De la poesía un crimen y del crimen un tentempié
Aquí, al menos, un poema inédito de Jaime Jaramillo Escobar, X-504, el no nadaísta que hace de la poesía un crimen y nosotros del crimen un tentempié.
Manuela Saldarriaga H.
Dijo esa tarde Jaime Jaramillo Escobar sobre Pinocho, aquel mentirosillo de piel madera, que gozaba de una gran ventaja sobre el poco cuerdo Ingenioso Hidalgo. Rezó el poeta el cuento, en verbo y cuerpo vivo, de cómo una marioneta había llegado a ser más universal que un loco. Sin sombrero de copa alta y en su lugar con boina, esa tarde este mago dijo, y no de boca en boca, que el italiano Carlo Collodi, versado en muchos conocimientos, había logrado con muy buen tino la acometida impetuosa del olvido y del tiempo.
Lo dijo cuando distintos jugueticos de espigada nariz, estacionados en tablas de un anaquel y sobre un escritorio de un cuartillo al costado de su domicilio, nos fueron mirando con voluntad creyente justo antes de doblar cuesta abajo, hacia la salida. Él, en otro templo y el mismo monje, inhaló, alzó sus manos a la medida de su cintura y con un suave vaivén vertical, me fue diciendo: todo aquel a quien se le pregunte por un padre carpintero, Pepito Grillo y la tendencia de un niño a la falsía, puede dar razón del asunto; si a cualquiera, en cambio, se le mencionan los molinos o la lunática idea sobre una tal Dulcinea, puede no ser tan astuto con el acertijo.
Dos años atrás, en una entrevista, ya Jaime Jaramillo me había advertido que si llegara a encontrarse a don Miguel de Cervantes Saavedra caminando por la calle, de seguro calificaría la coincidencia como un gran acontecimiento. Hizo la mención para dejar a salvo al muy dichoso ilustre de la lengua como arquetipo de su argumento: no ha creído digno el desmesurado reconocimiento de autor, lo que en ocasiones es una necedad y, en su caso, un caso omiso, porque este es poeta anónimo de sí, con rostro singular por su ojo alicaído, un no nadaísta que reconoció que del Nadaísmo nunca hubo puerta, ni de ida ni de vuelta, y tal vez sea lo suyo y a cielo abierto, una ventana tersa a la patafísica. “Y las lunas son las uñas de los dedos de Dios”.
Tan solo un compañero de escuela de Gonzalo Arango, X-504, inimitable todo él en su especie de pajarillo, se conserva estable en la posición de desaliño con la nombradía, porque los poemas, los muy buenos, andan huérfanos, y porque la poesía teme tanto a los poetas como los poetas a ella. Pero por cualquier diablejo, ¿quién que en escena deja a otros alargar fino oído, atento a la solícita cadencia con la que declama; conventual, de intrigante tono sentencioso, propuso alguna vez despedirnos de su nombre?
Llegó otra noche, la del tentempié, con su blanca sombra que es Verano Brisas y se mantuvo en calma mientras esperó su turno. Previo al piscolabis, ya con introducción y loa, se apareció de pronto como un quinqué sobre El Cantadero, hizo del escenario un santuario, tal como es debido, y en mi bien amado Matacandelas, bajo una lumbre pálida y condensada, le oímos entre pocos a este frágil pajarillo decir con su inconfundible ritmo de cuplé: “Entran en fila de muda procesión y atraviesan la sala...”, entonando la visita de fantasmas y a lo sumo diez poemas recitó aquella vez el hombre de verso desnudo y aquí un recuerdo para los que no están, para los perdidos de vista y para los desaparecidos:
Los desaparecidos
Todos hemos tenido amigos, o parientes o relacionados que de pronto
desaparecen y nada se vuelve a saber de ellos.
Permanecen en el afecto de nuestra memoria y nos preguntamos dónde
estarán,
si hallarlos fuese posible,
y en esa incertidumbre permanecemos sin saber hasta cuándo,
si algún día recuperaremos su presencia convertida en recuerdo y
añoranza, sin que ellos sean conscientes de nuestra inquietud.
Qué casualidad, o qué mal suceso ocasionó su falta,
si no fueron conscientes de nuestro afecto, o si también nosotros seremos
los perdidos para ellos.
Pasan los años y de pronto, ocasionalmente, llegan noticias de lugares que
no imaginábamos, suministradas al acaso por desconocidos
que ignoran que sus desprevenidas revelaciones tienen algo que ver con
las palpitaciones de nuestro corazón.
Para entonces ya es tarde, la costumbre hizo lo suyo, el afecto permanece,
pero la realidad se sobrepone a la esperanza y quedamos enterados de que
hubo un pasado irrecuperable,
si feliz u ocasional, eso pierde significado, y la vida sigue coja por la falta
irremediable de un ser cuya afinidad espiritual nos concernía.
Según creemos, no debió desaparecer inesperadamente, convirtiéndose en
fantasma de nuestra experiencia,
de la cual se dice que podrá repetirse con otros fantasmas igualmente
ceremoniosos,
perdidos en el cambiante desperdicio del mundo que nada conserva y nada
repite,
y para cada generación humana constituye un engaño perdido en la
eternidad sin memoria.
Sólo queda ofrecer un tributo a la falsa realidad inexistente, y a la vez ser
los desaparecidos para otros que igualmente desaparecerán, y entonces para
qué esta inquietud, este reclamo carente de destinatario, este pobre canto de
soledad y angustia, si nos enseñan que vamos hacia adelante cuando en
realidad vamos hacia atrás, desandando un camino circular sin principio ni fin.
El circo del mundo toca sus trompetas, y la función que se repite vuelve a
comenzar con otros payasos semejantes a los anteriores, pero más sufridos con
el peso de la duda que implica saber si son otros, o los mismos que regresan
del pasado para seguir representando la misma comedia imaginaria.
Dijo esa tarde Jaime Jaramillo Escobar sobre Pinocho, aquel mentirosillo de piel madera, que gozaba de una gran ventaja sobre el poco cuerdo Ingenioso Hidalgo. Rezó el poeta el cuento, en verbo y cuerpo vivo, de cómo una marioneta había llegado a ser más universal que un loco. Sin sombrero de copa alta y en su lugar con boina, esa tarde este mago dijo, y no de boca en boca, que el italiano Carlo Collodi, versado en muchos conocimientos, había logrado con muy buen tino la acometida impetuosa del olvido y del tiempo.
Lo dijo cuando distintos jugueticos de espigada nariz, estacionados en tablas de un anaquel y sobre un escritorio de un cuartillo al costado de su domicilio, nos fueron mirando con voluntad creyente justo antes de doblar cuesta abajo, hacia la salida. Él, en otro templo y el mismo monje, inhaló, alzó sus manos a la medida de su cintura y con un suave vaivén vertical, me fue diciendo: todo aquel a quien se le pregunte por un padre carpintero, Pepito Grillo y la tendencia de un niño a la falsía, puede dar razón del asunto; si a cualquiera, en cambio, se le mencionan los molinos o la lunática idea sobre una tal Dulcinea, puede no ser tan astuto con el acertijo.
Dos años atrás, en una entrevista, ya Jaime Jaramillo me había advertido que si llegara a encontrarse a don Miguel de Cervantes Saavedra caminando por la calle, de seguro calificaría la coincidencia como un gran acontecimiento. Hizo la mención para dejar a salvo al muy dichoso ilustre de la lengua como arquetipo de su argumento: no ha creído digno el desmesurado reconocimiento de autor, lo que en ocasiones es una necedad y, en su caso, un caso omiso, porque este es poeta anónimo de sí, con rostro singular por su ojo alicaído, un no nadaísta que reconoció que del Nadaísmo nunca hubo puerta, ni de ida ni de vuelta, y tal vez sea lo suyo y a cielo abierto, una ventana tersa a la patafísica. “Y las lunas son las uñas de los dedos de Dios”.
Tan solo un compañero de escuela de Gonzalo Arango, X-504, inimitable todo él en su especie de pajarillo, se conserva estable en la posición de desaliño con la nombradía, porque los poemas, los muy buenos, andan huérfanos, y porque la poesía teme tanto a los poetas como los poetas a ella. Pero por cualquier diablejo, ¿quién que en escena deja a otros alargar fino oído, atento a la solícita cadencia con la que declama; conventual, de intrigante tono sentencioso, propuso alguna vez despedirnos de su nombre?
Llegó otra noche, la del tentempié, con su blanca sombra que es Verano Brisas y se mantuvo en calma mientras esperó su turno. Previo al piscolabis, ya con introducción y loa, se apareció de pronto como un quinqué sobre El Cantadero, hizo del escenario un santuario, tal como es debido, y en mi bien amado Matacandelas, bajo una lumbre pálida y condensada, le oímos entre pocos a este frágil pajarillo decir con su inconfundible ritmo de cuplé: “Entran en fila de muda procesión y atraviesan la sala...”, entonando la visita de fantasmas y a lo sumo diez poemas recitó aquella vez el hombre de verso desnudo y aquí un recuerdo para los que no están, para los perdidos de vista y para los desaparecidos:
Los desaparecidos
Todos hemos tenido amigos, o parientes o relacionados que de pronto
desaparecen y nada se vuelve a saber de ellos.
Permanecen en el afecto de nuestra memoria y nos preguntamos dónde
estarán,
si hallarlos fuese posible,
y en esa incertidumbre permanecemos sin saber hasta cuándo,
si algún día recuperaremos su presencia convertida en recuerdo y
añoranza, sin que ellos sean conscientes de nuestra inquietud.
Qué casualidad, o qué mal suceso ocasionó su falta,
si no fueron conscientes de nuestro afecto, o si también nosotros seremos
los perdidos para ellos.
Pasan los años y de pronto, ocasionalmente, llegan noticias de lugares que
no imaginábamos, suministradas al acaso por desconocidos
que ignoran que sus desprevenidas revelaciones tienen algo que ver con
las palpitaciones de nuestro corazón.
Para entonces ya es tarde, la costumbre hizo lo suyo, el afecto permanece,
pero la realidad se sobrepone a la esperanza y quedamos enterados de que
hubo un pasado irrecuperable,
si feliz u ocasional, eso pierde significado, y la vida sigue coja por la falta
irremediable de un ser cuya afinidad espiritual nos concernía.
Según creemos, no debió desaparecer inesperadamente, convirtiéndose en
fantasma de nuestra experiencia,
de la cual se dice que podrá repetirse con otros fantasmas igualmente
ceremoniosos,
perdidos en el cambiante desperdicio del mundo que nada conserva y nada
repite,
y para cada generación humana constituye un engaño perdido en la
eternidad sin memoria.
Sólo queda ofrecer un tributo a la falsa realidad inexistente, y a la vez ser
los desaparecidos para otros que igualmente desaparecerán, y entonces para
qué esta inquietud, este reclamo carente de destinatario, este pobre canto de
soledad y angustia, si nos enseñan que vamos hacia adelante cuando en
realidad vamos hacia atrás, desandando un camino circular sin principio ni fin.
El circo del mundo toca sus trompetas, y la función que se repite vuelve a
comenzar con otros payasos semejantes a los anteriores, pero más sufridos con
el peso de la duda que implica saber si son otros, o los mismos que regresan
del pasado para seguir representando la misma comedia imaginaria.