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Todo aquello que en un momento de la historia parecía imposible, e incluso, todo aquello que les pareció improbable y una absoluta locura siquiera pronunciarlo a algunos personajes esenciales de esa historia, fue luego una realidad, y así ocurrió una y otra y otra vez. En 1790, como lo escribió Hanno Sauer, Immanuelle Kant sostenía que “esperar que algún nuevo Newton vendrá un día a explicar la producción de un tallo de yerba por leyes naturales, a las que no presida designio alguno” era “absurdo”. No obstante, en palabras del mismo Sauer, “apenas sesenta y nueve años más tarde se publicó la obra de Charles Darwin ‘El origen de las especies’”.
La idea de Darwin se había empezado a generar muchos años antes de él, por momentos desde el anonimato, por momentos desde la polémica o la confrontación, y fue producto de una larga sucesión de descubrimientos, discusiones, debates y contradebates entre personajes que creían en un Dios, en un bien y un mal, y otros que preferían aferrarse a lo que había empezado a llamarse “ciencia”, luego de desprenderse de sus denominaciones anteriores, “filosofía natural” o “historia natural”, utilizadas, fundamentalmente, para no dejar por fuera la posibilidad de que hubiera uno o varios dioses o creadores de la vida y el universo.
En un lado, por supuesto, estaba la Iglesia. En sus santas escrituras se encontraban los postulados sobre la creación del universo, que había sucedido, como decía la Biblia, en siete días y siete noches, y tres mil años antes de Cristo. De alguna manera, aquellas eran escrituras, textos. En términos académicos, filología. Estudios de la palabra, hechos sobre otros estudios de la palabra, que comenzaron a ser rebatidos, cuestionados, por una nueva práctica que se fue haciendo cada vez más importante, más valiosa para saber qué podía haber ocurrido antes de casi todos los antes, aunque aún faltaran más de 50 años en darle un nombre: la arqueología.
“En mayo de 1789 partió de Toulon, Francia, una de las expediciones más extraordinarias de la historia de las ideas. No menos de 167 químicos, ingenieros, biólogos, geólogos, arquitectos, pintores, poetas, músicos y médicos, acudieron al puerto meridional para acompañar como ‘savants’ a la tropa de treinta y ocho mil hombres que también se habían reunido allí. Al igual que los soldados, los “sabios ignoraban a dónde se dirigían, pues su joven comandante, Napoleón Bonaparte, había mantenido en secreto el destino de la expedición”. Aquellos sabios, ‘savants’, como los denominó Peter Watson en su libro sobre las ideas que transformaron la historia de la humanidad, iban hacia Egipto.
“La maravilla de los estudiosos se multiplicó con el descubrimiento de un gran bloque de granito en Rosetta, donde un contingente de soldados estaba limpiando un terreno que planeaban convertir en fortificación. La piedra contenía tres textos, uno en jeroglíficos, otro en caracteres demóticos (una forma de escritura cursiva egipcia) y otro más en griego”.
Peter Watson (Ideas: historia intelectual de la humanidad. 2005)
Desembarcaron en Alejandría, y a los pocos días, comenzaron a trabajar en distintos frentes, protegidos por los soldados de Napoleón, y ayudados por ellos para realizar todo tipo de excavaciones y descubrimientos. Crearon nuevas bombas y lápices, investigaron las relaciones entre los distintos pueblos que habían pasado por Egipto, escribieron y publicaron un periódico que daba cuenta de lo que iban encontrando, y ante todo, anotaron casi todo lo que iban viendo y que luego, durante 25 años, se convirtió en una enciclopedia de 23 volúmenes a la que llamaron “La descripción de Egipto”, y cuya introducción fue escrita por Jean-Baptiste-Joseph Fourier.
Palabras más, palabra menos, la historia de la arqueología como tal se inició con aquella expedición, y llevó a derrumbar gran parte de los cimientos de la fe cristiana, o de la filología cristiana, y por ende, de su credibilidad y sus mandamientos. De su bien y su mal. Poco a poco, o mejor dicho, muy poco a poco, muy lentamente, y sin que fuera su objetivo principal, por distintas excavaciones, hallazgos y relecturas de antiquísimos textos, diversos investigadores cotejaron fuentes, orígenes, veracidad y épocas, y más que todo, fueron logrando una profunda y cada vez más exacta comprensión de los tiempos en los que se había escrito cada texto, comenzando por el Nuevo Testamento.
Como decía Watson, el primer gran logro de los nuevos filólogos “fue conseguir datar con bastante exactitud los evangelios, algo que arrojó nueva luz sobre las inconsistencias detectadas en las diferentes versiones sobre la vida de Jesús, cuya fiabilidad en términos generales empezó a ser cuestionada”. La gran explosión de las primeras décadas del siglo XIX fue una obra de David Strauss, un profesor de la Universidad de Zurich que posaba de dramaturgo, romántico, trágico, magnético y partidario de la hipnosis, cuyas creencias oscilaban entre la mística y la comprobación, y quien escribió el libro “La vida de Jesús, examen crítico”.
“La educación no puede consistir por completo en un mero despliegue -porque todo lo que se mantiene vivo se despliega- ni en un desarrollo de todas las capacidades, porque nunca podremos actuar sobre todas a la vez. El niño no ha de ser educado para el presente -esto ocurrirá de manera incesante sin nuestro concurso- sino para el futuro remoto y en oposición al inmediato”.
Jean Paul Richter (Levant, 1806)
Allí, aseguraba que “Jesús no era una figura divina, que los milagros nunca habían tenido lugar y que la Iglesia, tal y como la conocemos, tenía muy poca relación con Jesús”. Sus ideas produjeron un incendio, no solo entre los miembros de la Iglesia Católica, sino entre algunos académicos y directores de centros de educación, que intentaron por todos los medios posibles denigrar de él para tratar de sofocar el fuego de sus palabras, una antigua estrategia que recorría prácticamente toda la historia de la humanidad. Sin embargo, sus palabras se multiplicaron en distintas lenguas, y llevaron a varios pensadores a ir más allá de lo ordenado y establecido por los siglos.
Por la arqueología, que le dio fuerza a la filología, los nuevos descubridores llegaron a la conclusión de que la historia de los seres humanos era bastante anterior a la historia de la escritura, y lo comprobaron. Un hallazgo los fue llevando a otros hallazgos. Así, un maestro de escuela llamado Georg Friedrich Grotefend, descifró la escritura cuneiforme de Persépolis reorganizando los grupos de cuñas y separándolas por espacios, para después relacionarla con el sánscrito y llevar a Babilonia a los estudiosos que años más tarde, en 1847, fueron hasta Nínive y Nimrud, en las tierras de Irak, y descubrieron, bajo el mando de un lord, Sir Austen Layard, los tesoros de Assurnasirpal II.
Inmensos leones y semitoros, dibujos, puertas, jarrones, copas, platos, Sir Austen Layard encontró el fantástico mundo que parecía haber construido el rey de Asiria hacia los años 860 a. de C., pero no se quedó en eso. Siguió en su búsqueda. Les escribió cartas a otros buscadores, los convidó a continuar con su trabajo, hasta que entre algunos escombros surgió, como escribió Watson, “una tablilla en cuneiforme en la que estaba escrita la epopeya de Gilgamesh, notable por dos razones: en primer lugar, era mucho más antigua que los poemas homéricos y la Biblia; en segundo lugar, diversos episodios del relato, como el de la gran inundación, eran similares a los que recogía el Antiguo Testamento”.