Diálogos con la Muerte (Parte I)
Publicamos la primera entrega de la novela “Diálogos con la Muerte”, de la colaboradora Juliana Vargas, cuyos siguientes capítulos saldrán periódicamente los sábados en la versión digital del “Magazín Cultural”. Acompañada con ilustraciones de Rodrigo Cabral Godoy, el texto plantea un escenario imposible y a la vez verosímil: hablar y negociar con la Muerte.
Juliana Vargas
“Me voy a morir”, fue lo primero que pensó Ciro Montilla cuando el Gobierno ordenó a la gente aislarse por un término indefinido. Cuando tienes 81 años de edad, un año, un mes o incluso un día es tiempo que les estás robando a los dioses. Entonces, estar encerrado en una casa, solo, en silla de ruedas y con una enfermera que entra y sale, sin nada más en qué pensar que en esos pies que van y vienen, como dos líneas rectas que nunca se juntan, es una muy, muy mala manera de robarles el tiempo a los dioses.
Dicen que una manera de aprovechar este hurto divino es leyendo, viendo series y pagando cursos online. Pero a los 81 años Ciro se queda dormido leyendo hasta la más interesante novela, las series ya no las entiende y ni siquiera se ha tomado la molestia de pagar alguna plataforma de esas digitales, ¿y curso online? Cómo podría aprovechar un curso online si ya tiene los días contados.
No pensaron en eso cuando los aislaron, claro. ¿De verdad creyeron que los viejos seguían con mentalidad de muchachito de veinte años? ¿En serio? A esa edad la diversión no tiene cabida, y esa es la venganza de los dioses.
Le sugerimos: El Espectador: en defensa de la poesía
Entonces Ciro Montilla va a morir, así como todos los demás que decidieron desafiar los designios celestiales. Ay, que este virus es una llamada, un oráculo, un juego y va a perder. Pero antes tendrá que hacer una última jugada maestra, y de lo que sí gozan los viejos es de aburrimiento, ese mundo mágico en donde las más brillantes ideas nacen. Ya lo ha pensado, lo ha rumiado y hasta soñado, va a irse como Prometeo resignado, ya verán esos dioses.
Lo que va a hacer será hablar con los muertos antes de que esta Tierra se convierta en un camposanto. Va a tener una amena conversación con los muertos, tal como uno la tendría consigo mismo. Será un innovador en este nuevo campo de la socialización humana. De hecho, alguna vez leyó una historia sobre un criminal que se encontraba con los muertos que había matado. La entrada al inframundo era un sitio invernal y, mientras los muertos reían, el asesino caía cada vez más en la locura.
Ciro hará lo contrario. Hará del invierno un verano, y abrazará a la Muerte como una vieja amiga. Y lo hará porque no hay de otra, porque la Muerte ya ha estado junto a él desde hace días. Porque ahí está. Es una capa larga y ancha que flota por los pasillos, mirándolo de reojo, suspirando de aquí para allá, como si se deshiciera de trozos de vidas humanas mediante soplos. La ha visto clavándole sus pupilas mientras intenta dormir. La ve ahora mismo, frente a él. Debería tener miedo, pero ya lo perdió hace mucho, cuando también perdió la capacidad de tener cualquier otro sentimiento.
—Hola.
¿Por qué es que no había intentado hablarle antes? No lo sabe. Tal vez, solo tal vez, todavía le quedaba algo de condescendencia propia. No había llegado al punto de creerse loco, pero ya se rindió. Trata de tú a tú a la Muerte, y eso solo puede provenir del más loco de los hombres.
—Don Ciro —le contesta la Muerte.
Se sorprende, claro. Si es la alucinación de un hombre viejo, está perdido. Si en serio es ella, está perdido. Le sudan las manos de forma instantánea, se le acelera el corazón, se le hielan los labios, no siente su lengua. ¿Ya se lo va a llevar? Si es así, no tiene otra opción. Tiene que actuar con dignidad.
—Muerte, buen día.
Ella se mantiene inmóvil. Espera a que haga la primera jugada, como si entre ellos hubiera un tablero de ajedrez.
—¿Por qué estás acá?
—No lo sé.
—¿Cómo así? ¿Es que la Muerte ignora las razones de sus propios actos?
Ella no responde, pero el negro detrás de su capucha lo dice todo. Lo escudriña, como si intentara sonsacarle la burla que se esconde detrás de lo que le ha dicho.
—Si de ignorantes hablamos, los humanos lo han ignorado todo desde siempre.
—Por lo que tu labor es limpiar el mundo de la ignorancia.
—Sí… Sí, lo que tú y tu especie digan.
Aquella capa empieza a flotar por la sala. Mira a un lado, mira al otro. Mira al techo. Mantiene su cuerpo en vilo. Nada por entre el aire y, por supuesto, ignora a Ciro.
—Entonces… ¿Cuándo es que me vas a llevar?
—¿Llevar a dónde?
— Al otro lado, al más allá, al infierno, al paraíso.
—No lo sé. Hoy no.
—¿Y a los demás? ¿No tienes que matar a alguien hoy? Gente muere todos los días.
—Hablas como si fuera fácil.
—¿Y es que para ti no lo es?
Ella no responde. Baja lentamente del techo y se quita la capucha. Detrás de esa sombra descubre la cabeza de una niña de no más de diez años, con los ojos color azabache, la piel morena y el cabello castaño oscuro.
Le recomendamos: “Toro”, más allá del surgimiento de un fotógrafo preso
“Es apenas una niña”, piensa Ciro escandalizado, como si la Muerte no se hubiera enfrentado a la vida a lo largo de los milenios. Como si las niñas tampoco pudieran ser tan eternas como los viejos decrépitos que encierran en ataúdes. Como si ella no fuera la futura culpable de que su corazón llegue a parar de latir algún día.
—Es un trabajo difícil… Son demasiados moribundos que tengo que visitar y aliviar. Eso agota, desespera. Son diez, mil ,un millón, una eternidad. Algún día tendré que cansarme, pero ese día no ha llegado.
—Pensé que a eso te dedicabas. A matar gente.
La Muerte le regala una sonrisa, pero sus ojos reflejan disgusto.
—Ustedes son los que se matan. A mí no me metas en eso. Yo los exhorto a que crucen de un lado a otro. Tú ya lo has vivido, y dos veces. Debí llevarte cuando a los nueve años te dio una poliomielitis que te dejó con atrofia muscular y en silla de ruedas. ¿Por qué fue que no lo hice? No me acuerdo… Quizá quería ver cómo te fortalecías, quería ver si el vínculo con tu madre sería mayor…
Ciro no sabía que la Muerte dudaba, pero cómo no lo va a hacer si es tan solo una niña. La Muerte debería petrificar al más valiente, pero lo que le causa es ternura, y se siente como un blasfemo al pensar eso.
—A los cincuenta y ocho años, un paro cardíaco casi te quita la vida. ¿Por qué? ¿Por qué no te llevé?
—La gente habla de que Dios se presenta de mil maneras, de que actúa a través de ciertas personas; pero se les olvida que tú también existes.
—¿Qué?
—Fuiste tú y no Dios quien me dio fuerzas para vivir a pesar de mis dolores. Fuiste tú y no Dios quien me hizo caer en cuenta de lo mucho que me faltaba por hacer y de lo que mucho que amaba a mi esposa.
—Claro… Si existe un dios, debe existir su opuesto.
La Muerte repite aquello ensimismada. Observa a Ciro, como si quisiera decirle algo, pero de inmediato voltea a mirar hacia el piso.
—¿Pasa algo? —pregunta Ciro como si no fuera su verdugo, sino su nieta. Siente unos deseos irresistibles por acercarse y consolarla. No sabe de qué exactamente, no sabe por qué razones cósmicas algo desconsolaría a la Muerte y le quitaría el sueño que nunca ha tenido. Pero ahí está, tratando de traspasar el límite y jugar con la inmortalidad que no le corresponde.
—Pasa que estoy dudando —dice la Muerte como si no fuera nada grave. Como si no fuera apocalíptico que la Muerte dudara. ¿Quién entonces se encargaría de las ínfulas de los nuevos inmortales caminando por la Tierra? ¿Quién se encargaría de los moribundos sufriendo por siempre jamás? ¿Quién se encargaría de la mismísima Muerte, a quien nadie ha vencido y nadie vencerá?
—Últimamente veo a los muertos de diferente manera. Los veo tristes. A veces… agobian.
La Muerte mira a Ciro fijamente. Sus ojos son punzantes, como dos dagas de hielo. Tiene ira. Es una ira que lo quema y lo paraliza. Le duele… le duele más… aún más… Ciro se aferra a la silla de ruedas hasta que ya no aguanta más el dolor y grita.
—¡No aguanto más! ¡Para!
La Muerte al fin parpadea y el dolor se va.
—Dudar no es malo... La duda antecede a una buena decisión si se reflexiona bien.
—Solo tengo que pensar a quién llevarme y a quién no.
—Lo cual es la tarea más triste del universo. Sobre ti recae toda la tristeza del mundo. Eres hermosa y fuerte porque ves a través de nuestra humanidad y aun así nos ayudas a sobrevivir a esto que llamamos vida.
—Hermosa y fuerte… Es la primera vez en todos estos milenios que me describen así… Quizás ahora no te lleve conmigo pronto. Al menos no tan pronto como a tu madre. No sabes durante cuánto tiempo me pidió que me la llevara.
Ciro se queda frío y la cabeza le empieza a dar vueltas.
—¿Cuándo?.. ¿Cuándo te deseó por primera vez?
—No sé cuándo comenzó exactamente… De pronto fue en una de tus recaídas.
Una de sus “recaídas”. Era lo más cercano a lo que en verdad sentía: perdía los reflejos, sus pupilas se dilataban mientras escudriñaban la oscuridad que lo cubría. Le dolían todos los músculos, sentía que flotaba tal como flota la Muerte. Subía, subía y subía en medio de un vacío eterno hasta llegar al umbral del fin. Y cuando creía que ya no podía más, cuando pensaba que el fin lo devoraría, se despertaba agitado. Después llegaba mamá y lo abrazaba, lo arrullaba, lo besaba; luego intentaba darle de comer, pero a veces su boca no era lo suficientemente fuerte para abrirse y masticar. Cuando eso pasaba, lloraba sobre la comida que se le iba y caía al piso. Y entonces mamá volvía a abrazarlo y arrullarlo.
Podría interesarle: François Truffaut, una vida de rebeldía cinematográfica
—Estuve sola, pero ya no lo estoy —canta la Muerte—. Seguí el rastro de tu amor hasta encontrarte, y ahora mi corazón retumba con tus melodías. Nuestros caminos se cruzaron, contigo conversé y reí, y ahora nada ni nadie te sacará de mis memorias más queridas.
—La canción de mamá… —susurra Ciro.
—La cantaba para sacar fuerzas de donde no las tenía. La cantaba para cuidarte a pesar de todo, a pesar de ella misma.
—¿Fue muy difícil para ella cuidarme?
La Muerte apenas asiente, como si tuviera miedo de confirmarlo.
—Claro… También fue difícil para mí. Lo sabes.
—Lo sé.
La Muerte se sienta sobre sus piernas. Levanta la mano, duda, la sube un poco más, la termina de subir hasta su mejilla. Ciro le sonríe, y desea que ella le sonría de vuelta. Por supuesto que no lo hace, pero sus cambios súbitos de comportamiento le dan ánimo. Ya no tiene tanto miedo, a pesar de la manera que lo puede paralizar y quemar. Ahora tiene curiosidad por saber qué sentimientos puede tener la Muerte.
—Mis momentos más felices eran cuando podía ir al colegio… Cuando no estaba en el hospital, intubado, lidiando con mis dolores musculares y respirando de a ratos, me encantaba vestirme y salir de casa. Me gustaba que mamá me llevara al colegio y sentir el viento susurrando. Me refugiaba en los cuentos que leíamos en clase de español, en las flautas de las clases de música y hasta en el número pi, que es infinito y así quería que fueran mis días cuando podía llegar al colegio y estudiar como cualquier otro niño, vivir como cualquier otro niño. Era un respiro, me daba tranquilidad —la Muerte baja su mano y esconde la mirada—. ¿Me quieres decir algo?
—No puedo… Me es imposible.
—¿Qué es lo que no puedes?
—Estar con personas que están en paz con la vida.
“¿Eso quiere decir que no estoy en paz con la vida? — piensa Ciro.
—No, no lo estás… Por eso puedo estar aquí, refugiándome en ti como te refugiabas en tus clases. Y sí, puedo escuchar tus pensamientos.
—Genial… Una razón más para cavilar sobre el desequilibrio de esta conversación.
—A causa de tu enfermedad, llegó el punto en que tu mamá tampoco pudo estar en paz con la vida, algo escuché en sus pensamientos cuando… —La Muerte vuelve a dudar, mira a Ciro de soslayo, y le toma la mano. Ciro se la aprieta para invitarla a continuar—. Cuando sus emociones la traicionaban y deseaba la muerte, en lugar de seguir cuidándote y ver lo mucho que sufrías.
—No la culpo. Hizo lo que pudo.
—Y más que eso.
La mamá de Ciro murió en una tarde soleada, como si el clima se burlara de su desgracia. Murió en uno de aquellos días en los que Ciro había podido ir al colegio y había sido especialmente feliz. En clase había leído un poema de Mario Benedetti y durante todo el camino de regreso no había hecho más que recitarle el poema a su mamá con emoción. “No te rindas, aún estás a tiempo de alcanzar y comenzar de nuevo, aceptar tus sombras, enterrar tus miedos”, le declamaba casi gritando. “No te rindas, que la vida es eso, continuar el viaje, perseguir tus sueños, destrabar el tiempo, correr los escombros y destapar el cielo”. Su madre estaba feliz y su felicidad aumentaba al verla bien. Por esa época, su tía se había trasteado a su casa, después de que su negocio en Chaparral hubiera quebrado, y eso había aliviado los quehaceres de la mamá de Ciro, al igual que su humor, pues en Ambalema parecía que el negocio sí era rentable y les ayudaba a pagar los servicios públicos, la comida y las medicinas de Ciro. Todo iba bien, tan bien que parecía irreal.
Le sugerimos: Pilar Vargas: “Lo que no tiene respuesta en el más acá, se busca en el más allá”
—Iba tan bien que por eso se dejó entregar. Cayó en cuenta de que ya podía descansar, que tú estarías bien, que yo no te llevaría porque aún tenías mucho que vivir, mucho que hacer, mucho que sufrir y también que disfrutar. Ella sufría en silencio, y hasta no verte bien, no iba a ceder ante mí.
Así fue como Bertha Angarita murió de fibrosis pulmonar. Después de dejar a su hijo jugando con su tía, se dirigió a su habitación, cerró la puerta y se acostó en la cama. Poco a poco se le fue yendo el aire y también el alma, sintiendo lo mismo que sentía su hijo cada vez que recaía y sucumbía ante el polio. También subió, subió y subió en medio de un vacío eterno hasta llegar al umbral del fin. “Él estará bien”, le dijo la Muerte, y con ello se dejó devorar por el final. La Muerte tomó el alma de Bertha y se la llevó consigo. También tomó toda su tristeza, su nostalgia y su sufrimiento, y así, Bertha fue libre de un mundo que no hizo sino herirla.
—Gracias… —le susurró Ciro y la abrazó. Ella se deja abrazar, aunque su cuerpo al instante se pone tenso. —“No te rindas, por favor no cedas. Aunque el frío queme, aunque el miedo muerda, aunque el sol se esconda y se calle el viento, aún hay fuego en tu alma, porque lo has querido y porque te quiero”.
Seguidamente, la Muerte se zafa de su abrazo y se aleja un poco.
—Debo irme.
—¿Ya me dejas?
Ella vuelve a acercarse y toca el pecho de Ciro.
—Me voy, pero permaneceré aquí. Al fin y al cabo, es mi deber para con los que no están en paz con la vida.
—¿A dónde vas?
—Hay un niño… También le gustaba ir al colegio. Ya no puede ser acariciado por el viento, como tú tampoco pudiste. También se refugia en cuentos y en el número pi… Pero, a diferencia de ti, él sí va a morir.
Ya se va a ir y de pronto a Ciro le inunden ganas de tomarla de la capa y obligarla a quedarse. En lugar de eso, canta: “Nuestros caminos se cruzaron, contigo conversé y reí, y ahora nada ni nadie te sacará de mis memorias más queridas”. Y espera que se quede, que no se lleve a ese niño.
—“Y, sin embargo, hoy nos toca decir adiós. ¿Quién escuchará los ecos de tus melodías?”.
—“Tan sólo deja que suenen, y así, algún día nos reencontraremos”.
—Y la Muerte se va sin volver atrás. Solo Ciro pensaría que la Muerte podría volver atrás y arrepentirse.
“Me voy a morir”, fue lo primero que pensó Ciro Montilla cuando el Gobierno ordenó a la gente aislarse por un término indefinido. Cuando tienes 81 años de edad, un año, un mes o incluso un día es tiempo que les estás robando a los dioses. Entonces, estar encerrado en una casa, solo, en silla de ruedas y con una enfermera que entra y sale, sin nada más en qué pensar que en esos pies que van y vienen, como dos líneas rectas que nunca se juntan, es una muy, muy mala manera de robarles el tiempo a los dioses.
Dicen que una manera de aprovechar este hurto divino es leyendo, viendo series y pagando cursos online. Pero a los 81 años Ciro se queda dormido leyendo hasta la más interesante novela, las series ya no las entiende y ni siquiera se ha tomado la molestia de pagar alguna plataforma de esas digitales, ¿y curso online? Cómo podría aprovechar un curso online si ya tiene los días contados.
No pensaron en eso cuando los aislaron, claro. ¿De verdad creyeron que los viejos seguían con mentalidad de muchachito de veinte años? ¿En serio? A esa edad la diversión no tiene cabida, y esa es la venganza de los dioses.
Le sugerimos: El Espectador: en defensa de la poesía
Entonces Ciro Montilla va a morir, así como todos los demás que decidieron desafiar los designios celestiales. Ay, que este virus es una llamada, un oráculo, un juego y va a perder. Pero antes tendrá que hacer una última jugada maestra, y de lo que sí gozan los viejos es de aburrimiento, ese mundo mágico en donde las más brillantes ideas nacen. Ya lo ha pensado, lo ha rumiado y hasta soñado, va a irse como Prometeo resignado, ya verán esos dioses.
Lo que va a hacer será hablar con los muertos antes de que esta Tierra se convierta en un camposanto. Va a tener una amena conversación con los muertos, tal como uno la tendría consigo mismo. Será un innovador en este nuevo campo de la socialización humana. De hecho, alguna vez leyó una historia sobre un criminal que se encontraba con los muertos que había matado. La entrada al inframundo era un sitio invernal y, mientras los muertos reían, el asesino caía cada vez más en la locura.
Ciro hará lo contrario. Hará del invierno un verano, y abrazará a la Muerte como una vieja amiga. Y lo hará porque no hay de otra, porque la Muerte ya ha estado junto a él desde hace días. Porque ahí está. Es una capa larga y ancha que flota por los pasillos, mirándolo de reojo, suspirando de aquí para allá, como si se deshiciera de trozos de vidas humanas mediante soplos. La ha visto clavándole sus pupilas mientras intenta dormir. La ve ahora mismo, frente a él. Debería tener miedo, pero ya lo perdió hace mucho, cuando también perdió la capacidad de tener cualquier otro sentimiento.
—Hola.
¿Por qué es que no había intentado hablarle antes? No lo sabe. Tal vez, solo tal vez, todavía le quedaba algo de condescendencia propia. No había llegado al punto de creerse loco, pero ya se rindió. Trata de tú a tú a la Muerte, y eso solo puede provenir del más loco de los hombres.
—Don Ciro —le contesta la Muerte.
Se sorprende, claro. Si es la alucinación de un hombre viejo, está perdido. Si en serio es ella, está perdido. Le sudan las manos de forma instantánea, se le acelera el corazón, se le hielan los labios, no siente su lengua. ¿Ya se lo va a llevar? Si es así, no tiene otra opción. Tiene que actuar con dignidad.
—Muerte, buen día.
Ella se mantiene inmóvil. Espera a que haga la primera jugada, como si entre ellos hubiera un tablero de ajedrez.
—¿Por qué estás acá?
—No lo sé.
—¿Cómo así? ¿Es que la Muerte ignora las razones de sus propios actos?
Ella no responde, pero el negro detrás de su capucha lo dice todo. Lo escudriña, como si intentara sonsacarle la burla que se esconde detrás de lo que le ha dicho.
—Si de ignorantes hablamos, los humanos lo han ignorado todo desde siempre.
—Por lo que tu labor es limpiar el mundo de la ignorancia.
—Sí… Sí, lo que tú y tu especie digan.
Aquella capa empieza a flotar por la sala. Mira a un lado, mira al otro. Mira al techo. Mantiene su cuerpo en vilo. Nada por entre el aire y, por supuesto, ignora a Ciro.
—Entonces… ¿Cuándo es que me vas a llevar?
—¿Llevar a dónde?
— Al otro lado, al más allá, al infierno, al paraíso.
—No lo sé. Hoy no.
—¿Y a los demás? ¿No tienes que matar a alguien hoy? Gente muere todos los días.
—Hablas como si fuera fácil.
—¿Y es que para ti no lo es?
Ella no responde. Baja lentamente del techo y se quita la capucha. Detrás de esa sombra descubre la cabeza de una niña de no más de diez años, con los ojos color azabache, la piel morena y el cabello castaño oscuro.
Le recomendamos: “Toro”, más allá del surgimiento de un fotógrafo preso
“Es apenas una niña”, piensa Ciro escandalizado, como si la Muerte no se hubiera enfrentado a la vida a lo largo de los milenios. Como si las niñas tampoco pudieran ser tan eternas como los viejos decrépitos que encierran en ataúdes. Como si ella no fuera la futura culpable de que su corazón llegue a parar de latir algún día.
—Es un trabajo difícil… Son demasiados moribundos que tengo que visitar y aliviar. Eso agota, desespera. Son diez, mil ,un millón, una eternidad. Algún día tendré que cansarme, pero ese día no ha llegado.
—Pensé que a eso te dedicabas. A matar gente.
La Muerte le regala una sonrisa, pero sus ojos reflejan disgusto.
—Ustedes son los que se matan. A mí no me metas en eso. Yo los exhorto a que crucen de un lado a otro. Tú ya lo has vivido, y dos veces. Debí llevarte cuando a los nueve años te dio una poliomielitis que te dejó con atrofia muscular y en silla de ruedas. ¿Por qué fue que no lo hice? No me acuerdo… Quizá quería ver cómo te fortalecías, quería ver si el vínculo con tu madre sería mayor…
Ciro no sabía que la Muerte dudaba, pero cómo no lo va a hacer si es tan solo una niña. La Muerte debería petrificar al más valiente, pero lo que le causa es ternura, y se siente como un blasfemo al pensar eso.
—A los cincuenta y ocho años, un paro cardíaco casi te quita la vida. ¿Por qué? ¿Por qué no te llevé?
—La gente habla de que Dios se presenta de mil maneras, de que actúa a través de ciertas personas; pero se les olvida que tú también existes.
—¿Qué?
—Fuiste tú y no Dios quien me dio fuerzas para vivir a pesar de mis dolores. Fuiste tú y no Dios quien me hizo caer en cuenta de lo mucho que me faltaba por hacer y de lo que mucho que amaba a mi esposa.
—Claro… Si existe un dios, debe existir su opuesto.
La Muerte repite aquello ensimismada. Observa a Ciro, como si quisiera decirle algo, pero de inmediato voltea a mirar hacia el piso.
—¿Pasa algo? —pregunta Ciro como si no fuera su verdugo, sino su nieta. Siente unos deseos irresistibles por acercarse y consolarla. No sabe de qué exactamente, no sabe por qué razones cósmicas algo desconsolaría a la Muerte y le quitaría el sueño que nunca ha tenido. Pero ahí está, tratando de traspasar el límite y jugar con la inmortalidad que no le corresponde.
—Pasa que estoy dudando —dice la Muerte como si no fuera nada grave. Como si no fuera apocalíptico que la Muerte dudara. ¿Quién entonces se encargaría de las ínfulas de los nuevos inmortales caminando por la Tierra? ¿Quién se encargaría de los moribundos sufriendo por siempre jamás? ¿Quién se encargaría de la mismísima Muerte, a quien nadie ha vencido y nadie vencerá?
—Últimamente veo a los muertos de diferente manera. Los veo tristes. A veces… agobian.
La Muerte mira a Ciro fijamente. Sus ojos son punzantes, como dos dagas de hielo. Tiene ira. Es una ira que lo quema y lo paraliza. Le duele… le duele más… aún más… Ciro se aferra a la silla de ruedas hasta que ya no aguanta más el dolor y grita.
—¡No aguanto más! ¡Para!
La Muerte al fin parpadea y el dolor se va.
—Dudar no es malo... La duda antecede a una buena decisión si se reflexiona bien.
—Solo tengo que pensar a quién llevarme y a quién no.
—Lo cual es la tarea más triste del universo. Sobre ti recae toda la tristeza del mundo. Eres hermosa y fuerte porque ves a través de nuestra humanidad y aun así nos ayudas a sobrevivir a esto que llamamos vida.
—Hermosa y fuerte… Es la primera vez en todos estos milenios que me describen así… Quizás ahora no te lleve conmigo pronto. Al menos no tan pronto como a tu madre. No sabes durante cuánto tiempo me pidió que me la llevara.
Ciro se queda frío y la cabeza le empieza a dar vueltas.
—¿Cuándo?.. ¿Cuándo te deseó por primera vez?
—No sé cuándo comenzó exactamente… De pronto fue en una de tus recaídas.
Una de sus “recaídas”. Era lo más cercano a lo que en verdad sentía: perdía los reflejos, sus pupilas se dilataban mientras escudriñaban la oscuridad que lo cubría. Le dolían todos los músculos, sentía que flotaba tal como flota la Muerte. Subía, subía y subía en medio de un vacío eterno hasta llegar al umbral del fin. Y cuando creía que ya no podía más, cuando pensaba que el fin lo devoraría, se despertaba agitado. Después llegaba mamá y lo abrazaba, lo arrullaba, lo besaba; luego intentaba darle de comer, pero a veces su boca no era lo suficientemente fuerte para abrirse y masticar. Cuando eso pasaba, lloraba sobre la comida que se le iba y caía al piso. Y entonces mamá volvía a abrazarlo y arrullarlo.
Podría interesarle: François Truffaut, una vida de rebeldía cinematográfica
—Estuve sola, pero ya no lo estoy —canta la Muerte—. Seguí el rastro de tu amor hasta encontrarte, y ahora mi corazón retumba con tus melodías. Nuestros caminos se cruzaron, contigo conversé y reí, y ahora nada ni nadie te sacará de mis memorias más queridas.
—La canción de mamá… —susurra Ciro.
—La cantaba para sacar fuerzas de donde no las tenía. La cantaba para cuidarte a pesar de todo, a pesar de ella misma.
—¿Fue muy difícil para ella cuidarme?
La Muerte apenas asiente, como si tuviera miedo de confirmarlo.
—Claro… También fue difícil para mí. Lo sabes.
—Lo sé.
La Muerte se sienta sobre sus piernas. Levanta la mano, duda, la sube un poco más, la termina de subir hasta su mejilla. Ciro le sonríe, y desea que ella le sonría de vuelta. Por supuesto que no lo hace, pero sus cambios súbitos de comportamiento le dan ánimo. Ya no tiene tanto miedo, a pesar de la manera que lo puede paralizar y quemar. Ahora tiene curiosidad por saber qué sentimientos puede tener la Muerte.
—Mis momentos más felices eran cuando podía ir al colegio… Cuando no estaba en el hospital, intubado, lidiando con mis dolores musculares y respirando de a ratos, me encantaba vestirme y salir de casa. Me gustaba que mamá me llevara al colegio y sentir el viento susurrando. Me refugiaba en los cuentos que leíamos en clase de español, en las flautas de las clases de música y hasta en el número pi, que es infinito y así quería que fueran mis días cuando podía llegar al colegio y estudiar como cualquier otro niño, vivir como cualquier otro niño. Era un respiro, me daba tranquilidad —la Muerte baja su mano y esconde la mirada—. ¿Me quieres decir algo?
—No puedo… Me es imposible.
—¿Qué es lo que no puedes?
—Estar con personas que están en paz con la vida.
“¿Eso quiere decir que no estoy en paz con la vida? — piensa Ciro.
—No, no lo estás… Por eso puedo estar aquí, refugiándome en ti como te refugiabas en tus clases. Y sí, puedo escuchar tus pensamientos.
—Genial… Una razón más para cavilar sobre el desequilibrio de esta conversación.
—A causa de tu enfermedad, llegó el punto en que tu mamá tampoco pudo estar en paz con la vida, algo escuché en sus pensamientos cuando… —La Muerte vuelve a dudar, mira a Ciro de soslayo, y le toma la mano. Ciro se la aprieta para invitarla a continuar—. Cuando sus emociones la traicionaban y deseaba la muerte, en lugar de seguir cuidándote y ver lo mucho que sufrías.
—No la culpo. Hizo lo que pudo.
—Y más que eso.
La mamá de Ciro murió en una tarde soleada, como si el clima se burlara de su desgracia. Murió en uno de aquellos días en los que Ciro había podido ir al colegio y había sido especialmente feliz. En clase había leído un poema de Mario Benedetti y durante todo el camino de regreso no había hecho más que recitarle el poema a su mamá con emoción. “No te rindas, aún estás a tiempo de alcanzar y comenzar de nuevo, aceptar tus sombras, enterrar tus miedos”, le declamaba casi gritando. “No te rindas, que la vida es eso, continuar el viaje, perseguir tus sueños, destrabar el tiempo, correr los escombros y destapar el cielo”. Su madre estaba feliz y su felicidad aumentaba al verla bien. Por esa época, su tía se había trasteado a su casa, después de que su negocio en Chaparral hubiera quebrado, y eso había aliviado los quehaceres de la mamá de Ciro, al igual que su humor, pues en Ambalema parecía que el negocio sí era rentable y les ayudaba a pagar los servicios públicos, la comida y las medicinas de Ciro. Todo iba bien, tan bien que parecía irreal.
Le sugerimos: Pilar Vargas: “Lo que no tiene respuesta en el más acá, se busca en el más allá”
—Iba tan bien que por eso se dejó entregar. Cayó en cuenta de que ya podía descansar, que tú estarías bien, que yo no te llevaría porque aún tenías mucho que vivir, mucho que hacer, mucho que sufrir y también que disfrutar. Ella sufría en silencio, y hasta no verte bien, no iba a ceder ante mí.
Así fue como Bertha Angarita murió de fibrosis pulmonar. Después de dejar a su hijo jugando con su tía, se dirigió a su habitación, cerró la puerta y se acostó en la cama. Poco a poco se le fue yendo el aire y también el alma, sintiendo lo mismo que sentía su hijo cada vez que recaía y sucumbía ante el polio. También subió, subió y subió en medio de un vacío eterno hasta llegar al umbral del fin. “Él estará bien”, le dijo la Muerte, y con ello se dejó devorar por el final. La Muerte tomó el alma de Bertha y se la llevó consigo. También tomó toda su tristeza, su nostalgia y su sufrimiento, y así, Bertha fue libre de un mundo que no hizo sino herirla.
—Gracias… —le susurró Ciro y la abrazó. Ella se deja abrazar, aunque su cuerpo al instante se pone tenso. —“No te rindas, por favor no cedas. Aunque el frío queme, aunque el miedo muerda, aunque el sol se esconda y se calle el viento, aún hay fuego en tu alma, porque lo has querido y porque te quiero”.
Seguidamente, la Muerte se zafa de su abrazo y se aleja un poco.
—Debo irme.
—¿Ya me dejas?
Ella vuelve a acercarse y toca el pecho de Ciro.
—Me voy, pero permaneceré aquí. Al fin y al cabo, es mi deber para con los que no están en paz con la vida.
—¿A dónde vas?
—Hay un niño… También le gustaba ir al colegio. Ya no puede ser acariciado por el viento, como tú tampoco pudiste. También se refugia en cuentos y en el número pi… Pero, a diferencia de ti, él sí va a morir.
Ya se va a ir y de pronto a Ciro le inunden ganas de tomarla de la capa y obligarla a quedarse. En lugar de eso, canta: “Nuestros caminos se cruzaron, contigo conversé y reí, y ahora nada ni nadie te sacará de mis memorias más queridas”. Y espera que se quede, que no se lleve a ese niño.
—“Y, sin embargo, hoy nos toca decir adiós. ¿Quién escuchará los ecos de tus melodías?”.
—“Tan sólo deja que suenen, y así, algún día nos reencontraremos”.
—Y la Muerte se va sin volver atrás. Solo Ciro pensaría que la Muerte podría volver atrás y arrepentirse.