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Del amor al desprecio, de lo obvio a lo insportable

Un libro sobre el desamor. Sobre lo que implican las relaciones familiares y las verdades que se revelan en la cotidianidad. Sobre lo doloroso que resulta del desprecio. Sobre “Tiempo muerto”, novela de Margarita García Robayo.

Laura Camila Arévalo Domínguez
16 de junio de 2022 - 07:56 p. m.
La novela "Tiempo muerto" fue publicada en 2017.
La novela "Tiempo muerto" fue publicada en 2017.
Foto: Archivo particular
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Hay cosas que uno sabe sobre los demás, sobre uno mismo o, mejor dicho, sobre la condición humana, porque las pensó, por inteligente, experto o por pura lógica, pero que pone en duda por ingenuo o por idiota. Es fácil pensar en esto al leer a Margarita García Robayo, que en muchas de las líneas de “Tiempo muerto” habla de lo bajo que podemos llegar los humanos, de la maldad calculada o de la más cotidiana, que se ignorará por supervivencia, esperanza o por quién sabe qué: “Es obvio que Cindy, como el resto del género humano, disfruta de la desgracia ajena porque la coloca mágicamente en un lugar de superioridad moral: estoy aquí para ayudarte”.

Claro, eso es lo obvio, pero es lo que cuesta aceptar: que los demás disfrutan del mal ajeno, que el matrimonio termina convirtiéndose en un infierno o que la maldad de los niños puede no ser tan inocente, es decir, que muchas veces son malos porque quieren ser malos. Podría ser más fácil, entonces, creerle a los que defienden la ausencia de la envidia en muchos de sus amores o en ellos mismos, por ejemplo. Podría ser más fácil sucumbir al bálsamo de la mentira: amor incondicional, generosidad desinteresada y armonía familiar. Todo junto, todo perfecto, todo eterno.

Con esta novela, esquivar esas verdades se dificulta a medida que la autora va dando más detalles sobre la dinámica de la familia conformada por Lucía, Pablo, Rosa y Tomás.

Lucía y Pablo son los papás. Los dos leen, escriben y piensan cosas. Es decir, ninguno es analfabeta o adicto a la televisión ni a la felicidad vacua que se llena con cosas propuestas por el capitalismo. Igual, la compran, pero en algo la piensan y, justamente por eso, muchas veces son infelices: fluctúan entre reconocerse inconformes y anhelarse plenos. No se aman. Parece que ya no. Más bien se desprecian: sus conversaciones se componen de monosílabos forzados o dardos cargados de veneno. O se ignoran, o se soportan, o se odian. Se hieren y se aguantan, ¿por los niños? No saben. Es como si ya ni les importara. Están ahí y se lanzan puñales que lastiman, pero que no alcanzan a matar. Un gota a gota de un líquido caliente que se vierte a diario y que parece inofensivo, pero que se acumula.

Con esta novela, que podría ser un cúmulo de fragmentos de la cotidianidad más real, y a la vez más insoportable, cabe la reflexión de la salvación por la salvación de la vida de algún familiar, de alguna persona. “Por suerte, Pablo está bien”, le dice un médico a Lucía, que se pregunta “¿Por suerte para quién?”. Y entonces sobresale la capacidad que tenemos de saturar a los demás, de ahogarlos. De convertirnos en vidas que succionan vidas. O también se asoma el egoísmo que siempre estuvo, pero que se escondió cuando el otro era útil. Porque aquí, en esta novela, queda más que clara la transacción que implica cualquier relación: cuando se añora la muerte del otro, lo único que queda es peso, se convierte en un lastre. Un estorbo que ya no genera ganancias.

Leyendo, entonces, es que lo obvio, lo que se nos pasa por la cabeza mientras lavamos los platos o nos amarramos los zapatos, se convierte en revelación. Leyendo lo que otros pensaron de sí mismos o de lo que se inventaron, pensamos lo propio, y en “Tiempo muerto”, libro en el que las ‘cercanías prescritas se impostan o se fabulan´, deja de ser tan obvio el boicoteo de los viernes, día en el que se pausan las metas y se descansa del rigor. Deja de ser tan obvio, también, que los afectos se den y, sobre todo, se sostengan porque sí, porque “somos familia”, porque nos amamos, y aparece la frase: “mantener los afectos es cuestión de disciplina”. Deja de ser tan obvio el doloroso hecho de que es más común de lo que creemos, que no queramos ver a los amados, a los que se supone que siempre querríamos ver, que ya no tengamos nada de que hablar con ellos y nos desesperemos por buscar contenido donde solo hay vacío.

“Tiempo muerto ahonda en una exploración de asuntos que ya habían aparecido en libros de anteriores de García Robayo -la diáspora latinoamericana, la disolución de las identidades nacionales, los clanes familiares, los conflictos raciales y de clase-, pero esta vez la escritura alcanza una intensidad nueva un sereno y sofisticado clasicismo que abre puntos de fuga en la carrera de una autora a la que le sobran recursos y astucias”, escribió Juan Cárdenas sobre este libro, que describe lo que podría ser un puente roto, un intermedio en el que se vislumbra un nuevo país, la distancia, el concepto de la patria, los hijos, la maternidad, la paternidad, la fidelidad, la rutina, el trabajo, pero no el amor. Esa figura, concepto, sensación o experiencia se ve más bien difusa, desgastada, perdida en la excusa del “pensamiento en plural”, de los hijos que ocuparon el espacio.

Sobre las migraciones de los latinos a Estados Unidos, sobre las pretensiones de la gran mayoría, sobre lo que se espera del matrimonio y sobre el abismo que podría abrirse entre dos seres que se aman. Sobre la herida del insulto que viene del que, en teoría, sería incapaz de herirte. Sobre una casa dotada de almohadas, café y frutas frescas. Sobre la familia. Sobre odiar a la familia. Sobre resistirse a aceptar que a veces se odia a la familia. Sobre el deber ser. Sobre todas estas cosas, García Robayo escribió a lo largo de 151 páginas.

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Laura Camila Arévalo Domínguez

Por Laura Camila Arévalo Domínguez

Periodista en el Magazín Cultural de El Espectador desde 2018 y editora de la sección desde 2023. Autora de "El refugio de los tocados", el pódcast de literatura de este periódico.@lauracamilaadlarevalo@elespectador.com

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