Publicidad

Despierte madre que le traigo serenata

María del Carmen Arias murió hace 15 años y nunca ha recibido una serenata por parte de José Manuel Ospina, su hijo. Sin embargo, él dedica canciones a las madres muertas que se encuentran sepultadas en el Museo Cementerio San Pedro, o en otros recintos de la ciudad de Medellín.

James Alzate
23 de junio de 2021 - 01:30 a. m.
Hace doce años José Manuel Ospina se pensionó y decidió dedicar su vida de lleno a la música. Parte de su oficio consiste en ofrecer serenatas para las personas que despiden a sus seres queridos en los cementerios de Medellín.
Hace doce años José Manuel Ospina se pensionó y decidió dedicar su vida de lleno a la música. Parte de su oficio consiste en ofrecer serenatas para las personas que despiden a sus seres queridos en los cementerios de Medellín.
Foto: Archivo Particular

El último domingo de mayo, decretado por el Gobierno Nacional como el Día de Madres, este músico de 71 años se despertó a las 5:30 a.m., preparó el desayuno y el almuerzo, se vistió con el traje negro que le confeccionó su esposa, Liliana Saldarriaga, y caminó con su tiple terciado a la espalda durante 20 minutos, desde su casa en Campo Valdés hasta el cementerio.

Le puede interesar: Las palabras, las cosas y lo que se oculta

Sentado en uno de los jardines, espera por sus compañeros Germán y Luis, requinto y guitarra, para completar el Trío Amistad. Además, aguarda a que lleguen familiares y amigos de los difuntos que estén interesados en “cinco canciones por 20 mil o cada una a cinco mil pesitos”, según dice José Manuel, con la esperanza de tener un Día de Madres tan bueno como los que vivía antes de la pandemia, en los cuales se hacía cerca de $150.000.

En este lugar icónico de la ciudad, que alberga la memoria de industriales, escritores, expresidentes, sicarios, ladrones, prostitutas y demás, José Manuel ve pasar el primer entierro del día y rasguea su tiple, de La menor a Mi menor, para promocionarse y así lograr que esa también sea su primera serenata. Las notas se confunden con el llanto de los dolientes, quienes empujan el ataúd color madera a la tumba, mientras el sonido del instrumento sigue ahí, en los mismos tonos melancólicos. Nadie se fija en él.

Hace doce años se pensionó y decidió dedicarse de lleno a la música, un arte que aprendió de alguien que no recuerda: “Póngale cualquier nombre, igual él ya se murió”, sentencia. También trabaja en construcción y los jueves, cada 15 días, madruga a preparar natilla y buñuelos para venderlos por la Iglesia del Calvario y por otros sectores de la Comuna 4. “La pensión no me alcanza para pagar el arriendo y la comida, así que me la rebusco de varias formas”, cuenta acariciando las clavijas del tiple.

- Cánteme Las Acacias, le pide un hombre borracho desde el jardín del frente.

- Vale $5.000, le responde José Manuel, gritándole.

“Quieren que uno les cante gratis”, susurra indignado. Ayer también vino y en todo el día solo contrató una serenata, y se fue para la casa con $20.000. El panorama de hoy parece igual. La pandemia de la COVID-19 ayudó a que se incrementaran algunas economías alrededor de la muerte, como la de los servicios funerarios, que aumentó en un 50% en Antioquia, sin embargo, también afectó a otras, como a la de los serenateros, al prohibir las aglomeraciones y al acrecentar el trabajo de los 14 hornos crematorios del Valle de Aburrá, pasando de 53 cremaciones promedio al día en 2019 a 147 en 2021, según cifras del Comité del Sector de Servicios Funerarios de Fenalco Antioquia.

Le sugerimos leer: Juan Forn: una vida rebelde que marcó el pulso de las letras argentinas

En años pasados, sin llegar el mediodía, el Museo Cementerio San Pedro contaba con diez o más parejas de músicos esperando por ser contratados y un sinnúmero de personas visitando a sus seres queridos. Hoy solo está José Manuel y a lo lejos se aproximan, vestidos de blanco y con sus instrumentos al hombro, Luz Dary Isaza y Édgar Muñoz. Ellos saludan a José Manuel y se sientan. Luz Dary saca la guitarra y Édgar el requinto. Él le va dando Mi, La, Re y otras notas al aire, mientras ella con su uña larga en el pulgar derecho afina según lo que le indican. Ambos de origen campesino, ella de Sonsón y él de Salgar, se encontraron en los parques y las esquinas de Medellín hace trece años y desde entonces trabajan juntos. Su escenario natural es la calle, aunque a veces les resultan presentaciones en eventos privados.

Un ataúd blanco pasa frente a sus ojos. Los tres resuenan los instrumentos para que sepan que están ahí disponibles y dispuestos a ayudar en el duelo por medio de sus canciones. Nadie los determina. Y los pocos transeúntes que llegan con arreglos florales entre sus manos, ante el llamado “A la orden, la serenatica”, siguen derecho y se pierden en los corredores del cementerio.

La vida de Luz Dary y Édgar no es muy distinta a la de José Manuel. Ellos también viven del rebusque con la música en los buses, restaurantes y en las calles de la ciudad. “Ya estamos muy viejos, yo no le voy a decir mi edad, pero él tiene 64 -señalando a Édgar- y nos toca muy duro y nos da mucho miedo contagiarnos del virus”, menciona Luz Dary, quien se puso gafas plásticas y doble tapabocas para venir al cementerio.

En este día opaco, cuando las gotas de lluvia empiezan a caer, Luz Dary y Édgar llegaron por dos necesidades: la de ganarse unos cuantos pesos, su tarifa es distinta a la de José Manuel, tres canciones por 10 mil, y la de cumplir una promesa.

Le puede interesar: Chile es un viaje al futuro de Colombia, un fragmento del libro Los que sobran, de Juan Carlos Flórez

María Salomé López: diciembre 23 de 1957 – octubre 11 de 2020

Se echan la guitarra y el requinto al hombro. Luz Dary le marca el paso a Édgar y se adentran en las bóvedas del cementerio. Pasan por un lado de la capilla, donde se escucha el sermón del sacerdote, suben las escalas, sostenidos de los pasamanos, y rasguean los instrumentos, por si alguien se antoja de una serenata. Ella busca de arriba abajo la tumba de María Salomé López.

Se detiene, la mira. Critica una de las tres fotos que aparecen en la lápida: “Se ve muy viejona”, opina. Toca la tumba tres veces, se echa la bendición y, sin decirle nada, Édgar ya sabe qué hacer.

Aquí en esta tumba yo dejo esta flor

Para que mi madre se acuerde de mí

Me dejo solito rogándole a Dios

Pidiendo consuelo pa’ mi corazón.

Terminan de cantar Una flor para mi madre, él en la primera voz y ella en la segunda. Continúan con La cruz de madera. Intentan entonar una tercera canción, sin embargo, Édgar se queja de las cuerdas vocales. “Hace mucho que no ensayo ni tengo presentaciones, ahora me chupo dos confites de aguardiente (anís) y quedo listo”, habla con la voz opaca y carraspeándose la garganta. Se quedan orando un Padre Nuestro y regresan a la entrada del cementerio, donde dejaron a José Manuel.

María Salomé era la mejor amiga de Luz Dary, murió de un cáncer de hígado que le diagnosticaron en agosto de 2020. A ella le salen las lágrimas cada vez que la recuerda y dice que hoy solo vino al cementerio a cantarle a quien le brindó una amistad por más de 20 años.

“A mí me da mucho miedo salir por lo del virus, estoy viviendo de los ahorros. Pero tenía que venir a cantarle a mi amiga del alma. Fuimos vecinas, con ella hice morcilla para vender y nos manteníamos juntas. Me duele mucho que se haya muerto”, relata Luz Dary, mientras el llanto la invade.

Culebrean por los pasillos del lugar ofreciendo tres o más canciones para madres, padres, hijos u otros familiares muertos. Deambulan como almas en pena haciendo ruido, pero nadie los determina. Muchos de los dolientes prefieren poner en sus celulares las canciones para acompañar sus tristezas, transitando por tangos, reggaetón o trap. En años anteriores, la música en vivo predominaba para sobrellevar la angustia de recordar la muerte de un ser querido.

De regreso se encuentran a José Manuel y al unísono dicen: “Qué hubo, cómo les fue”.

Le sugerimos: Lo ‘maquiavélico’ de Nicolás Maquiavelo (I)

Rosa Amelia Gómez: junio 22 de 1932 – octubre 5 de 2019

Un hombre, acompañado de su esposa y de sus dos hijos, entra al cementerio y se encuentra con la figura de un adulto con zapatos negros gastados, medias blancas, pantalón ancho, saco negro, camisa blanca, corbata negra y sombrero del mismo color de los zapatos. A su lado, un tiple viejo y resquebrajado. Le piden que los acompañe a visitar una tumba.

Él se acomoda el tiple y sale detrás de ellos. Con su caminar rengo, trata de igualarles el paso y hace sonar su instrumento como si solo se supiera dos acordes: La menor y Mi menor.

José Manuel agacha la mirada y se le entrecorta la voz cuando habla de la muerte de su mamá, María del Carmen. Sus restos están en el Cementerio de Caldas y él, cada año, prefiere venir al San Pedro en el Día de Madres a cantarle a otras muertas que a la suya. “Eso es muy duro, yo no sería capaz. Mi mamá me vio cantar en vida, pero muerta no creo que lo haga. Es una tristeza muy grande, me duele mucho”, cuenta mirando hacia cualquier lado, tratando de buscar refugio en otra persona o en otro tema, y así no hablar de la angustia que siente.

Suben las escaleras, giran allí, giran allá y llegan. “Es ella”, dice quien lo contrató. José Manuel no puede agacharse a tocar la tumba de Rosa Amelia Gómez, pues la edad se lo impide. Les pide disculpas por eso. Se echa la bendición, se baja el tapabocas y entona Dos claveles:

Ay, clavelito rojo que llevo yo en el pecho

Va pregonando amores, amores maternales

Yo te guardaré siempre en el fondo de mi vida

Como un recuerdo santo de mi madre querida (Bis).

Continúa con Adiós a mi madre, Madre de mi corazón y Pobres sin fe. Las lágrimas de los familiares de Rosa Amelia son contenidas. Los cuatro, abrazados, escuchan a José Manuel y tocan una y otra vez la tumba de su ser querido para que sepa que la serenata sí es de ella y no de otra difunta.

No le piden encima. Le pagan. José Manuel se quita el sombrero, de nuevo se echa la bendición, agarra la lonchera con el desayuno y el almuerzo, coge el tiple y su estuche, sale y se va. En el camino se encuentra con Luz Dary y Édgar.

Édgar les coge ventaja y ellos dos, atrás, conversan. Luz Dary le pone quejas a José Manuel de su compañero: “Es muy inestable”, lo acusa. Él le ofrece que sigan trabajando juntos, aunque ella no sabe puntear y eso es lo que necesita José Manuel. Siguen hablando de letras, acordes y canciones. Al llegar al jardín de la entrada del Museo Cementerio, encuentran a Édgar fumándose un cigarrillo. Solo ellos tres se ven en esta zona.

Le puede interesar: “Donde cantan las ballenas”: un caminar incierto pero valiente

A raíz de la pandemia, el Museo Cementerio San Pedro ha tenido que limitar su aforo y el ingreso es restringido de acuerdo a las medidas gubernamentales. El protocolo es igual: un vigilante revisa que el tapabocas cubra nariz y boca y rocía alcohol en las manos. Ya no hay termómetros ni tapetes con desinfectantes.

Un joven pasa los protocolos de ingreso, se acerca y ve a los tres serenateros con sus instrumentos en mano. Les pregunta la tarifa. Luz Dary y Édgar dan un precio, José Manuel otro. “¿Tienen Madrecita ideal, de Julio Jaramillo?”. Los tres niegan con la cabeza. El muchacho sigue con su rumbo cargando un pequeño ramo de flores.

La estética de la muerte en el Museo Cementerio San Pedro varía, desde los gustos hasta los presupuestos, entre quienes visitan las tumbas. En las lápidas se ven escudos de Nacional o Medellín rodeando los rostros del muerto, se leen frases de despedida y ausencia, se sienten los olores de las flores secas y los inciensos. El silencio tácito que reina en el lugar solo es interrumpido por la música o el llanto.

Luz Dary, Édgar y José Manuel siguen en la entrada, y mientras esperan un posible cliente, cantan en trío:

Triste se encuentra mi hogar, un clavel se marchitó

El hijo que más quería, hace poco que murió

Unas manos criminales, lo mataron sin piedad

Lo invitaron de su casa, brindándole amistad

Pero ni él ni yo creía, de que lo iban a matar.

José Manuel se desafina, Édgar le pone problema a Luz Dary por no cantar algunas partes de la canción y deciden terminar ahí con Mi hijo en la tumba. Lo intentan con Una flor para mi madre y Dos claveles. Pasa lo mismo, no logran acoplarse.

Édgar y Luz Dary empacan sus cosas y se van a almorzar. Tal vez en la tarde les resulte una serenata, pues la de por la mañana fue gratis. José Manuel se queda a esperar otra contratación, pues tiene pensado trabajar hasta las 4:00 p.m., e insiste en el incumplimiento de Germán y Luis, sus compañeros que aún no llegan. Mira su reloj y rasguea el tiple. Solo está él a la entrada del cementerio.

Por James Alzate

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.
Aceptar