De Samuel Langhornhe Clemens a Mark Twain (I)
El río. Una eterna promesa. Un fluir sin fin de peces y piedras, de desechos, de visiones. Y él allí, a la orilla, a la espera del milagro, porque del río siempre podía surgir un milagro. Él lo aguardaba, como todos a lado y lado del Mississippi, desde Nueva Orleáns hasta St. Paul, y brincaba de su asiento cada vez que alguien en Hannibal gritaba Vapoooooor a la vista.
Fernando Araújo Vélez
Se estremecía, y mientras corría de un lado hacia el otro, sin saber por qué ni para qué, oía cómo se desperezaban el tendero, el mendigo, el cura, la señora que lavaba ropa y el niño que jugaba a hacer castillos de tierra. Y el alguacil, y el empresario, y la mujer del empresario, y su padre y su madre y la profesora y el vendedor de la única tienda de libros del pueblo. Todos empezaban a caminar. A dar vueltas y a mirar hacia el norte, con una ilusión por dentro. Eran los años de mil ochocientos cuarenta.
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Se estremecía, y mientras corría de un lado hacia el otro, sin saber por qué ni para qué, oía cómo se desperezaban el tendero, el mendigo, el cura, la señora que lavaba ropa y el niño que jugaba a hacer castillos de tierra. Y el alguacil, y el empresario, y la mujer del empresario, y su padre y su madre y la profesora y el vendedor de la única tienda de libros del pueblo. Todos empezaban a caminar. A dar vueltas y a mirar hacia el norte, con una ilusión por dentro. Eran los años de mil ochocientos cuarenta.
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“Samuel”, lo llamaban. “Samuel”, le decían, y lo buscaban para que les dijera qué iba a ocurrir, porque “Samuel” era prodigioso. Veía lo que pasaba desapercibido para el común de la gente. Veía espadas, o rifles, o piratas, y veía que cada vez que se acercaba un vapor, podía aparecer una aventura. Se había criado y había crecido con los pocos libros que vendía el único librero del pueblo, y con el pasar de las hojas, entre algunas que tenían dibujos y otras que acabarían por mancharse de tantas lecturas, de sus lecturas, había ido pintando en su imaginación otra vida. Otras vidas. Cada vapor que se aproximaba contenía aquellas vidas. Él las relataba. Las inventaba, aunque en realidad jamás inventara. Describía. Y cuando el vapor atracaba, descubría que todo aquello que había dicho era verdad. Con un poco de ficción, pero verdad.
Entonces el borracho del pueblo, “el borracho de los tablones”, como se refería a él, se despertaba de su sueño de delirios y gritaba como todos, “El vapoooor, el vapoooor”, y corría al muelle para esperar él también algo fuera de lo común. Por diez, quince minutos, veía carretas, frutas que llegaban, sacos de lo que fuera que subían, vendedores que ofrecían sus mercancías, gente que iba a toda prisa, la prisa que podía haber en un pueblo como aquel de Hannibal, Missouri, y veía, también a Samuel, Samuel Langhorne Clemens, un niño de pantalones cortos que lo observaba todo, atónito, como si el mundo hubiera acabado siempre de surgir de la nada. Algunas veces, aquel borracho de los tablones lo sacó del Mississippi, medio muerto, y lo devolvió a la vida, entre soplidos con tufo a whisky barato, y golpes en el pecho.
“No hay peligro de que muera ahogado el que está destinado a la horca”, decía su madre todas y cada una de las veces en que le llevaron a su hijo desgonzado. Tiempo después, mucho tiempo después, en agosto de 1871, cuando ya se llamaba Mark Twain, la describió como “una mujer de una simpatía extraordinaria; está dotada de una bondad de corazón a toda prueba, y se toma un vivo interés por todas las personas y por sus gozos y dolores, aun por los más pequeños. La razón de que escriba tan hermosas cartas es esa: su caluroso interés personal por todo lo que a los demás les llega al corazón. Lo que para los demás es importante, lo es también para ella. Sus cartas tocan los asuntos de todo el mundo, y quien no la conociese, la tomaría, leyéndola, por una endemoniada charlatana, que en todo se mete y todo lo huronea, sin permanecer nunca sosegada”.
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Juana Lampton, se llamaba. Había nacido en Kentucky, hacia 1803. Twain solía decir que era la mujer más elocuente que había conocido. “¡Qué libros habría sido ella capaz de escribir! ¡Y el mundo se los ha perdido!” Doña Juana contaba historias, como tanta gente por aquellos años. Twain la escuchaba, absorto, aunque en pocas ocasiones terminaba de oírla. Se emocionaba tanto, que salía corriendo a ser él el protagonista de las historias de su madre. Primero, por el juego, desde el juego y la actuación y el creer que su vida podía ser la de cualquiera de los personajes de los que hablaba su madre, y luego, escribiendo y rompiendo y volviendo a escribir, así fuera únicamente en su mente. Twain empezó a escribir desde que nació, más allá de que comenzara a aprenderse los alfabetos y las gramáticas en la escuela de Hannibal varios años más tarde.
De alguna manera, se sentía encerrado en Hannibal. Necesitaba salir, recorrer, buscar y encontrar. Vivir. Y ahí estaban el vapor que atracaba en el muelle de su pueblo todos los días, y el barco que de cuando en cuando llevaba pasajeros, gente que buscaba algo distinto en la vida, como él, y que iba hacia el Pacífico, hacia California y el oro y todo lo que decían en Nueva York, Boston y Washington. Por eso se hizo piloto de vapor. Y por eso, se sintió algo así como dios cuando salió a su primer viaje. Samuel Langhornhe Clemens, comandante de barcos, se decía a sí mismo, e imaginaba que algún día iría a otros ríos, a ciudades majestuosas con imponentes edificios marcados por la gran historia, y a mares distantes y a tierras con gente como aquella de la que había leído en los libros que le prestaba el librero del pueblo.
Su padre, Juan Marshall Clemens, que solía contarle en las noches la historia de su bisabuelo, Gregory Clemens, quien había hecho parte de los jueces que habían condenado a muerte al rey Carlos I en 1649, siempre lo apoyó. Le decía que en los viajes, y con la gente de las más distintas procedencias, era que se vivía. Le recalcaba que había que ganar y perder, que eso hacía parte del aprendizaje, y más que eso, de la aventura. El pequeño Samuel fue creciendo con sus sueños de aventura adheridos a su piel, hasta que una tarde, a los 18, luego de haber trabajado como cajista en una imprenta que había montado uno de sus tíos, se largó sin decirle nada a nadie. Como en las películas que narraron una y otra vez aquella época, se fue con un palo y dos camisas metidas en una tela anudada en la punta.
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Se fue soñando con el Amazonas, y trabajó un tiempo como cajista, un cajista demasiado lento y pensativo para los periódicos que lo contrataron, y otro como aprendiz de piloto. Jamás logró ir al Amazonas, y su continuo roce con las imprentas y las letras lo llevó a ser quien fue, pero su viaje frustrado y las veces que le dijeron “Hasta acá llegamos, señor Clemens”, le fueron dejando vida. Vida recorrida, vida aprehendida. Vida vivida, como le había dicho en tantas ocasiones su padre. Por esa vida decidió cuando comenzó a escribir que se pondría un pseudónimo. Lo sacó de una escena que había visto miles de veces a lo largo y ancho del Mississippi, cuando los pilotos o los capitanes le pedían a los sondeadores que lanzaran una cuerda al río para medir su profundidad, y entonces decían “Marca dos”, que eran dos brazas de profundidad. Marca, Mark, Dos, Two, Twain.
Luego supo que antes de él había existido un capitán de apellido Sellers que enviaba cartas a los periódicos, especialmente al Picayune de Nueva Orleáns, describiendo el estado del río, con sus muy personales acotaciones, que iban desde “Yo estuve en esta pequeña isla años atrás”, a “Jamás en la vida había visto el río tan crecido”. Sellers firmaba como Mark Twain, “Marca dos”. Clemens leyó sus textos, y un día, un mal día, decidió hacer una especie de burla sobre ellos. “Y ocurrió -escribiría Clemens- que uno de estos párrafos vino a convertirse en tema para el primer artículo que yo publiqué en un diario. Lo caricaturicé de una manera profusa, sumamente profusa, ensartando mis fantasías hasta componer ochocientas o novecientas palabras. Era yo en aquel entonces un cachorro. Enseñé mi obra a algunos pilotos, y ellos se apresuraron a hacerla imprimir en el True Delta, de Nueva Orleáns”.
El capitán Sellers se molestó, como lo recordaría un siglo más tarde Amando Lázaro Ros en un prólogo de Ediciones Aguilar de 1966 a una de las tantas obras completas de Twain. No volvió a escribir. Clemens pasó de la humorada a la pena, al dolor, a la culpa. “Fue una verdadera pena, porque con aquello no hice a nadie ningún buen servicio, y en cambio ocasioné un dolor profundo al corazón de aquel hombre noble”, escribió, y luego añadió que “Yo no sabía entonces, aunque ahora lo sé, que no hay dolor comparable al que experimenta un particular cuando se ve por primera vez llevado a la picota en letras de molde”. Después supo que Sellers había fallecido, e imaginó que en parte de su muerte estaban sus ácidos comentarios. Decidió honrarlo tomando su pseudónimo, Mark Twain. “Procedí, pues, a conquistar el que el viejo marino había dejado de lado, y he hecho todo lo más que he podido para que siguiera siendo lo que había sido en sus manos: una divisa, un símbolo y una garantía de que puede apostarse dinero a que todo cuanto la lleva es la verdad hecha piedra”.