Diálogos con la muerte (Parte III)
Presentamos el tercer capítulo de ‘Diálogos con la Muerte’, de la colaboradora Juliana Vargas, en la que continúan las conversaciones entre Ciro Montilla y la que será su verdugo.
Juliana Vargas - @jvargasleal
—La Muerte vuelve a abandonarme, y no existe explicación lógica que tal hecho haya ocurrido alguna vez. Se supone que cuando la Muerte llega no se va, porque te mueres con ella, como le pasó a mamá, como le pasó a Clara, como tuvo que pasarme a mí hace muchos años. ¿Por qué conmigo la Muerte viene y va? ¿Por qué conmigo sí tiene que arrepentirse? Es una salvación, dirían todos; es una condena, digo yo, plantado a esta silla de ruedas, tal como están plantados los suicidas del infierno de Dante, convertidos en árboles por toda la eternidad, amén. De pronto es la condena que me espera. De pronto el destino conmigo ha sido benevolente. De pronto me está preparando para cuando por fin deje de respirar. De pronto ya estoy muerto y no me he dado cuenta. Y eso es lo que quiero. Sí, eso quiero. Si estuviera en mis manos, llamaría a esa niña tan oscura como brillante y le ordenaría que me quitara la vida, ya fuera con plumas o con fuego, que a estas alturas ya estoy demasiado acostumbrado al dolor. ¿Cómo es posible que te abandone la Muerte?
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—La Muerte vuelve a abandonarme, y no existe explicación lógica que tal hecho haya ocurrido alguna vez. Se supone que cuando la Muerte llega no se va, porque te mueres con ella, como le pasó a mamá, como le pasó a Clara, como tuvo que pasarme a mí hace muchos años. ¿Por qué conmigo la Muerte viene y va? ¿Por qué conmigo sí tiene que arrepentirse? Es una salvación, dirían todos; es una condena, digo yo, plantado a esta silla de ruedas, tal como están plantados los suicidas del infierno de Dante, convertidos en árboles por toda la eternidad, amén. De pronto es la condena que me espera. De pronto el destino conmigo ha sido benevolente. De pronto me está preparando para cuando por fin deje de respirar. De pronto ya estoy muerto y no me he dado cuenta. Y eso es lo que quiero. Sí, eso quiero. Si estuviera en mis manos, llamaría a esa niña tan oscura como brillante y le ordenaría que me quitara la vida, ya fuera con plumas o con fuego, que a estas alturas ya estoy demasiado acostumbrado al dolor. ¿Cómo es posible que te abandone la Muerte?
“¿Por qué tienes miedo? ¿Acaso no tienes fe?”, me diría Jesús.
No. Ya la fe se me acabó. En aquellos tiempos en los que no había pandemias y la gente podía ir y venir sin preocuparse porque los polos se estuvieran descongelando, o por la desigualdad en el mundo, o por gobiernos ciegos, o por refugiados hacinados y fronteras indiferentes, mi enfermera me habría dicho “don Ciro, ¿a quién le habla?”. En aquellos tiempos ya me habría irritado y ella sólo habría recibido de mí un regaño. Ahora la quisiera a mi lado a ver si consigo algo, así sea fastidio.
Pero como en estos momentos no tengo nada más allá de la nada, me dispongo a hablar con la nada, con una foto de Clara; con la foto más hermosa que tengo de ella. Está en sus 35, sentada sobre un tronco, una colina de fondo, flores azules que brillan en el suelo, ella vestida con una falda que le llega casi a los tobillos. Ella con una sonrisa, ella con ojos profundos y alegres, ella con la piel bronceada por el sol de Ambalema, ella toda en ese único instante que ahora es mío y sólo mío. Ese pasado congelado en un flash es todo lo que tengo para poder hablar, llorar, desahogarme y soñar con que en alguna parte, ella aún existe y escucha estos soliloquios frente a su foto. Es solo una foto, es una nada. Es solo Clara congelada.
—¿Cómo estás? ¿Todo bien por allá?
“Don Ciro, ¿me dice a mí?”, sería lo que escucharía en el pasado.
—No, Alicia. Estoy hablando con Clara —digo en voz alta de nuevo, para no perder la costumbre.
—Ahora sí, mi vida, ¿en que estaba? Ah sí, fíjate que moriré encerrado en esta casa que huele a ti y a nuestra vida juntos. Una nueva Peste Negra está agobiando al mundo y la Muerte anda de aquí para allá, llevándose personas antes de su hora. No me parece justo, pero la Muerte no es la que era, y soy el único testigo de esa crisis cósmica, nadie me va a creer. Y gracias a esa crisis es que hemos entrado al campo de batalla de una dialéctica que nos golpea una y otra vez hasta dejarnos tirados sobre el suelo, sangrando. El mundo ahora no es más que una ilusión y nosotros no somos más que marionetas, unas marionetas que se tornan en muertos vivientes y esos muertos equivalen a gallinazos en el aire y a frigoríficos que los transportan a ellos en lugar de llevar patas de pollo. En el fondo, somos iguales a los pollos y tenemos la muerte que nos merecemos, ¿no crees?. “¿Por qué tienes miedo? ¿Acaso no tienes fe?”, dice Jesús, amor mío, y yo le respondo que no, que no tengo fe, que este juego dialéctico de deconstruir todo aquello que creíamos cierto para sacar a flote todas las contradicciones en las que vivíamos huele a fetidez humana, a esa misma fetidez que hoy suma millones de almas en pena que asustan a la Muerte. Sí, Clara, a la Muerte le asustan sus propias creaciones. El Creador de todo lo que fue, es y será no me escucha. La Creadora de todo lo que no es no me quiere llevar con ella para por fin estar contigo de nuevo, que ya no estás.
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Menudo ingenuo que fui, ¿no? Pensar que alguna vez creí que podía cambiar el mundo y fuiste tú quien me metió esa idea en la cabeza. En verdad que éramos unos niños, y volver a ser un niño es lo que quiero, Clara. Quiero volver a ver a Eduardo, quiero volver al café Hermes, quiero preocuparme solo por robarte miradas, quiero…quiero… quiero… Lo quiero todo y no quiero nada al mismo tiempo, por absurdo que suene, porque solo cosas absurdas es lo que quiero en este momento. Eduardo, la Muerte, volver atrás, tú. Sobre todo tú. Tú llegando al café Hermes. Tú viéndonos a Eduardo y a mí discutiendo los exámenes que habíamos tenido en la semana. Tú acercándote empapada, con el pelo goteando, casi congelada, casi como una foto. Las gotas caían, plaf, plaf. Caían como personitas ávidas de un golpe de madera, plaf, plaf. Las gotas caían y lloraban como parecías llorar tú con tanta agua en derredor. Miraste por todo el café. Primero parecías buscando a alguien, luego se me ocurrió que tal vez, solo tal vez, estabas perdida. O que siempre estabas buscando alguien sin saber qué exactamente. Y entonces clavaste tu mirada en nuestra mesa, cuando ya tenías un charco abundante de gotas aplastadas contra el suelo. Plaf, plaf. Gotas ávidas por caer, plaf, plaf. Gotas muertas.
¿Qué fue lo que te atrajo? ¿El libro?, ¿Eduardo?, ¿mi pose por siempre de bufón? “¿Acaso no tienes fe?”, “¿acaso no tienes fe?”. ¿Será posible que el Creador haya bajado su mirada ese día? ¿Acaso en verdad existe y te empujó hacia aquella mesa? Si es así, tiene un extraño sentido del humor, como cuando se quedó dormido en mitad de una tormenta. Las gotas caían y se estrellaban contra el mar, plaf, plaf, y él dormía. Plaf, plaf. Las gotas se arrastraron mientras tú caminabas hacia la mesa. Para mí fue un renacer, como cuando las gotas saltan y rebotan luego de caer. ¿Para ti qué fue?
Seguramente para ti no fue nada especial. Estaba lloviendo, las gotas se arrastraban, quedas, lentas, casi que aferrándose a ti. Necesitabas salir del frío. De quedarte congelada en medio del café. Así que te sentaste a nuestra mesa como si nos conociéramos de toda la vida, nos saludaste de forma natural y te presentaste mientras pasabas la manga de tu chaqueta por tu frente.
—No les importa, ¿cierto? Está lleno y ya no me cabe más agua en el cuerpo.
—Sigue, sigue —se me adelantó Eduardo.
Yo me embelesé contigo, tú con el libro que estaba entre los dos.
—¿También estudian derecho?
Sin pedir permiso, tomaste el libro y lo hojeaste. Paraste en una página al azar y empezaste a leer. Plaf, plaf. Las gotas seguían cayendo sobre mi libro y a mí no me importaba. Me importaba más tu balbuceo constante mientras posabas el dedo índice sobre tu nariz.
—Está interesante —dijiste al fin.
—… Sí… —dijimos Eduardo y yo al mismo tiempo y mirándonos de reojo.
—¿De quién es? Ha subrayado mucho.
—…Mío… —te contesté con timidez.
Me sonreíste. Siempre te he asegurado que fue ahí cuando quedé prendado de ti, ¿cierto? Sin embargo, decirte eso no fue más que el producto del romanticismo. Primero apareció la admiración, cuando me hablaste de lo que habías leído al respecto y de lo que querías llegar a ser. No solo querías graduarte. Querías cambiar y cambiar el mundo alrededor tuyo. Estaba mal, todo estaba mal y tenía que haber algo que se pudiera hacer, ¿no?. Dijiste que teníamos que trabajar por el bien común, y para ello debíamos comenzar por entender qué era eso que era de todos, qué era eso que nos hacía dignos, qué era eso que necesitábamos a tal punto que, de no tenerlo, no podríamos identificarnos como seres con derechos y obligaciones.
Hasta ahí llegó el debate que habíamos tenido Eduardo y yo antes de que llegaras con tus gotas y tu sonrisa y tu ímpetu, porque no podíamos competir contra el fuego que llevabas dentro. Estudiábamos derecho, pero tú, además de eso, llevabas la pasión en la mismísima sangre. Pero, como te dije hace solo un momento en medio de esta casa que también es un acuario, eso tampoco me enamoró de ti. Lo que me enamoró de ti fue tu indiferencia. Luego de tantos años lidiando con la silla de ruedas, con mis músculos débiles y mi cadencia lenta al hablar, ya podía distinguir aquellos movimientos casi imperceptibles que hacían las personas para ocultar la atracción morbosa que les causaba mi cuerpo. Las pupilas se mueven de aquí a allá, pestañean más de lo normal, no fijan la mirada, les da risa nerviosa, se despiden de afán. Ya me había acostumbrado a ello y estaba bien. Pero tú… Por primera vez en mucho tiempo me sentí casi normal. Cuando hablé frente a ti, con mi exagerada vocalización y esa manía mía de colocar una palabra tras otra como si estuvieran en fila india, tú apenas pestañeaste. Cuando moví mis manos con cuidado, siendo consciente de cada movimiento, tú ni siquiera te percataste de mi esfuerzo. Cuando nos paramos de la mesa, mi silla de ruedas fue invisible a tus ojos. En lugar de tenerme pesar, fuiste implacable conmigo, destruyendo uno a uno todos mis argumentos. Creía que era un buen estudiante de derecho hasta que te conocí ese día. Tenía disciplina, podía leer por horas, obtenía buenas notas, pero no tenía un “para qué”. ¿Para qué estudiaba esto? ¿Para qué me levantaba todas las mañanas? ¿Cuál era mi razón de vivir?
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Amor mío, fuiste tú la que me enseñó ese para qué, la que me enseñó a levantar el alma cuando no podía levantar el cuerpo, la que me enseñó a vivir. ¿Dónde estás ahora, cuando se me han escapado entre los dedos todas esas razones que tenía para vivir? ¿Cómo me vas a enseñar ahora, que todas esas razones se me escurren como gotas? Plaf, plaf. Antes tenía sentido analizar a la persona detrás de alguna ley; tenía sentido buscar la forma de que no sólo existiera orden en una sociedad, sino también justicia; antes era normal analizar cualquier idea, trabajar por el bien común y cooperar a pesar de las diferencias. Antes era posible creer en la felicidad, por muy inalcanzable que sea ese concepto. Plaf, plaf. Es inalcanzable…es inalcanzable como el rebote de tus gotas sobre el suelo del café.
También es inalcanzable olvidarme del individualismo, del egoísmo y de los sueños que aún deseo tener. Quiero volver a analizar cada nueva idea y volverla a analizar; buscar justicia en medio de tanto desmán; pero no hay tiempo para tanto. Si hay leyes, es para confinarme en esta casa que ahora es tu acuario; si hay justicia, es sólo para aquellos que pueden vivir sin tener que realizar un acto suicida cada vez que salen a la calle; analizar alguna idea es lujo sólo de aquellos que pueden pasar las horas cómodamente leyendo en sus casas, ¿y el bien común? Si no es para todos no es para nadie, así que ya puedes salir a buscar comida, y si te quedas sin aire, si se te sube la temperatura, si viene una niña hermosa a cerrar tus ojos para siempre, no es mi culpa. Ve y quéjate ante aquel que te pidió fe en medio de la tormenta y, cuando a la tormenta saliste, el trueno te fulminó. Tiempos extraordinarios exigen temples extraordinarios, y su objetivo es la supervivencia, no la convivencia.
Así que todo lo que hice como abogado, profesor y juez fue en vano, Clara. Me enseñaste a desprenderme de esta silla para desdoblarme y meterme en el pensamiento de los que sufrían. Leí por ellos, escribí por ellos, sentencié por ellos, y ahora estoy acá, esperando a que la Muerte lea por mí, escriba mi punto final por mí y sentencie mi vida. Todo fue en vano, y no me vayas a decir que no, que todo lo hice dizque para que “el mundo”, lo que sea que es, fuera mejor, y mira, aquí estamos. Yo acá, tú allá. Plaf, plaf. Estás congelada. Así también es como todo lo que hacemos en vida fluye hacia el punto de no retorno, hacia la nada, hacia esta Muerte que quiero tanto. De esta manera, la consciencia se vuelve en lo peor de nuestra evolución.
—¿A quién le hablas? —pregunta una voz infantil detrás de Ciro.
—…A Clara, mi esposa.
—¿Y a tu esposa le hablas de vidas en vano y consciencias perdidas?
—¿De qué más le puedo hablar encerrado en esta casa? —dice irritado, tal como lo estaría con Alicia.
—Tienes a tu disposición todos los temas de conversación que los humanos se han inventado a lo largo de los siglos, y eres un hombre inteligente. Seguro se te puede ocurrir cualquier cosa. Inténtalo conmigo, que hoy, más que nunca, en verdad lo necesito.
A Ciro le es más fácil voltearse por su cuenta gracias a los ejercicios que realizó, guiados por la Muerte. Está al final del pasillo flotando en mitad de la sala, tiene los ojos clavados al piso y el cabello le cubre el rostro.
—¿Vienes, o tendré que ir hasta allá?
—Tienes que venir. Esfuérzate un poco que la vida es corta, como ustedes dicen todo el tiempo.
Ciro arrastra las ruedas hasta llegar a ella, primero le cuesta, pero entre más se acerca, más fácil se le hace. Es ella. La Muerte es la que lo está ayudando. Cuando llega, ella levanta su rostro y le regala una sonrisa cómplice.
—Podría hacer más cosas por ti si quisiera; pero primero quiero algo a cambio.
—Es todo un honor ser el primer humano en negociar con la Muerte.
—Cuéntame cómo viviste todos estos años. Quién eras antes de que te rindieras ante mí.
—¿Me rendí ante ti?
—Sí. No estás en paz con la vida, y eso no siempre fue así. ¿Cómo eras cuando tenías algo de paz, antes de conocerme?
Ciro tarda un poco en contestar. La mira un momento. Luego desvía la mirada hacia la ventana, hacía las montañas, el cielo y la lluvia que empieza a caer.
—¿Cómo era cuando conocía la paz? Creo que nunca la “conocí propiamente hablando” —contesta finalmente—. Nací con un grito atravesado en la garganta que se escuchó por todo Ambalema, según contaba mamá. Mientras pude caminar, estuve en la cima de un árbol, debajo de las mesas, perdido en los senderos más recónditos del pueblo o jugando escondidas con los vecinos.
Es extraño no recordar los años en los que era libre. Más que recuerdos, lo que tengo son imágenes creadas a partir de lo que me contaba mamá. También es raro extrañar algo que no recuerdas. Si no sé lo que es caminar, ¿por qué lo anhelo entonces? Esta forma de extrañar sin extrañar nunca me ha dejado tener paz y ya me acostumbré a esta mortificación autoimpuesta sin necesidad.
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Tampoco tuve paz durante mis años de colegio, cuando pasaba más tiempo colgado a un respirador que en el salón de clases, y ni qué hablar de mis años de estudio de derecho, cuando tenía la manía de extrapolar mis dolores fantasma a los miles de distintos tipos de dolor que ha sufrido la sociedad colombiana por los siglos de los siglos y de los que siempre sufrirá.
La paz ni siquiera llegó con Clara, de hecho, fue todo lo contrario. Su ímpetu y ganas de cambiarlo todo a costa de su tranquilidad me desveló, me hizo repensar mi lugar en este mundo, en esta silla y en este cuerpo que tal vez, sólo tal vez, no era una cárcel sino un vehículo. Desde aquel día en el café Hermes, le pedí a Eduardo que me llevara por todos los pasillos de la universidad hasta encontrarla, porque hasta no conocerla bien, no tendría paz. " No es un poco extraño perseguir a alguien por los pasillos?”, me preguntó cuando le pedí el favor. “Habla con alguien que sólo ha sabido de extrañezas”, le respondí, vocalizando más de lo normal y levantando mis flácidos brazos.
Después de recorrer los pasillos por días, finalmente la encontramos almorzando sola en una de las cafeterías de la universidad. Nos saludó con naturalidad y nos invitó a acompañarla a almorzar. No nos habló de sus clases, o sus hobbies, de su familia o de qué hacía en su tiempo libre. En cambio, nos habló de derechos humanos, de personas desamparadas, de comunidades que ni derecho al aire tenían. Era como si en su mente no tuviera espacio para ella misma, como si no supiera que ella también debía importarse. Ese día decidí que para mí ella importaría, decidí que exploraría los sentimientos que escondía. Detrás de esa seguridad, de ese terremoto que era su voz, estaba seguro de que Clara tenía miedo. Lo sabía porque yo mismo vivía con miedo.
—Eso lo sabía —dice entonces la Muerte—. Tenías la idea de la muerte metida en la piel. Ya hasta te habías hecho una idea de su olor. De mi olor.
—Cada vez que tenía una recaída, pensaba que, quizás, esa sería mi última; que, quizá, sería el último sufrimiento y que, quizá, así era mejor.
—Pero te equivocabas.
—Llegué a un punto de equilibrio. No volví a recaer, me movía de manera limitada, pero me movía. Eso era mejor que nada, y tu olor no volvió. Esa vez en la cafetería, me pregunté si Clara habría percibido tu olor también. Me pregunté si también tenía el miedo metido en la piel. Y eso, querida Muerte, eso es el comienzo del amor.
La Muerte se aleja de Ciro y flota hasta la ventana. Desde la casa, en un séptimo piso de un conjunto residencial, se ve la carrera novena y algo de las montañas de este de la ciudad. De perfil, la Muerte ya no parece una niña, sino una mujer aprisionada en un cuerpo pequeño, una mujer tan hermosa como letal. Ciro empieza a creer que la apariencia física de la Muerte se debe a la complejidad de su misión. Necesita la inocencia de un niño para aguantar a los humanos, la fuerza de la mujer más madura para entenderlos, y la letalidad de una guadaña para matarlos. Está en constante metamorfosis, y parece que eso le duele.
—¿Cómo es el amor? —pregunta la Muerte, todavía mirando por la ventana.
—Bueno… Es parecido a la paz, y a la vez es todo lo contrario.
—Es decir, el amor duele.
—Sí, el amor duele. El amor duele porque es… bueno, es como desprenderse de uno mismo. Cuando conoces el amor, el deseo de alcanzarlo es tan grande que acapara todo lo demás, y olvidarse de uno mismo está bien, porque el amor también es el reconocimiento y la aceptación del otro. Por eso fue que…
—Fue que ese día en el café Hermes sentiste lo que no sentías desde la muerte de tu madre.
—¿Estás leyendo mis pensamientos?
La Muerte voltea y su mirada lo penetra.
—Aunque no lo parezca, respeto tu intimidad. Quiero que, con tus palabras, me definas el amor. Si fisgoneara en tu cabeza, seguramente me toparía con mil dudas, y eso es lo que menos necesito en este momento.
Ciro traga saliva, respira profundo. Prosigue porque la Muerte pide que se le explique qué es el amor, y cuando la dueña de la vida pide amor, está presenciando el mayor hecho histórico que, sin embargo, no quedará registrado en los libros.
—Sí. En el café Hermes sentí que Clara veía más allá de la fachada que era mi silla de ruedas y mi manera peculiar de hablar. Si con alguien había de tener una conexión, era con ella.
—Conexión. ¿Qué clase de conexión?
—Eso es un misterio. Poetas y filósofos, a lo largo de la historia, han intentado descifrar por qué somos capaces de desprendernos de nosotros mismos por una u otra persona. Por qué somos capaces de dar la vida por esa persona. Por qué somos ciegos ante sus defectos y, cuando los reconocemos, los aceptamos y, juntos, nos hacemos mejores personas. El amor no se explica mediante palabras porque el amor no se ve, el amor se siente. Alguien alguna vez escribió que el amor se veía “con el ojo de la mente”. Creo que esa es la explicación más cercana.
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—Se nota que es maravilloso, pero ¿por qué duele, entonces?
—Porque una vez lo experimentas, ya no puedes vivir sin él. Es la peor de las adicciones. Si hay un infierno, es sufrir por la falta de amor. Es curioso, el amor es tan infernal como paradisíaco.
La Muerte vuelve a mirar por la ventana. Sus ojos se pierden por entre los demás edificios, la carrera novena y las montañas. Se muerde los labios, piensa, vuelve a pensar, se muerde los labios de nuevo. Ciro cree que es injusto que ella pueda leer sus pensamientos y él no.
—Ciro, ¿tú crees que tengo la capacidad de amar?
Que la Muerte tenga la capacidad de amar es un disparate. Es la incoherencia más absurda que puede existir. Estás dispuesto a dar tu vida por otra persona, no al revés. Y no es que la Muerte no quiera amar, es que, así quisiera, no puede. Va en contra de cualquier ley de la lógica, la física, la metafísica, la ontología y hasta de la espiritualidad. Quitarle la vida a alguien por deber es la antítesis de toda clase de amor, por mucho que no hayamos podido definirlo en todo este tiempo de versos desgastados y afilados de nuevo. La Muerte lo sabe, y por eso mismo es que pregunta, porque, en Ciro, está buscando una alternativa, una salvación, una esperanza por leve que sea. Está esperando que le diga que todo va a estar bien, que si coloca todas sus esperanzas en un humano como él, todo lo demás también es posible. ¿Y quién es Ciro para contradecir a la Muerte? Si por algo trabajó en la vida, fue para darle a todas las personas un mínimo de derechos, para que cada quien pudiera vivir dignamente. Todos, por más letales que sean, también sueñan con peces de plumas y soles en explosión. Todos, por más letales que sean, tienen derechos, y el más básico de todos es la posibilidad de amar.
—Sí, sí creo que la tienes —le responde entonces—. No sé mucho de la vida, apenas tengo 81 años, muchos menos de los que tú has vivido, pero de lo que puedo estar seguro es que el amor es, sobre todo, una voluntad.
—Pensaba que era un sentimiento.
Ciro masculle, traga saliva, toma las ruedas de la silla, se acerca lentamente a ella.
—El sentimiento es más bien la consecuencia de esa voluntad. El amor es intuición, es ansia, es intención, es sufrimiento hecho fuerza. El sentimiento del que hablas es la recompensa, así duela.
—Es decir que, si lo deseo, podré amar.
—Si estas dispuesta a ello con todas tus fuerzas y tu corazón, sí.
—¿Y si no tengo corazón?
He ahí los bloqueos lógicos, físicos, metafísicos, ontológicos y espirituales que hacen de esa niña algo inalcanzable, intocable e incomprensible para un mortal como Ciro. El corazón tiene un ritmo particular, igual que la música. La falta de ritmo en un corazón significa enfermedad. Si el corazón no hace música está perdido, tan perdido como notas musicales echadas al viento. Por eso todas las novelas, poemas, soliloquios, composiciones y evangelios dependen del corazón tanto como dependen del ritmo, de la musicalidad de los versos, de los versículos que riman en una sola cadena religiosa. El corazón escribe en prosa, en prosa continua. Es una prosa hecha de una sola línea, una sola línea larga que busca ser eterna, tan eterna como los latidos incesantes del corazón. Y el hecho de que, inevitablemente, el corazón dejará de latir en algún momento, hace que se aferre al amor con mayor ahínco. Cuando no puedes morir, cuando eres ese momento inevitable, cuando eres eternidad misma, ¿qué necesidad tienes del amor?
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De todos modos, Ciro termina su camino hasta llegar a ella. Lentamente y con temor extiende su brazo endeble hasta llegar a su hombro. La toca, y en ese roce se convence de la magia de este universo.
—Qué importa que no tengas corazón. Si la vida y la muerte se pueden tocar, el amor también puede prescindir de unos latidos.
Ella sigue mirando por la ventana, hermosa, peligrosa, inocente, mortal. No es la misma Muerte que Ciro había conocido.
—Pasó algo, ¿cierto?
—Pasó que he estado haciendo mi trabajo, y me estoy cansando.
—¿La Muerte puede cansarse?
Ella lo fulmina con la mirada.
—No duermo, dudo de lo que llevo dentro, si es que algo tengo, y debo aguantarme sus lloriqueos antes de morir.
La Muerte aprieta los puños y empieza a hiperventilar, cierra los ojos, trata de calmarse. Flota, flota, flota. Llega hasta el techo, vuelve a brillar. Esta vez el brillo es negro, aunque suene imposible. Aunque no salen lágrimas, Ciro sabe que está llorando. Tiene sentimientos, tiene rabia, tiene tristeza, ¿por qué dudaría del amor?
—No puedo amar, lo sé. No sé qué hago perdiendo el tiempo preguntándote. Lo único que siento cada vez que salgo a enfrentarme a la muerte, a mí misma, es un cansancio irremediable. Cierro los ojos y no llega el sueño, sino la ira. Ustedes los humanos siempre me han atado al infierno y hacen bien. Tú mismo lo dijiste, el infierno es el sufrimiento que nace de la incapacidad de amar.
—No entiendo. Esto ya lo has hecho miles de veces. Dos guerras mundiales, pestes, saqueos, revoluciones…
—Pero nunca antes había sentido esto. Esto que aún no entiendo. Esta necesidad de ser algo más que la guadaña. Esta necesidad de que la muerte no sea un trauma sino un tránsito. Esta necesidad de que la muerte sea una reconciliación con la vida… Antes me limitaba a quitar vidas, pero de un tiempo para acá se me ha hecho difícil. Siento cosas que no entiendo.
—¿Desde cuándo?
—Desde que no pude matarte, y peor aún, cuando lograste llamarme.