Después de “La vorágine”: transformación social a través de la literatura
A orillas del río Meta, entre la maleza, ha ido creciendo Orocué, el municipio de Casanare donde 100 años atrás estuvo José Eustasio Rivera escribiendo su obra cumbre. Un recorrido por la memoria del escritor en su paso por estas tierras llaneras y reflexiones sobre la transformación que tuvo la población a partir de su obra.
Jorge Danilo Bravo Reina
Orocué, en lengua yaruro, significa lugar de descanso o sitio para quedarse. Así fue para el escritor José Eustasio Rivera, quien tuvo una corta estancia en los Llanos hace más de 100 años.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Orocué, en lengua yaruro, significa lugar de descanso o sitio para quedarse. Así fue para el escritor José Eustasio Rivera, quien tuvo una corta estancia en los Llanos hace más de 100 años.
Para fortuna de muchos, la literatura funciona como una fuente histórica que permite visibilizar el pasado desde los ojos de la escritura. Las posibilidades que ofrecen los textos superan la intención inicial de los autores, quienes a menudo no pueden prever la trascendencia de sus obras.
Ese es el caso de Rivera, quien llegó a este municipio de Casanare en los primeros años del siglo XX. Según los registros históricos, en 1917 se graduó de la Universidad Nacional con su tesis sobre “Liquidación de las herencias”. Por ello, José Nieto lo contrató para resolver un pleito jurídico que inicialmente se trataba de tierras y ganado, posteriormente los dueños murieron y así esto pasó a tratarse de un asunto de sucesión de herencias, un caso en el que Rivera tenía más conocimiento.
Salió de Bogotá, por caminos destapados, hasta llegar a Villavicencio, después se embarcó desde Puerto Porfía a través del río Meta. Al llegar a Orocué encontró un puerto internacional que recibía embarcaciones procedentes del Atlántico, el Orinoco y el Meta.
En 1918, Rivera arribó a los Llanos Orientales de Casanare y desde mayo de ese año se estableció en Orocué, donde encontró la primera inspiración para empezar a escribir La vorágine. Su estadía en este lugar concluyó en 1920, y fue un período en el que atendió varios asuntos relacionados con su oficio de abogado.
Atravesar las llanuras significa apreciar una pintura viva con nubes que parecen hechas a mano, jardines de aves que cantan en medio de los caños, manadas de chigüiros que miran de reojo al viajero y el paso de familias de venados que aún gozan de cierta libertad, escenas que evocan la idea de que este territorio aún guarda su espíritu primario.
En la primera parte del libro, Rivera narra la salida de sus protagonistas desde Bogotá hacia los Llanos, ellos se quedan en la hacienda La Maporita, en las cercanías de Orocué. Esta parte inicial está construida a partir de la observación del propio Rivera en su estadía en Casanare.
Ya en Orocué, el río Meta se lleva el protagonismo, solo basta acercarse a sus orillas para encontrar un caudal que sorprende por su tamaño. Hoy en día se puede caminar por el borde del malecón donde se encuentra un árbol de caracaro (Enterolobium cyclocarpum), el mismo en el que se sentaba Rivera al final de sus jornadas laborales a contemplar el flujo del agua para escribir las primeras páginas de su novela.
La naturaleza es fuente de inspiración, pero solo cuando se está en presencia de ella es cuando la magia surge. El espíritu del agua en su transitar constante eleva la imaginación y la lleva hasta esos lugares donde se gestan las historias, los mitos y los cuentos. No es casualidad que Rivera dedicara algunos de sus poemas a este río, que había sido fuente de inspiración para él durante su estadía en Orocué. “Irguiendo, moribunda, las aletas dorsales, rasga la sardinata los sonoros cristales; y cuando se voltea bajo el rayo de sol, se enciende, como un cirio, el rubí de la escama, y entre peces flotantes, esa trémula llama contagia las espumas de un matiz tornasol”.
La oficina de José Eustasio Rivera en Orocué
A finales del siglo XIX, la familia Amézquita construyó y habitó la casa que lleva ese nombre. Isabella Amézquita, uno de los personajes reconocidos del pueblo, llegó a conocer a Rivera, y gracias a ella conocemos varios recuerdos del escritor
Durante su estancia en el municipio, José Eustasio Rivera utilizó la oficina del señor Amézquita para realizar sus tareas de abogado. En ese entonces era una casa con techo de palma y piso de tierra, que ha sido descrita como “muy austera, pero acogedora”.
Hoy en día la casa es un bien de interés cultural, de carácter municipal, esto significa que se pueden hacer inversiones con dinero del Estado para su promoción. De hecho, en 2016 comenzó un proceso de restauración, con ayuda de convocatorias regionales, y para 2018, 100 años después de la llegada de Rivera, se inauguró el proyecto de la casa museo.
En la actualidad, la casa museo cuenta con tres espacios expositivos principales: el salón José Eustasio Rivera, dedicado a la vida y obra del escritor; el salón Isabel Amézquita “Chavita”, que recrea la habitación de la última habitante de la casa y guardiana de los relatos sobre el escritor, y el salón de la Memoria, que muestra aspectos de la historia de Orocué. “Antes de la llegada de José Eustasio ya existíamos”, mencionó Carmen Julia Mejía Amézquita, directora de la casa museo.
Orocué después de “La vorágine”
Más de 100 años después es posible recorrer los lugares que inspiraron a José Eustasio Rivera durante su estadía en Orocué. Se puede imaginar cómo era el puerto, los barcos, los llanos, aún existen los vestigios naturales que llevaron al poeta a escribir: “Soy un grávido río, y a la luz meridiana ruedo bajo los ámbitos reflejando el paisaje, y en el hondo murmullo de mi audaz oleaje se oye la voz solemne de la selva lejana”.
A pesar de que el autor nunca conoció la transformación social que tuvo este lugar tantos años después de su estadía, este es un caso que sirve para cuestionar el papel que tiene la literatura en medio de la apropiación social de los territorios, el reconocimiento de las tradiciones y de todo lo intangible que rodea a una población, como las ideas, los valores o la idiosincrasia.
Muchas cosas han cambiado desde 1918, pero el río sigue fluyendo, como si el tiempo no hubiera pasado. En Orocué, el rastro de Rivera se encuentra en los parques, en las historias y en la inspiración de nuevas generaciones de artistas y poetas que seguirán encontrando ideas en las palabras del escritor.
“Bajo el sol incendiario que los miembros enerva / se abrillanta el estero como líquido estuco; / duerme el bosque sonámbulo, / y un ramaje caduco pinta islotes de sombra sobre un lienzo de yerba”.
Así es el caso del escultor llanero Rafael Miranda, quien ha trabajado con temas culturales de la Orinoquia, especialmente en Orocué, donde tiene más de nueve monumentos alusivos a la tierra. Próximamente, tiene planeado ejecutar una obra que honra al autor de La vorágine y a los pueblos indígenas que sufrieron a costa de la fiebre del caucho.
Miranda ha estudiado detalladamente la obra de Rivera, encontrando inspiración en sus escritos para crear monumentos que conmemoren los 100 años de publicación de La vorágine, una obra que describe los paisajes llaneros.
Orocué, considerado la cuna de La vorágine, está apostando por la cultura con diversas iniciativas que buscan acercar a los jóvenes a la literatura, a través de propuestas artísticas y formativas, con el objetivo de reconocer su papel como centro cultural de Casanare. Este desarrollo del municipio es el resultado de la semilla literaria que Rivera plantó, sin darse cuenta, y que ha crecido y florecido a lo largo de los años.