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“Mátenme porque me muero, mátenme porque no puedo”, Caifanes.
Las palpitaciones de mi corazón se aceleran y siento una bandada de coleópteros de hielo estrellándose contra las paredes de mi estómago.
Me recuerda la sensación que me causaba, de niño, cuando tenía evaluación de matemáticas y, aunque había estudiado muy bien la noche anterior, un sádico gusanillo de duda me corroía por dentro, y no podía parar de comerme las uñas, y tragar saliva, trabajosamente, tan pronto como el maestro comenzaba a repartir las hojas del examen.
-Calma, no es para tanto, nadie me obliga a hacerlo, en el momento en el cual sienta que ya no puedo más, pues me retiro y listo-, me he repetido, en los últimos meses, antes de bajarme en mi parada del autobús. Son 35 minutos desde mi casa, durante los cuales sudo petróleo imaginándome lo que me espera en mis próximas ocho horas laborales, como parte del equipo de Catharsis Connections Inc. Odio mi trabajo, pero admito que me produce un placer retorcido, semejante al que se encuentra en removerse los cueritos de los dedos, con dientes y uñas, pese a saber que va a doler, y que va a haber sangre; pero, justamente por eso, uno solo se detiene cuando vea la peliculilla roja, que confirma que uno es un idiota y que, por fin, se logró el cometido obsesivo-compulsivo de arrancarse el maldito pedazo de cuero.
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La única diferencia es que en mi trabajo son los usuarios de una línea telefónica los que me despellejan, mental y moralmente, con dientes y uñas, con garras y fauces; con sevicia, con espesa y blanca babaza, probablemente escurriéndoles de las comisuras de la boca, mientras profieren toda suerte de improperios en mi contra. Porque de eso se trata: ser el saco de golpes, auditivo e imaginario, de un NN, al otro lado del teléfono, que paga tres dólares por minuto para poder insultarte.
Todo está permitido: pueden burlarse de tu acento, pueden gritarte groserías, pueden poner en tela de juicio la honra de tu madre, de todas las formas inimaginables; pueden utilizar apelativos soeces, sexuales, escatológicos, pueden hasta amenazarte de muerte, pero la regla de oro es que el cliente no cuelgue el teléfono por nada del mundo. Hay que aguantar, soy el boxeador miope, de tanto golpazo, que solo espera el redentor beso de la lona. Un puñetazo más, vamos, solo uno más, el cliente tiene que seguir en la línea, facturando, de eso depende tu mensualidad, la cerveza que te bebas este sábado, el boleto del cine del martes.
-Este empleo no es para nenitas ultrasensibles, es para rudos con una coraza a prueba de todo, que los haga ver muchos dólares más allá, lejos del muro de insultos del cliente de turno. Te escupen, pero yo te pago-, recuerdo que dijo Eric, el supervisor de mi grupo, en su discurso de ‘bienvenida’, un muchachito de no más de 20 años, de bigotito delineado y aro en la oreja, que a diario se turna para oír las negras diatribas de nuestros usuarios, y verificar que no rompamos la segunda regla de oro de la compañía: no insultar de vuelta a nuestros usuarios. No obstante, alguna vez vi a un principiante, que en su primer día en el teléfono le gritó: “tu p.. madre, gran hijue..” a uno de nuestros amados clientes. Obvio, fue despedido en el acto.
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En Catharsis Connections Inc. me pagan 10 dólares, la hora, por dejarme insultar. Si aguanto las ocho del turno completo, son 80 al día, 400 a la semana, 1600 dólares al mes. De entrada, todos y todas dicen lo mismo: -a mí no me importa lo que me digan… Son gente que ni conoces… Son solo unos locos hps… Dinero fácil…-
Pero una vez al aire, con el primer energúmeno en la línea llamándote “estúpido indio mal hablado, pedazo de mierda, devuélvete a tu país de porquería…”, la cosa cambia. Viene el llanto, la rabia, la desazón, la ansiedad, el insomnio y hasta la pérdida del apetito. Yo, con cuatro meses, soy de los más antiguos de la nómina. Si hasta hacemos apuestas sobre quién, de los recién llegados, se va a ir primero. Tenemos un sistema de catalogación muy gráfico, también a la altura de nuestro empleo: “apuesto por el muelón”, “no, el bizco”, “el cara de psicópata en celo”, “la gorda mal embutida”, “la mujer barbuda”, etc.
Mis amigos me tildan de masoquista y, mi novia, de estúpido y mediocre, y tienen la razón, es el peor empleo que he tenido, peor aún que cuando trabajé en la pescadería de mi cuñado, en el turno de noche, como ‘auxiliar de destripador’. Ni yo mismo lo entiendo, solo siento que he encontrado una veta interminable de gusto retorcido, también de ansia por saber hasta cuánto y hasta cuándo puedo aguantar, como la pera insensible que el boxeador azota, una y otra vez, esperando que endurezca huesos, músculo y tendones, con cada golpe, y ser el mejor machacador de carne que exista. Claro, lo más probable es que esta pera tire la toalla muy pronto, y ya está, porque ser un profesional del vituperio no está en mis prioridades. Supongo que hay formas peores de ganarse la vida.
A mi manera, me considero un maratonista de las frustraciones, y de las barbaries ajenas. Un kilómetro más, un improperio más, una humillación más, una referencia más al bestialismo sexual de mis padres o algo por el estilo, vamos, ¡esfuércese caterva de desadaptados!
A las 8:00 a.m. en punto entro mi clave en el computador y me pongo en línea, el teléfono suena, los azotes comienzan, mi carne se abre y sangra por labios amoratados que semejan una podrida sonrisa, de medio lado, en el lomo de mi autoestima. No puedo terminar mi discurso de bienvenida, el usuario arremete con un “cierra el hocico, hijo de la gran p…”, el toro sale a la arena y despliego el escudo para este tipo de clientes, el vulnerable, “pero señor, yo solo hago mi trabajo…”, lo cual lo enfurece aún más y me ataca con rabia renovada, la facturación, y la fracturación, apenas comienzan.
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