Detenerse ante la muerte
Estábamos viviendo sin darnos cuenta. Estábamos tomando vino, leyendo noticias, haciendo planes, bajándonos los tapabocas, juntando nuestras manos y seguíamos sin darnos cuenta. No queríamos —¿quién iba a querer?— detenernos ante la muerte. La muerte es la de los otros, no la nuestra. La muerte era una palabra, como la del amor, y estaba tan repetida que ya no la veíamos; pero ella sí nos vio, ella sí se detuvo porque no tenía afán. Ella tenía todo el tiempo. Ella era el tiempo.
Emily Dickinson, que ya fue muerte y ahora es eternidad, volvió un momento para susurrarnos eso con mejores palabras: “Porque no pude detenerme ante la muerte, / amablemente ella se detuvo ante mí; el carruaje solo nos encerraba a nosotros / y a la inmortalidad”.
Y ahí estábamos, vestidos con inmaculadas batas de laboratorio, con una rosa naranja y una margarita en la mano, esperando a que pasara el negro carruaje. Es absurdo, decíamos. Aún estaba tan nítido el tono de la voz, aún las palabras, las imágenes en movimiento, el mensaje en un chat. Pero el carruaje estaba allí y “por su cortesía”, dijo Dickinson, aquel tuvo que dejar sus miles de labores y sus ratos de ocio y dejarnos huérfanos con dos flores en la mano.
Le sugerimos leer: “Un mar en calma, los cuentos de amor y sexo”, de Beatriz Mendoza
Seguimos al carruaje sin apuro, “pasamos por la escuela donde jugaban los niños / Sus lecciones apenas concluidas; / pasamos frente a los campos de pastoreo / y ante el sol que se ponía”. Nos detuvimos ante su cofre, “una casa que parecía / una hinchazón de la tierra”. Era su cuerpo, pero no era él. Y lloramos porque no nos podría ver; pero nosotros sí nos veíamos, y nos vimos juntos. Fue un consuelo saber que no estábamos solos en el dolor, que al fin nos habíamos detenido ante la muerte para corresponder amablemente su saludo.
Aceptarla, entonces, ya cansados de luchar. Nos supimos vivos y de tan vivos tan mortales. Nos quedamos viendo el carruaje negro y largo, apenas alcanzado por nuestras sombras. Eran sus faroles los ojos de un corcel oscuro que iría, inevitablemente, a donde tenía que ir: “Desde entonces han pasado siglos; / pero cada uno parece más corto / que el día que anuncié por vez primera / que las cabezas de los caballos / apuntaban hacia la eternidad”. Seguimos hablando de aquel, y seguiremos haciéndolo porque ahora —ahora en pasado, ahora en presente, ahora en futuro— se ha vuelto inmortal. Porque aunque un cuerpo haya muerto, el que fuera un gran hombre no va a morir jamás.
*En memoria del profesor Alejandro Chaparro Giraldo.
Emily Dickinson, que ya fue muerte y ahora es eternidad, volvió un momento para susurrarnos eso con mejores palabras: “Porque no pude detenerme ante la muerte, / amablemente ella se detuvo ante mí; el carruaje solo nos encerraba a nosotros / y a la inmortalidad”.
Y ahí estábamos, vestidos con inmaculadas batas de laboratorio, con una rosa naranja y una margarita en la mano, esperando a que pasara el negro carruaje. Es absurdo, decíamos. Aún estaba tan nítido el tono de la voz, aún las palabras, las imágenes en movimiento, el mensaje en un chat. Pero el carruaje estaba allí y “por su cortesía”, dijo Dickinson, aquel tuvo que dejar sus miles de labores y sus ratos de ocio y dejarnos huérfanos con dos flores en la mano.
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Seguimos al carruaje sin apuro, “pasamos por la escuela donde jugaban los niños / Sus lecciones apenas concluidas; / pasamos frente a los campos de pastoreo / y ante el sol que se ponía”. Nos detuvimos ante su cofre, “una casa que parecía / una hinchazón de la tierra”. Era su cuerpo, pero no era él. Y lloramos porque no nos podría ver; pero nosotros sí nos veíamos, y nos vimos juntos. Fue un consuelo saber que no estábamos solos en el dolor, que al fin nos habíamos detenido ante la muerte para corresponder amablemente su saludo.
Aceptarla, entonces, ya cansados de luchar. Nos supimos vivos y de tan vivos tan mortales. Nos quedamos viendo el carruaje negro y largo, apenas alcanzado por nuestras sombras. Eran sus faroles los ojos de un corcel oscuro que iría, inevitablemente, a donde tenía que ir: “Desde entonces han pasado siglos; / pero cada uno parece más corto / que el día que anuncié por vez primera / que las cabezas de los caballos / apuntaban hacia la eternidad”. Seguimos hablando de aquel, y seguiremos haciéndolo porque ahora —ahora en pasado, ahora en presente, ahora en futuro— se ha vuelto inmortal. Porque aunque un cuerpo haya muerto, el que fuera un gran hombre no va a morir jamás.
*En memoria del profesor Alejandro Chaparro Giraldo.