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El 30 de noviembre de este año desembarcaron en Buenaventura los últimos colombianos enviados a Corea. Los primeros habían regresado en 1952. Todos fueron recibidos como héroes, merecidamente. Se organizaron manifestaciones multitudinarias para saludar el regreso de los sobrevivientes, y emocionados actos fúnebres en memoria de los que nunca regresaron.
El 30 de noviembre de este año desembarcaron en Buenaventura los últimos colombianos enviados a Corea. Los primeros habían regresado en 1952. Todos fueron recibidos como héroes, merecidamente. Se organizaron manifestaciones multitudinarias para saludar el regreso de los sobrevivientes, y emocionados actos fúnebres en memoria de los que nunca regresaron.
La palabra “veteranos”, que no tenía aplicación en el país desde los tiempos de las guerras civiles —ni siquiera después del conflicto de Leticia— se puso de moda a los pocos días del regreso del primer contingente. Pero a diferencia de los veteranos de las guerras civiles, los veteranos colombianos de una guerra situada a miles de kilómetros de las fronteras nacionales, en un país del cual la mayoría de ellos no había oído hablar nunca, trastornaban la economía local a su regreso.
Cada soldado colombiano en Corea devengaba 39,50 dólares mensuales. Era un sueldo libre: no tenían gastos de alimentación, cigarrillos, artículos higiénicos ni diversiones. El último contingente que llegó a Cali traía 800.000 dólares. Dólares coreanos, como se les decía en la capital del Valle a las dos horas de haber llegado el contingente, cuando el comercio fue invadido de papel moneda norteamericano. Al tratar de convertirlos, en masa, en moneda colombiana, el precio del dólar bajó en una tarde, de $ 3,30 a $ 2,90.
Aquella alocada solvencia de los soldados colombianos destacados al Pacífico, no fue sin embargo el único ni el más importante cambio que sufrieron sus vidas desde cuando se inscribieron —en 1951 los primeros—, como voluntarios para integrar el Batallón “Colombia”. Cuando se conoció la noticia del reclutamiento dicen muchos de los actuales veteranos que oyeron correr la bola de que al regreso de Corea los voluntarios tendrían becas especiales, pensiones de por vida y facilidades para vivir en los Estados Unidos. Fue una versión sin fundamento que llegó a oídos de jóvenes choferes, cargabultos, mensajeros y de toda clase de artesanos de todo el país. Esa ilusión impulsó a la mayoría. Los otros se fueron por conocer tierra y por espíritu aventurero.
Muchachos de todos los rincones de la república, que vivían con estrecheces económicas luchando con un presente azaroso y con un futuro sin perspectivas, sintieron que sus vidas habían cambiado por completo, el 19 de junio de 1951, cuando al desembarcar en Pusán, fueron recibidos personalmente por el pequeño y ladino presidente de la Corea del Sur, Singman Rhee. Muy probablemente, cuando el mandatario coreano pronunció el discurso de bienvenida, era esa vez la primera de su vida en que pronunciaba oficialmente el nombre de ese remoto y desconocido país suramericano que enviaba al suyo 1.063 hombres, para luchar contra los comunistas.
Los historiadores encontraron seguramente una buena fórmula literaria para escribir la historia de la guerra coreana. Pero esa historia es mucho más interesante y humana como la cuentan los soldados rasos, los veteranos que ahora andan por ahí, convertidos en colombianos comunes y corrientes, después de haber conocido junto al peligro, en las antípodas de la casa en que nacieron, un modo de vivir que por numerosos motivos parecía a ratos un sueño fantástico y a ratos una pesadilla. Desde cuando pisaron tierras coreanas, cuentan los veteranos que no tuvieron que preocuparse por ninguna de las exigencias elementales de la vida: se les suministraba jabón, dentífricos, alimentos en conserva, con tanta generosidad “que con una sola lata del almuerzo uno quedaba completo”. En ningún momento les hizo falta una cajetilla de cigarrillos de cualquier marca norteamericana, para haber regalado con ella a un compañero, si el compañero no hubiera estado en las mismas circunstancias.
Tal vez muchos de los soldados del Batallón Colombia llegaron a pensar que la guerra no era más que un continuo entrenamiento, con todas las comodidades que no conocieron en su tierra, durante los tres primeros meses de preparación. Aquello era como haber atravesado el Pacífico para jugar a una guerra sin balas, y en la que hasta el enemigo era supuesto, y en cambio la buena ropa, la buena alimentación y las grandes raciones diarias de goma de mascar, eran cosas reales. Este brusco cambio de la visión del mundo habría podido dar origen en los soldados colombianos a un desmedido amor por la guerra: los habría hecho pensar en ella como en la solución de todos los problemas y el horno inagotable del pan de cada día, si no hubiera llegado un nuevo aniversario de la independencia de Colombia —7 de agosto de 1951—, que irónicamente fue celebrado en Corea con la primera intervención efectiva de los colombianos en el conflicto.
“Todos íbamos con miedo”, dice un soldado raso, al recordar aquella sombría y helada noche en que durmieron en la línea UTAH, preparados para verle, esa madrugada, por primera vez la cara al enemigo. Era una misión de reconocimiento, que un boletín oficial describe de la manera siguiente: “Una de las tres patrullas destinadas para esta misión estableció contacto con el enemigo y procedió a atacarlos con granadas de mano. Los ataques fueron sucesivamente rechazados, con lo cual se demostró que las tropas contrarias estaban en condiciones de oponer resistencia. Contraatacando valerosamente los soldados colombianos agotaron las granadas de mano, pero hicieron las observaciones indicadas sobre la posición del enemigo”. Cuando se dio la orden de replegarse, once colombianos estaban heridos.
Aquél fue el primer contacto de nuestros compatriotas con la guerra. Sin embargo, a pesar del peligro y de la sensación de estar pisándoles los terrenos a la muerte, había en esa guerra algo insólito, a lo cual no estaban acostumbrados los soldados de Colombia. Después de la acción, como caída del cielo, pero en realidad transportada en camiones llegaba la comida. “Siempre estaba fría”, dice un veterano, pero en cambio, era abundante. El solo desayuno, reforzado de acuerdo con la dieta norteamericana, era mejor que muchos de los almuerzos que los soldados comían todos los días en Colombia, con dinero ganado honradamente.
Un mes después de la primera intervención, cayeron los primeros muertos colombianos, en la ofensiva aliada contra el baluarte comunista de Kumsong. Los soldados de Colombia, que parecían pequeños peleando al lado de los robustos norteamericanos, conocieron entonces por primera vez la importancia de disparar los primeros. Pacíficos y románticos muchachos de Antioquia, Cundinamarca, Boyacá o la costa atlántica, que todas las noches se acompañaban con el tiple canciones colombianas y escribían cartas a sus parientes y amigos como si aquello no fuera otra cosa que unas extrañas, inesperadas y cómodas vacaciones; buenos muchachos que en su vida habían matado una mosca, se encontraron bruscamente enfrentados a la necesidad de matar, para conquistar 2.000 metros cuadrados de una pelada cresta que para ellos no significaba nada, cuyo nombre original no sabían pronunciar y que en la actualidad muchos no recuerdan. Allí cayeron el cabo Helio de Jesús Ramos, el sargento segundo Daniel Hurtado y el soldado Oliverio Cruz. Pero los sobrevivientes, que hubieran podido pensar que aquélla era una guerra inútil, en la que no se conquistaban ciudades sino colinas, tuvieron pocos días después la sensación del heroísmo reconocido: el general James A. Van Fleet, comandante del octavo ejército, les envió un mensaje especial de felicitación por su sobresaliente actividad en la ofensiva de Kumsong. El mayor general Brian, comandante de la XXIV división, dijo que se sentía orgulloso de tener a los colombianos bajo su mando.
Durante su permanencia en el Pacífico, cada soldado colombiano tuvo por lo menos cinco días de franquicia en Yokohama. Como la mayoría de ellos no cobraban completos sus 39,50 dólares mensuales, cuando viajaban con franquicia retiraban el saldo y se presentaban a Yokohama dispuestos a gastarse un pequeño capital en dólares, que traducido al peso colombiano y al costo de la vida colombiana, les habría alcanzado para vivir decorosamente durante un semestre. La invasión norteamericana hizo prosperar las diversiones en el Japón. La guerra de Corea reforzó su esplendor. Cuando los soldados colombianos llegaron a Yokohama, encontraron a cada paso finas y graciosas japonesas que hablaban un castellano de cuatro o cinco palabras muy expresivas, aprendidas en diez días. Acostumbrados a sacar las cuentas en moneda colombiana, los soldados se encontraron de pronto con el problema de concebir ingeniosas maneras de gastarse sus dólares, pues el tradicional sistema colombiano de malbaratar el dinero resultó extraordinariamente rudimentario en el Japón, donde una fiesta con una amiga no valía veinte dólares.
Muy probablemente ningún colombiano pobre ni ningún colombiano rico se han sentido tan intempestivamente ricos como los soldados colombianos en el Japón. De esa transitoria experiencia los veteranos que ahora están en Colombia, rompiéndose el cuero por conseguir un empleo, sólo tienen el retrato de una sonriente japonesa, de la que hablan minuciosamente, con profusión de detalles y acaso muchos de ellos con la nostalgia de una guerra que les permitió ser casi fabulosamente solventes durante cinco días. En Corea los colombianos aprendieron que la comida, abundante y buena, podía llegar en camiones que parecían conducidos por Papá Noel. Aprendieron a ser saludados como héroes en las ciudades del Japón y a que los militares extranjeros de la más elevada jerarquía manifestaran el orgullo de tenerlos a sus órdenes. Aprendieron a mascar goma, a fumar cigarrillos extranjeros, sin necesidad de poner en peligro el presupuesto doméstico, y a gastarse cincuenta dólares en una fiesta, sin necesidad de pensar, a la mañana siguiente, en el dinero de la leche para los niños. No sólo eran héroes condecorados, sino héroes solventes, a los que las comodidades de la vida les llovían del cielo, como se supone que debe ocurrir a la imagen tradicional del héroe.
El regreso a Colombia, después de las grandes recepciones, fue como un brusco choque con una realidad que ahora es amarga porque estuvieron en Corea, pero que antes era, sencillamente, la realidad colombiana. La versión de las becas especiales, de las pensiones de por vida y las facilidades para quedarse a vivir en los Estados Unidos, resultó una invención fantástica, de origen desconocido. Poco tiempo después del regreso se les daba la baja del ejército, y los soldados, vestidos con un traje civil suministrado por el gobierno, tenían un bolsillo para las condecoraciones, otro para la cartera con el último dólar coreano y el retrato de la amiga japonesa, y finalmente dos bolsillos en los pantalones para meter las manos.
De la noche a la mañana la vida cambió para un lado. Y de la mañana a la noche regresó al otro, en peores circunstancias. Ha sido imposible obtener el dato oficial de cuánto le costó a la nación colombiana la experiencia de estos veteranos, una gran cantidad de los cuales no puede conseguir empleo, porque otra versión ha prosperado, absurdamente generalizada: se dice que todos los veteranos de Corea son desequilibrados mentales.
En nuestra página de internet www.elespectador.com también se puede leer el reportaje de García Márquez a un sobreviviente de la bomba atómica de Hiroshima. Espere mañana: “Cómo nació la Universidad de los Andes”.