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De Gabriel García Márquez (o de los espejismos)

El 6 de marzo se cumple el aniversario 96 del nacimiento del nobel de literatura colombiano y un periodista cultural plantea un debate sobre los paréntesis que aparecen en la página final de “Cien años de soledad”.

Simón Uprimny Añez
05 de marzo de 2023 - 02:00 a. m.
Gabriel García Márquez (6 de marzo de 1927 - 17 de abril de 2014) junto a su esposa Mercedes en uno de sus últimos recorridos públicos por el Caribe.
Gabriel García Márquez (6 de marzo de 1927 - 17 de abril de 2014) junto a su esposa Mercedes en uno de sus últimos recorridos públicos por el Caribe.
Foto: AFP - ALEJANDRA VEGA
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“Porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. Muchos colombianos conocen estas palabras. Las han escuchado demasiadas veces parafraseadas en mediocres titulares de noticias, evocadas en discursos políticos de tinte patriótico y hasta ultrajadas en anuncios comerciales de funerarias. El fragmento, ya se sabe, es el que cierra Cien años de soledad y es también uno de los más citados de toda la literatura en español. Lo que no siempre se sabe es que hace parte de una frase mucho más larga, que observada con detenimiento, se asemeja a un iceberg vanidoso cuyos secretos se esconden bajo la superficie del agua. (Recomendamos: Ensayo de Nelson Fredy Padilla: ¿Qué aprender hoy de Gabriel García Márquez?).

En una relectura reciente de Cien años de soledad, al llegar a esa última frase noté algo extraño. Algo que no recordaba haber advertido antes. Repasemos la frase en su totalidad: “Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre porque las estirpes…” y el resto sale de memoria. La frase es bella, poderosa y enrevesada: está compuesta de 86 palabras, entre ellas, 14 sustantivos, 16 preposiciones y seis adverbios. Y contiene aquello que encendió mi curiosidad: un inciso entre paréntesis. Yo no recordaba haberme tropezado con ningún otro paréntesis en las páginas anteriores. Revisé entonces varios PDF de la novela y, apoyado en el mágico buscador de palabras, lo comprobé: la parte de “(o los espejismos)” es el único pasaje de Cien años de soledad escrito entre paréntesis.

Sospecho que con esto he hecho un descubrimiento. No lo digo por vanidad personal, sino porque, según las exploraciones que hasta ahora he adelantado, no es un asunto que haya sido tratado. Pero digo sospecho porque, debido al carácter infinitamente popular de los clásicos, es posible que alguien, algún comentarista escandinavo o un profesor norteamericano, haya escrito algo al respecto. Y aunque no lo digo, espero ardientemente que no, por vanidad personal.

García Márquez no dejaba nada al azar. Por muy caribeño y desenfadado que pareciera con sus camisas multicolores y su pelo alborotado, a la hora de escribir no se tomaba nada en broma: era metódico, sistemático, calculador. Un trabajador incansable que pensaba y repensaba la estructura de sus libros hasta el más mínimo detalle. Por eso no me cabe duda de que la intromisión de ese solitario paréntesis en su ópera magna nada tiene de accidental. Sobre todo tratándose de un autor que daba tanta importancia a la primera y a la última frase de todos sus libros.

Pero si no es un hecho casual, ¿cuál era entonces el propósito de García Márquez al tomar esta decisión? Para intentar responder, diseccionemos juntos la frase que le baja el telón a Cien años de soledad. Recordemos que “la ciudad de los espejos” se refiere a Macondo: es un retorno al inicio de la novela, al momento en que, antes de la fundación del pueblo, “José Arcadio Buendía soñó esa noche que en aquel lugar se levantaba una ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo. Preguntó qué ciudad era aquella, y le contestaron con un nombre que nunca había oído, que no tenía significado alguno, pero que tuvo en el sueño una resonancia sobrenatural: Macondo”.

Inmediatamente después de “ciudad de los espejos” viene “(o los espejismos)”. De lejos se ve que este paréntesis no cumple simplemente un uso práctico, como el de indicar las fechas de nacimiento y de muerte de una persona. Tampoco cumple la típica función de interrumpir un enunciado con un inciso aclaratorio o accesorio, que podría incluso ser eliminado del texto sin que este viera gravemente afectado su sentido esencial. Al contrario: este paréntesis, al ser el único de toda la obra, en vez de quitarle importancia a las palabras que encierra, las realza.

En la relación entre las palabras “espejos” y “espejismos” parece entonces ocultarse una de las claves del enigma. Y en efecto: estas dos palabras, aunque aparenten ser muy similares, son en realidad muy distintas. Cuando decimos que una cosa es espejo de otra, nos referimos a que esa cosa representa a la otra tal como es. Cuando aseguramos, por ejemplo, que una película es un espejo de la realidad, queremos decir que representa, o mejor aún, refleja fielmente la realidad (aunque esto no sea exacto desde el punto de vista de la física, ya que en un espejo la imagen reflejada se nos aparece invertida; pero ese es otro cuento). Este es justamente el sentido metafórico que García Márquez le otorga a la palabra “espejo”; como en aquel episodio culinario en que “el supuesto Aureliano Segundo desmigajó el pan con la mano derecha y tomó la sopa con la izquierda. Su hermano gemelo, el supuesto José Arcadio Segundo, desmigajó el pan con la mano izquierda y tomó la sopa con la derecha. Era tan precisa la coordinación de sus movimientos que no parecían dos hermanos sentados el uno frente al otro, sino un artificio de espejos”. E incluso podría agregarse, asumiendo el riesgo de caer en el tentador dominio de lo rebuscado, que gráficamente un paréntesis es como un espejo: ( ). Como una media luna que se refleja a sí misma.

En cambio, un espejismo es algo que parece una cosa pero en realidad es otra. Algo que engaña, que embauca. Una ilusión. Como le sucedió a Aureliano Segundo cuando “se extravió por desfiladeros de niebla, por tiempos reservados al olvido, por laberintos de desilusión. Atravesó un páramo amarillo donde el eco repetía los pensamientos y la ansiedad provocaba espejismos premonitorios”.

En su brillante estudio Historia de un deicidio, Vargas Llosa señala que es en las últimas páginas, y especialmente gracias al golpe de la frase final, que el lector de Cien años de soledad descubre que todo lo que hasta ese momento ha leído son los manuscritos en sánscrito de Melquíades descifrados por Aureliano Babilonia, y que, por lo tanto, el narrador de la novela no es un narrador omnisciente externo al relato, sino el mismo Melquíades. Es sólo hasta ese último instante cuando el narrador y lo narrado se funden, que el misterio se revela y el lector, confundido, deslumbrado, se descubre víctima de un delicioso engaño y entiende que había estado sumergido, durante varios cientos de páginas, en un maravilloso espejismo.

Este juego narrativo no es sino un eslabón más de la inacabable discusión sobre los límites y diferencias entre literatura y realidad. García Márquez decía que la literatura debía ser una trasposición poética de la realidad y, por ende, desconfiaba de ella como representación de lo real, pues aunque toma ciertos aspectos de la realidad, nunca será su representación exacta. Primero porque no puede, pero sobre todo porque no quiere serlo: la literatura es un mundo diferente, una dimensión aparte. Con la inclusión del paréntesis postrero, García Márquez deja sembrada la duda en el lector: ¿qué fue acaso lo que leí: un espejo o un espejismo? Así, el maestro de Aracataca ideó un mecanismo para reírse eternamente de nosotros, recordándonos que, como Aureliano descubrió en Cien años de soledad, “la literatura es el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente”.

Pero me parece que el secreto detrás del misterioso paréntesis va un poco más allá y que se puede excavar todavía más hondo. Por eso aventuro una última hipótesis: al relatar el episodio final en el que Aureliano Babilonia descifra los pergaminos, y al declarar “que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre”, García Márquez no sólo se refería a la realidad ficticia de la novela: hablaba también de su propia obra. Sospecho que, cuando estaba terminando de escribir Cien años de soledad, tenía plena conciencia de que le entregaría al mundo una obra inigualable que trastocaría por completo la historia universal de las letras. Al escribir que Aureliano Babilonia “ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto”, García Márquez no sólo cerraba el círculo de existencia de Macondo y sus habitantes, sino que pensaba también en sí mismo, en su vida, que se acercaba peligrosamente a un punto de no retorno. Sabía muy bien que ya nunca podría salir de ahí, de ese libro.

No se equivocaba: desde la publicación de Cien años de soledad, en 1967, su vida cambió para siempre. El éxito de la novela fue instantáneo y su autor se vio envuelto en un torbellino de fama y fasto, convirtiéndose en uno de los escritores más reconocidos del planeta. Desde ahí, su gloria no haría sino aumentar, hasta alcanzar su punto máximo años más tarde con la concesión del Nobel. Pero el mundo de las celebridades no es todo color de rosa. Ya todos hemos leído alguna vez testimonios de personajes muy reconocidos que señalan que, detrás de todo su brillo y esplendor, la fama no es más que un territorio de falsas amistades, mentiras e ilusiones. De espejismos. Al concluir Cien años de soledad, García Márquez sabía que estaba levantando los cimientos de una prisión de una sola celda que lo alojaría hasta el final de sus días. Una prisión luminosa, espléndida, trágica que confinaría para siempre su vida anterior entre paréntesis.

* Nota aclaratoria del autor Simón Uprimny Añez:

Je m’accuse

El domingo pasado se publicó en este periódico un texto con una notable inexactitud. En el artículo, que llevaba por título “De García Márquez (o de los espejismos)”, el autor aseguraba que el único paréntesis que aparece en Cien años de soledad se encuentra en la última frase del libro. Esto es falso: en la novela no hay uno sino ¡cinco paréntesis!, como se lo hizo ver un fanático de García Márquez al autor de la nota. En cualquier otra circunstancia, yo celebraría efusivamente esta rigurosa búsqueda de la verdad entre lectores. En este caso, sin embargo, hay un problema: el autor de la nota soy yo.

Para mi eterna vergüenza, en Cien años de soledad hay cuatro paréntesis además del postrero (los cito, para el curioso, al final de este breve texto). Todos estos aparecen en la primera mitad del libro y considero que ninguno de ellos es misterioso como el último: son mucho más aclaratorios, explicativos; en este sentido, creo que mi conjetura sobre el misterio de la última frase sigue siendo interesante. Sin embargo, no hay duda de que este hecho le quita mucho atractivo a lo que escribí.

Me gustaría explicar racionalmente por qué no encontré esos otros escurridizos paréntesis cuando revisé algunos PDF de la novela con el buscador de palabras. Pero no puedo. Quizás el buscador de palabras es en verdad un artefacto mágico, pero que funciona por medio de una magia oscura y luciferina que yo no domino. O, tal vez, los manuscritos desempolvados por Aureliano Babilonia están cargados de trucos para burlarse de aquel que, envuelto en un torbellino de vanidad, crea descubrir en ellos lo que no es. En ese caso: ¡te maldigo, Melquíades!

Al generoso lector de García Márquez que me contactó: gracias por hacerme caer en cuenta de mi error. A los fieles lectores del periódico: confío en que sabrán disculpar que les haya hecho caer en un espejismo, uno en el que yo mismo caí (¿un espejo de espejismo?).

Los cuatro paréntesis adicionales de Cien años de soledad son los siguientes. El primero pertenece al primer capítulo: “Lo dejó clavar las cajas y poner sus iniciales encima con un hisopo entintado, sin hacerle ningún reproche, pero sabiendo ya que él sabía (porque se lo oyó decir en sus sordos monólogos) que los hombres del pueblo no lo secundarían en su empresa”. El segundo, al segundo capítulo: “Sin embargo, la noche en que acamparon junto al río, las huestes de su padre tenían un aspecto de náufragos sin escapatoria, pero su número había aumentado durante la travesía y todos estaban dispuestos (y lo consiguieron) a morirse de viejos”. El tercero, al tercer capítulo: “Por una curiosa inversión de la costumbre, fue Úrsula quien le sacó aquella idea de la cabeza, como fue también ella quien olvidó sus antiguos resquemores y decidió que Melquíades se quedara viviendo en la casa, aunque nunca permitió que le hicieran un daguerrotipo porque (según sus propias palabras textuales) no quería quedar para burla de sus nietos”. El cuarto, al capítulo número once: “Meses después de su llegada, cuando ya era conocido y apreciado, Aureliano Triste andaba buscando una casa para llevar a su madre y a una hermana soltera (que no era hija del coronel) y se interesó por el caserón decrépito que parecía abandonado en una esquina de la plaza”.

Por Simón Uprimny Añez

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Maravillosa columna y maravilloso descubrimiento. Descubrir estos juegos del Nobel es siempre gratificante.
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No es imprescindible la fama para “vivir en el territorio de las falsas amistades, mentiras, espejismos e ilusiones”.
Atenas(06773)05 de marzo de 2023 - 10:28 a. m.
Resulta torpe q’ tanto se le postre este medio a un escritor q’ fue incomparable en nuestro medio; mas, en el campo político, mantuvo medio despistado, y ese es pa mí y sus detractores su horroroso pasado hoy confirmado: todo aquello q’ lo deslumbró, la utopia de la rev.cubana, resultó en abominable trato y desprecio x el pueblo pa el cual cantó una nueva aurora boreal. Sí, medio confundido anduvo
Luis(11808)05 de marzo de 2023 - 02:25 a. m.
Este no es el unico parentesisis en Cien años de Soledad, recuerdo por lo menos otro. sobre uno de los 17 hijos del coronel Aureliano Buendia.
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