más profundas y siempre latentes, como los intentos del intelectual mexicano Justo Sierra por que Jorge Isaacs fuera cónsul de Colombia en esa nación; las gestiones del escritor, diplomático y académico Lorenzo Marroquín quien, desde finales del siglo XIX promovió el intercambio entre las bibliotecas de ambos países para lograr la divulgación y el estudio de las producciones literarias y científicas de uno y otro; y la conversación, hoy más vigente que nunca, sobre la escritora, poeta y columnista bogotana Emilia Ayarza de Herrera, reconocida en México por la importancia de su obra para las letras latinoamericanas. Sus cátedras, recitales, tertulias y conferencias fueron recibidas con entusiasmo no solo por la calidad de su poesía, vital y profunda, sino también por su recia voz política.
Los colombianos que se instalaron en México, ya fuera por algunos meses o para toda la vida, coinciden en algo: aquel país les dio la posibilidad de continuar enriqueciendo su producción, de seguir ampliando su mirada, de renovar el lenguaje para ese algo que latía dentro y necesitaba articularse, explicitarse, hacerse tangible.
Personajes como Julio Flórez, Germán Pardo García, Porfirio Barba Jacob, Germán Arciniegas, Álvaro Mutis, Gabriel García Márquez y, por otra parte, Alfonso Reyes, José Gorostiza, Octavio Paz, Juan Rulfo, Gilberto Owen, Agustín Yáñez y otros tantos, fueron los puntos con los que entretejí esta historia de fraternidad artística. Aquí cabe mencionar al fotógrafo cataquero Leo Matiz, quien retrató a los más destacados representantes de la cultura mexicana de mitad del siglo XX, razón por la que tiene un capítulo propio.
El libro está construido a partir de una extensa investigación bibliográfica de aproximadamente diez años, enriquecida por textos provenientes de cartas inéditas de Germán Arciniegas y entrevistas que hice a los mexicanos Elena Poniatowska, Paco Ignacio Taibo II, Élmer Mendoza, Guillermo Arriaga, Susana Fischer, Jorge Volpi, Juan Villoro, Margo Glantz y Daniel Salinas Basave; a los colombianos Santiago Mutis, William Ospina, Mario Mendoza, Piedad Bonnett, Nahum Montt, Jorge Franco, Roberto Burgos Cantor, Juan Gustavo Cobo Borda, Álvaro Castillo Granada, Fabio Jurado Valencia, Fernando Quiroz y Dasso Saldívar; al chileno Pablo Simonetti y al español Xavi Ayén, quienes complementan la mirada sobre los vasos comunicantes que alimentan las artes y, especialmente, la literatura de ambos países.
Incluyo, además, un capítulo destinado específicamente a las relaciones entre artistas y los hitos que vinculan a pintores como Rómulo Rozo, Rodrigo Arenas Betancourt, Ignacio Gómez Jaramillo, Pedro Nel Gómez, Fernando Botero, Omar Rayo, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y José Luis Cuevas.
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Colombia y México: entre la sangre y la palabra es una alusión a las gestas que hermanan a los dos países y los han vinculado durante siglos. Se trata de la sangre como fuerza poderosa y vital que arrastra consigo los vestigios de lo que hacemos; como herencia que circula y se instala para recordarnos quiénes somos. La palabra es esa otra potencia, impulso humano, corriente y flujo que transmite y lleva, también enérgica, las memorias de lo que fuimos para crear lo que seremos. La relación entre Colombia y México es como un árbol de sangre pues −lo dijo alguna vez el poeta Octavio Paz− como “Árbol de sangre, el hombre siente, piensa, florece / y da frutos insólitos: palabras. / Se enlazan lo sentido y lo pensado, / tocamos las ideas: son cuerpos y son números”[2].
Se trata, en fin, de las historias de los creadores, sus grandes obras y la riquísima influencia recíproca entre dos países que se deben mucho más que un par de anécdotas y unos reposados. Es un recorrido por historias que han fortalecido los elementos clave de la literatura latinoamericana, permitiéndole dejar una huella imborrable en la cultura occidental. Es un hijo que habita en el corazón de cada uno de nosotros; ese corazón que bombea una sangre ligada por algo más que la pertenencia a un mismo continente y que nos hace hermanos, amigos, cómplices y herederos de un legado identitario invaluable para que las próximas generaciones se sientan tan colombianas, mexicanas y latinoamericanas como la vida misma.
[1] Arciniegas, G. (1989). “Letras mexicanas después de la revolución” en El continente de siete colores. Bogotá: Santillana. P. 442.
[2] “Respuesta y reconciliación. Diálogo con Francisco de Quevedo” en revista Vuelta nro. 259 (junio de 1998), p. 9.