Después del torbellino de mayo (y del asesinato de Mauricio Lezama)
A un mes de la muerte del cineasta caleño, asesinado en Arauca, recopilamos los testimonios de sus familiares y amigos más cercanos sobre cómo han sido sus días después de la tragedia.
Laura Camila Arévalo Domínguez- @lauracamilaad
Laura quiere entender por qué mataron a su papá. ¿Y quién le explica? El fárrago de hipótesis la aturde, la abruma, la desespera. Su mamá fue la que le contó. Ella, después de escuchar “es que a su papá lo mataron”, solo pudo negarse con gritos. “¡No, no, no!”, a lo que su madre solo podía repetirle que sí, que lo habían asesinado. En la sala de la casa estaban también su tío, su abuela, su hermana y una amiga. Todos quebrados, viendo cómo su niña se les desgarraba. Después del ruido vino la cruel esperanza, esa que aún da aliento para pelear las batallas perdidas. “Tal vez no es cierto, pudo ser un error, debe ser alguien parecido”, pensaba, así que comenzó a llamarlo; pero su papá no le contestó, no le habló más.
A Laura no le gustaba hablar de la muerte: ni ver muertos ni hablar de ellos ni ir a sus velorios. Cuando tuvo que ir al de su papá, se paró en frente del ataúd y sobre el cristal que los separaba se posó un grillo. Laura se quedó mirándolo. Después de conmoverse con la forma que había tomado la cara de su padre y de mirarlo hasta el cansancio para convencerse de que ese cuerpo rígido era el de él, se despidió y se alejó del féretro. Su mamá le sugirió comer, así que pararon en cualquier lugar, en el que pidió cualquier sándwich que acompañó con cualquier jugo. No importaba el sitio, ni la comida ni nada que no le explicara por qué se lo habían quitado así. Laura miró el vaso de jugo y vio de nuevo el grillo, que se quedó ahí, junto a ella, esperando a que se hidratara para seguir llorando.
“Dirán que estoy loca, pero después mi mamá me contó que cuando me dieron la noticia, vio que yo tenía un grillo sobre el cabello. Y ese es el mismo. Es el del ataúd y el del vaso del jugo”, dice Laura, que se vio por última vez con su padre en diciembre de 2018.
Laura es hija de la primera pareja con la que convivió Lezama. Su segundo hijo nació de la unión con Xiomara Maritza Mora, que estuvo con él durante ocho años. Se conocieron en Arauca, donde coincidieron en un programa de televisión cultural llamado Samanama, para el que llamaron a Lezama cuando se quedaron sin camarógrafo. Tenían que verse todos los días para trabajar, y Lezama fue cautivando a Mora cuando comenzó a demostrarle que no solamente sabía manejar cámaras. Le dejó ver su obsesivo interés por el arte, la dejó llegar a sus convicciones, que solo hablaban de lo mucho que ansiaba contar historias con sus pinturas o sus proyectos de cortometrajes.
Su relación de pareja se nutría con los amores y se ponía a prueba con las guerras. Los dos tenían un temperamento fuerte y, aunque Lezama procuraba ser coherente con sus creencias, las que había aprendido desde su juventud y lo llevaron a convertirse en hare krishna, “era una chispita”. Su terquedad llevaba al límite a Mora, que se desesperaba por sus reacciones cuando le llevaban la contraria. No fue perfecto, no quieren recordarlo como el difunto sin defectos. Laura, su hija, extraña que ante cualquier problema su papá siempre le decía: “Si el problema tiene solución, de qué te preocupas, y si no lo tiene, de qué te preocupas”, pero también reconoce que la exasperaba: “Se relajaba tanto que exageraba”.
Cuando Lezama y Mora comenzaron a salir, ella se encargó de que él supiera que la prueba de fuego tenía que ver con el baile. “Como él era de Cali, yo me imaginé que iba a ser un bailarín de primera”, recuerda. Fueron al Chuzo de Rocky, una discoteca en Arauca, pero cuando terminaron de bailar, Mora quedó decepcionada: “Mi amor, ¿y la sangre valluna dónde la dejó? ¿Qué pasó con esos pasos?”, y Lezama le respondió: “¡Nooo, antes agradezca! Si hasta tuve que pagar unas clases para hacer esos pasitos”.
Ella, para superar la pérdida y darles soporte a sus hijos, recuerda esa historia. Eso fue Lezama: recursividad, disfrute, coraje.
***
Ricardo Llaín, que estaba con Lezama en el momento del asesinato, coincidió con él pocas veces, pero estuvo en la más radical de todas. El pasado jueves, 9 de mayo, en el corregimiento La Esmeralda, Arauca, Llaín y Lezama estaban sentados en una esquina (la sede del SENA regional de Arauca) tomándose un refajo. Ahí hicieron audiciones el día anterior para el proyecto de documental Las luciérnagas vuelan en mayo, que estaban llevando a cabo gracias al premio del Fondo Cinematográfico de Relatos Regionales del Ministerio de Cultura, que se ganaron en 2018. Lezama le pidió a Llaín el cable del celular para ponerlo a cargar con una power band y en ese momento llegó una moto con dos personas que comenzaron a disparar. Le apuntaron a Lezama, pero a Llaín le entró una de esas balas en el brazo. El proyectil recorrió una distancia de 25 o 30 centímetros de tejido blando, salió por el hombro y no causó mayores daños. Llaín brincó de la silla, pasó entre dos personas que también estaban en el lugar, corrió como pudo, corrió por inercia, corrió para salvarse. Mientras las piernas se le movían solas, alcanzaba a oler la pólvora y el polvo que se levantaba de sus pasos, escuchaba cada detalle de lo que ocurrió a su alrededor, pero no veía nada. Se escondió y después pidió que lo auxiliaran. Cuando iba para el hospital ya sabía que a su compañero lo habían matado y que, seguramente, si no hubiese corrido de esa forma también estaría muerto.
La muerte de Lezama, tan inesperada, absurda e incomprensible, fue rápida. Sus amigos, que recalcan que la pérdida fue irreparable porque “Lezama era necesario para el cine nacional”, se enteraron por medio de llamadas: Alfonso Giraldo, el autor de la fotografía que sirvió de guía para el mural que se pintó después como un homenaje póstumo, recibió una llamada de un amigo periodista que le dijo: “Marica, ¿usted ya sabe lo de Lezama? Lo acaban de matar en Arauquita”. Cuando Giraldo escuchó, se estremeció. En sus manos tenía el libro Sobre la fotografía, de Susan Sontag, un regalo que le hizo Lezama después de uno de sus viajes a Bogotá. Adinael Lozano, el pintor del mural, también se enteró por medio de Daniel León, otro cineasta que le dijo: “Adinael, mataron a un amigo en La Esmeralda y parece que es Mauricio Lezama”.
Lezama, que madrugaba a cantar los santos nombres de Krishna, era disciplinado. En la universidad estudió Bellas Artes y después, en Arauca, se encontró con el mundo audiovisual, que se le presentó como una oportunidad para darle más sentido a su vida, de la que no se quejó nunca. A Laura, su hija, que está próxima a graduarse de Gestión Empresarial en la Universidad Autónoma de Nariño, le decía que no estudiara eso, que el arte era lo único con lo que uno no nacía, que ahí es cuando se convertiría en creadora de cosas importantes: siendo artista.
Cuando salía con sus amigos, Lezama tomaba cerveza, especialmente Poker. Le gustaba el heavy metal, “la música de los rockeros de antaño”, cuenta su amigo John Carlos, un periodista de Arauca con el que frecuentaba La Taberna de Moe y Pinky, donde le dedicaban el tiempo a Pink Floyd, Black Sabbath y Led Zeppelin.
Además de no perder oportunidad para hablar de lo que haría como cineasta, sin importar la falta de recursos, políticas públicas, apoyo estatal o estabilidad laboral, Lezama tenía esperanza. Le creía a la gente y la gente le creía a él, por eso lograba que para trabajar le prestaran material y equipos, y lo recomendaran para trabajos. Aunque durante las jornadas de, por ejemplo, sesiones de fotos matrimoniales, terminara bailando con las invitadas, como le ocurrió con Alfonso Giraldo, que en una ocasión le dio trabajo como segunda cámara en una boda.
Su expareja, Xiomara Mora, entre lágrimas y con sus hijos al lado, repite una y otra vez la frase que siempre les recalcó Lezama: “Las aves del mismo plumaje siempre vuelan juntas”, y dice que con ese recuerdo se quedan. Con la certeza de que él continuará volando con ellos, con la convicción de que podrán seguirlo viendo por medio de apariciones de grillitos corajudos, con los recuerdos de sus recetas, con su fuerza espiritual y con la seguridad de que en Colombia pronto será posible vivir sin miedo.
Laura quiere entender por qué mataron a su papá. ¿Y quién le explica? El fárrago de hipótesis la aturde, la abruma, la desespera. Su mamá fue la que le contó. Ella, después de escuchar “es que a su papá lo mataron”, solo pudo negarse con gritos. “¡No, no, no!”, a lo que su madre solo podía repetirle que sí, que lo habían asesinado. En la sala de la casa estaban también su tío, su abuela, su hermana y una amiga. Todos quebrados, viendo cómo su niña se les desgarraba. Después del ruido vino la cruel esperanza, esa que aún da aliento para pelear las batallas perdidas. “Tal vez no es cierto, pudo ser un error, debe ser alguien parecido”, pensaba, así que comenzó a llamarlo; pero su papá no le contestó, no le habló más.
A Laura no le gustaba hablar de la muerte: ni ver muertos ni hablar de ellos ni ir a sus velorios. Cuando tuvo que ir al de su papá, se paró en frente del ataúd y sobre el cristal que los separaba se posó un grillo. Laura se quedó mirándolo. Después de conmoverse con la forma que había tomado la cara de su padre y de mirarlo hasta el cansancio para convencerse de que ese cuerpo rígido era el de él, se despidió y se alejó del féretro. Su mamá le sugirió comer, así que pararon en cualquier lugar, en el que pidió cualquier sándwich que acompañó con cualquier jugo. No importaba el sitio, ni la comida ni nada que no le explicara por qué se lo habían quitado así. Laura miró el vaso de jugo y vio de nuevo el grillo, que se quedó ahí, junto a ella, esperando a que se hidratara para seguir llorando.
“Dirán que estoy loca, pero después mi mamá me contó que cuando me dieron la noticia, vio que yo tenía un grillo sobre el cabello. Y ese es el mismo. Es el del ataúd y el del vaso del jugo”, dice Laura, que se vio por última vez con su padre en diciembre de 2018.
Laura es hija de la primera pareja con la que convivió Lezama. Su segundo hijo nació de la unión con Xiomara Maritza Mora, que estuvo con él durante ocho años. Se conocieron en Arauca, donde coincidieron en un programa de televisión cultural llamado Samanama, para el que llamaron a Lezama cuando se quedaron sin camarógrafo. Tenían que verse todos los días para trabajar, y Lezama fue cautivando a Mora cuando comenzó a demostrarle que no solamente sabía manejar cámaras. Le dejó ver su obsesivo interés por el arte, la dejó llegar a sus convicciones, que solo hablaban de lo mucho que ansiaba contar historias con sus pinturas o sus proyectos de cortometrajes.
Su relación de pareja se nutría con los amores y se ponía a prueba con las guerras. Los dos tenían un temperamento fuerte y, aunque Lezama procuraba ser coherente con sus creencias, las que había aprendido desde su juventud y lo llevaron a convertirse en hare krishna, “era una chispita”. Su terquedad llevaba al límite a Mora, que se desesperaba por sus reacciones cuando le llevaban la contraria. No fue perfecto, no quieren recordarlo como el difunto sin defectos. Laura, su hija, extraña que ante cualquier problema su papá siempre le decía: “Si el problema tiene solución, de qué te preocupas, y si no lo tiene, de qué te preocupas”, pero también reconoce que la exasperaba: “Se relajaba tanto que exageraba”.
Cuando Lezama y Mora comenzaron a salir, ella se encargó de que él supiera que la prueba de fuego tenía que ver con el baile. “Como él era de Cali, yo me imaginé que iba a ser un bailarín de primera”, recuerda. Fueron al Chuzo de Rocky, una discoteca en Arauca, pero cuando terminaron de bailar, Mora quedó decepcionada: “Mi amor, ¿y la sangre valluna dónde la dejó? ¿Qué pasó con esos pasos?”, y Lezama le respondió: “¡Nooo, antes agradezca! Si hasta tuve que pagar unas clases para hacer esos pasitos”.
Ella, para superar la pérdida y darles soporte a sus hijos, recuerda esa historia. Eso fue Lezama: recursividad, disfrute, coraje.
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Ricardo Llaín, que estaba con Lezama en el momento del asesinato, coincidió con él pocas veces, pero estuvo en la más radical de todas. El pasado jueves, 9 de mayo, en el corregimiento La Esmeralda, Arauca, Llaín y Lezama estaban sentados en una esquina (la sede del SENA regional de Arauca) tomándose un refajo. Ahí hicieron audiciones el día anterior para el proyecto de documental Las luciérnagas vuelan en mayo, que estaban llevando a cabo gracias al premio del Fondo Cinematográfico de Relatos Regionales del Ministerio de Cultura, que se ganaron en 2018. Lezama le pidió a Llaín el cable del celular para ponerlo a cargar con una power band y en ese momento llegó una moto con dos personas que comenzaron a disparar. Le apuntaron a Lezama, pero a Llaín le entró una de esas balas en el brazo. El proyectil recorrió una distancia de 25 o 30 centímetros de tejido blando, salió por el hombro y no causó mayores daños. Llaín brincó de la silla, pasó entre dos personas que también estaban en el lugar, corrió como pudo, corrió por inercia, corrió para salvarse. Mientras las piernas se le movían solas, alcanzaba a oler la pólvora y el polvo que se levantaba de sus pasos, escuchaba cada detalle de lo que ocurrió a su alrededor, pero no veía nada. Se escondió y después pidió que lo auxiliaran. Cuando iba para el hospital ya sabía que a su compañero lo habían matado y que, seguramente, si no hubiese corrido de esa forma también estaría muerto.
La muerte de Lezama, tan inesperada, absurda e incomprensible, fue rápida. Sus amigos, que recalcan que la pérdida fue irreparable porque “Lezama era necesario para el cine nacional”, se enteraron por medio de llamadas: Alfonso Giraldo, el autor de la fotografía que sirvió de guía para el mural que se pintó después como un homenaje póstumo, recibió una llamada de un amigo periodista que le dijo: “Marica, ¿usted ya sabe lo de Lezama? Lo acaban de matar en Arauquita”. Cuando Giraldo escuchó, se estremeció. En sus manos tenía el libro Sobre la fotografía, de Susan Sontag, un regalo que le hizo Lezama después de uno de sus viajes a Bogotá. Adinael Lozano, el pintor del mural, también se enteró por medio de Daniel León, otro cineasta que le dijo: “Adinael, mataron a un amigo en La Esmeralda y parece que es Mauricio Lezama”.
Lezama, que madrugaba a cantar los santos nombres de Krishna, era disciplinado. En la universidad estudió Bellas Artes y después, en Arauca, se encontró con el mundo audiovisual, que se le presentó como una oportunidad para darle más sentido a su vida, de la que no se quejó nunca. A Laura, su hija, que está próxima a graduarse de Gestión Empresarial en la Universidad Autónoma de Nariño, le decía que no estudiara eso, que el arte era lo único con lo que uno no nacía, que ahí es cuando se convertiría en creadora de cosas importantes: siendo artista.
Cuando salía con sus amigos, Lezama tomaba cerveza, especialmente Poker. Le gustaba el heavy metal, “la música de los rockeros de antaño”, cuenta su amigo John Carlos, un periodista de Arauca con el que frecuentaba La Taberna de Moe y Pinky, donde le dedicaban el tiempo a Pink Floyd, Black Sabbath y Led Zeppelin.
Además de no perder oportunidad para hablar de lo que haría como cineasta, sin importar la falta de recursos, políticas públicas, apoyo estatal o estabilidad laboral, Lezama tenía esperanza. Le creía a la gente y la gente le creía a él, por eso lograba que para trabajar le prestaran material y equipos, y lo recomendaran para trabajos. Aunque durante las jornadas de, por ejemplo, sesiones de fotos matrimoniales, terminara bailando con las invitadas, como le ocurrió con Alfonso Giraldo, que en una ocasión le dio trabajo como segunda cámara en una boda.
Su expareja, Xiomara Mora, entre lágrimas y con sus hijos al lado, repite una y otra vez la frase que siempre les recalcó Lezama: “Las aves del mismo plumaje siempre vuelan juntas”, y dice que con ese recuerdo se quedan. Con la certeza de que él continuará volando con ellos, con la convicción de que podrán seguirlo viendo por medio de apariciones de grillitos corajudos, con los recuerdos de sus recetas, con su fuerza espiritual y con la seguridad de que en Colombia pronto será posible vivir sin miedo.